[Cómo fueron llamados los apóstoles a la muerte de María. Del estado de las
misiones donde fueron llamados. De sus obras y viajes. Los apóstoles fueron para Éfeso allí
donde les encontró la llamada. Muchas cosas sobre la figura de algunos apóstoles y
discípulos. Eficacia de las reliquias en estas contemplaciones.]
Algún tiempo antes de la muerte de la Santísima Virgen, cuando ella supo
interiormente que se acercaba el momento de reunificarse con su Dios, su Hijo y su
Salvador, rezó para que se la cumpliera lo que Jesús la prometió en casa de Lázaro en
Betania el día de su Ascensión al cielo. Se me mostró en espíritu que en aquella ocasión la
Virgen le suplicó no vivir mucho tiempo en este valle de lágrimas después de su Ascensión,
Él dijo en líneas generales los trabajos espirituales que todavía ejecutaría en la tierra hasta
su fin, y la reveló que por su oración, los apóstoles y varios discípulos estarían presentes en
su muerte, lo que les diría ella y cómo la bendecirían.
Vi también que en esa misma ocasión Jesús dijo a la inconsolable Magdalena que se
escondiese en el desierto, y a su hermana Marta que formase una comunidad de mujeres,
que Él siempre estaría con ellas.
Cuando la Santísima Virgen rezó para que vinieran los apóstoles a estar con ella, vi
que les anunciaron su llamada en muy diversos parajes del mundo, y todavía me acuerdo de
lo siguiente:
Los apóstoles ya habían erigido pequeñas iglesias en varias localidades donde
enseñaban, aunque algunas de ellas todavía no tenían las paredes de piedra, sino
sencillamente tejidas con ramas y revestidas de barro. Todas las que he visto tenían en su
parte trasera la misma forma semicircular o triangular que la casa de María en Éfeso y
dentro estaban los altares donde los apóstoles ofrecían el santo sacrificio de la Misa.
Unas apariciones llamaron a todos, incluso a los más alejados, a que se vinieran con
la Virgen. Por lo demás, los viajes de los apóstoles, indescriptiblemente largos, no ocurrían
sin cooperación de milagros del Señor. Creo que a menudo, quizá sin saberlo ellos mismos,
viajaban de manera sobrenatural, pues muchas veces los vi atravesar muchedumbres sin
que nadie pareciera verlos.
He visto los milagros de los apóstoles en distintos pueblos paganos y salvajes de
forma completamente distinta a los que conocemos de las Sagradas Escrituras; hacían
milagros por todas partes según las necesidades de la gente. Todos ellos llevaban en sus
viajes huesos de los profetas o de los mártires muertos en las primeras persecuciones, y los
tenían cerca en sus oraciones y misas.
Cuando a los apóstoles les llegó la llamada del Señor para que fueran a Éfeso,
Pedro, y según creo, también Matías, se encontraban en la comarca de Antioquía y Andrés,
que venía de Jerusalén donde había sufrido persecución, tampoco estaba lejos de él. He
visto caminar de noche por distintos lugares a Pedro y Andrés y sin embargo no dormían
muy lejos uno de otro. No estaban en una ciudad, sino que descansaban en unos albergues
públicos que hay en los caminos allí en los países cálidos. Pedro estaba recostado junto a
una pared y vi que se le acercaba un joven refulgente que le despertó tomándole de la mano
y le dijo que debía levantarse y apresurarse a ir con la Virgen, y que encontraría a Andrés
por el camino. Pedro, que ya estaba torpe a causa de la edad y la fatiga, se incorporó
apoyando las manos en las rodillas mientras escuchaba al ángel. Apenas desapareció la
aparición, se levantó, arregló su manto, se remangó la ropa en el cinturón, empuñó el
báculo y se puso en camino. Pronto encontró a Andrés, a quien había llamado la misma
aparición. En el camino se encontraron más adelante con Tadeo, a quien también se lo
habían dicho así. De este modo llegaron a casa de María, donde encontraron a Juan.
Santiago el Mayor, estrecho, de faz pálida y cabellos negros, llegó de España a
Jerusalén con varios discípulos y pasó algún tiempo en Sarona, cerca de Joppe, adonde le
llegó la llamada para Éfeso. Después de la muerte de María volvió a Jerusalén con otros
seis o siete y murió mártir. Su acusador se convirtió; Santiago le bautizó y murió
decapitado con él.
Judas Tadeo y Simón estaban en Persia cuando les llegó la llamada.
Tomás era de estatura rechoncha y tenía el pelo castaño rojizo; era el que estaba más
lejos y llegó después de la muerte de María. Le he visto cuando le avisó el ángel. Estaba
muy lejos, no en una ciudad, sino que rezaba en una choza de caña cuando el ángel le
ordenó partir para Éfeso. Lo he visto muy lejos; viajaba en una barquichuela sobre las
aguas solo con un criado muy simple, y luego por tierra sin tocar (según creo) en ninguna
ciudad. Con él venía también un discípulo.
Tomás estaba en la India, pero antes de esta llamada se había resuelto a viajar más
al norte, hacia Tartaria, y no podía decidirse a dejar de hacerlo. Tomás siempre quería hacer
demasiado y muchas veces llegaba demasiado tarde. Así que fue mucho más al norte, casi
más allá de China, donde ahora es Rusia. Entonces lo llamaron otra vez y se apresuró a ir a
Éfeso.
El criado que llevaba consigo era un tártaro que había bautizado. Más tarde este
hombre llegó a algo más pero lo he olvidado. Después de la muerte de María, Tomás no
volvió a Tartaria; lo mataron en la India de un lanzazo. En aquel país erigió una piedra en la
que rezaba y se arrodillaba y sobre la cual dejo impresas las huellas de sus rodillas. Dijo
que cuando el mar llegase hasta esa piedra, otro anunciaría allí a Jesucristo.
Juan había estado poco antes en Jericó y viajaba con frecuencia a la Tierra
Prometida aunque residía habitualmente en Éfeso y su comarca; en ella estaba cuando
también le llegó la llamada.
Bartolomé estaba en Asia, al este del Mar Rojo. Era diestro, bien parecido y de piel
blanca, tenía la frente alta, los ojos grandes, el pelo negro y rizado y una barbita partida,
negra y rizada. Acababa de convertir a un rey y su familia; lo vi todo y quiero contar cosas
de su época. Cuando volvió allí lo asesinó el hermano del rey.
He olvidado dónde llamaron a Santiago el Menor; era muy guapo y tenía gran
parecido con nuestro Señor, por lo que sus hermanos le llamaban el hermano del Señor .
Hoy he vuelto a ver que Mateo era hijo del primer matrimonio de Alfeo, quien lo
aportó al matrimonio cuando se casó en segundas nupcias con María, la hija de Cleofás.
He olvidado lo relativo a Andrés.
A Pablo no le avisaron; solo fueron avisados los que habían conocido a la Sagrada
Familia o eran parientes suyos. [Eficacia de las reliquias en estas contemplaciones.]
Entre las numerosas reliquias que poseo, tuve a mi lado en estas contemplaciones
las de Andrés, Bartolomé, Santiago el Mayor, Santiago el Menor, Tadeo, Simón, Cananeo,
Tomás y varios discípulos y santas mujeres. Todos se me acercaron para que los viera
mejor y más claramente y luego se metieron en el cuadro en el mismo orden en que
entraron a ver a María.
Tomás se me acercó también, pero no entró en el cuadro de la muerte de María,
pues estaba lejos y llegó demasiado tarde; era el que faltaba de los doce. Lo vi de camino
pero muy lejos de Éfeso.
También entraron en el cuadro cinco discípulos de los que recuerdo especialmente
bien a Simeón Justo y Bernabé, cuyos huesos están conmigo. De los otros tres, uno era
Eremensear, hijo de uno de los pastores de Belén, que acompañó a Jesús en el largo viaje
que hizo después de resucitar a Lázaro. Los otros dos eran de Jerusalén.
Vi que también entraron a ver a María la hermana mayor de la Santísima Virgen,
María Helí, y su hermanastra más joven, hija del segundo matrimonio de Ana. María Helí
(la mujer de Cleofás, madre de María Cleofás y abuela de los apóstoles Santiago el Menor,
Tadeo y Simón) tenía ya mucha edad pues era veinte años mayor que la Santísima Virgen.
Todas estas santas mujeres vivían en las cercanías, pues tiempo atrás habían huido de
Jerusalén a esta comarca a causa de la persecución. Algunas vivían en las cuevas de roca
que habían arreglado con zarzos para vivienda. [Muerte de la Santísima Virgen. Determinación del año de la muerte. María en su
lecho de muerte bendice a los apóstoles y a sus compañeras de casa. Encarga a Juan que
reparta sus vestidos. Los apóstoles se preparan para el servicio divino. Llega Santiago el
Mayor con tres discípulos y luego Felipe, que también recibe la bendición de María. Pedro
completa el sacrificio de la Misa y da el Santísimo Sacramento a los apóstoles. La
Santísima Virgen recibe el Santísimo Sacramento y la Extremaunción. Orden de los
apóstoles en estas santas ceremonias. Muerte de la Santísima Virgen. Visión de la entrada
de su alma en el Cielo. Los apóstoles se arrodillan rezando junto a su lecho.]
[El 14 de agosto de 1821 después de mediodía, la narradora dijo al Escritor:]
—Ahora quiero contar la muerte de la Santísima Virgen. ¡Si no me molestaran!
Diga usted a mis sobrinas que no deben interrumpirme, que hagan el favor de esperar un
poco en el gabinete.
[El Escritor lo hizo así y cuando regresó, le dijo:]
—Ahora, ¡cuéntame! —Pero ella dijo para sí, mirando absorta a lo lejos:]
—¿Dónde estoy? ¿es por la mañana o por la tarde?
—El Escritor le dijo:
—Tú querías contar la muerte de la Santísima Virgen.
—Aquí hay gente y están los apóstoles. Pregúntales tú mismo, tú estás mejor
educado que yo y puedes preguntarles mejor. Están haciendo el vía crucis y preparando el
sepulcro de la Santísima Virgen y otras cosas más. —Mira qué número, un palo, I, y luego una V juntos, ¿esto es cuatro, no? Luego de
nuevo una V y tres palos III ¿esto no es ocho? Esto no está escrito correctamente con
números de letras, pero yo los veo así como si fueran cifras, porque no entiendo los
números grandes que están en letras. Debe decir que el año de la muerte de la Santísima
Virgen fue el 48 después del nacimiento de Cristo.
Veo también una X y tres palos III y luego dos lunas llenas OO como las ponen en
los calendarios, lo que significa que la Santísima Virgen murió trece años y dos meses
después de la Ascensión de Cristo. Éste de ahora no es el mes de su muerte; creo que hace
ya dos meses que también vi este cuadro. ¡Ay, su muerte estuvo llena de tristeza y de
alegría! [Con este mismo estado de íntimo recogimiento, Ana Catalina narró a continuación
lo siguiente:]
Ayer a mediodía vi ya mucha preocupación y tristeza en casa de la Santísima
Virgen. Su doncella estaba atribulada al máximo, se tiraba por los rincones de la casa o se
ponía de rodillas delante de la casa a rezar llorando con los brazos en cruz.
La Santísima Virgen descansaba en su celda, tranquila y como moribunda. Estaba
totalmente envuelta, incluso por encima de los brazos, con un saco de dormir blanco como
los que describí que usaban para acostarse en casa de Isabel, cuando la Visitación.
Tenía el velo recogido sobre su frente en dobleces transversales, y para hablar con
hombres lo dejaba caer sobre su rostro; cuando no estaba sola se tapaba hasta las manos.
En los últimos tiempos no vi que tomara nada sino de vez en cuando una cucharita
de zumo que su doncella exprimía en el taburete junto a su lecho de una fruta parecida a las
uvas, compuesta de bayas amarillas. Por la tarde, cuando la Santísima Virgen supo que se
acercaba su fin, quiso bendecir y despedirse de todos los presentes: apóstoles, discípulos y
mujeres, según la voluntad de Jesús.
Su celda dormitorio estaba abierta por todas partes y ella estaba sentada incorporada
en su lecho, blanca, resplandeciente y como transida de luz. La Santísima Virgen oraba y
bendecía a cada uno con las manos cruzadas mientras le tocaba la frente. Luego habló a
todos y, en resumen, hizo lo que Jesús la había mandado en Betania.
Cuando Pedro se acercó a verla, vi que llevaba en la mano un rollo de Escrituras.
María le dijo a Juan lo que se debía hacer con su cuerpo y cómo debía repartir sus vestidos
entre su criada y una pobre doncella de la comarca que a veces venía a servirla. A
continuación la Santísima Virgen señaló el tabique de madera enfrente de su lecho y vi que
su doncella fue allí, abrió el mamparo y lo volvió a cerrar. Entonces vi todos los trajes de la
Virgen, como contaré más tarde. Después de los apóstoles se acercaron al lecho de la Virgen los discípulos presentes,
que recibieron la misma bendición que aquéllos. A continuación, los hombres pasaron otra
vez a la parte delantera de la casa y se prepararon para el servicio divino, mientras las
mujeres presentes se acercaban al lecho de la Santísima Virgen, se arrodillaban y recibían
su bendición; vi que abrazó a una que se inclinó hacia ella.
Mientras tanto habían preparado el altar y los apóstoles se revistieron para el
servicio divino con sus largas vestiduras blancas y el ancho cinturón con letras. Cinco de
ellos, que habían estado preparando la Misa tal como la vi por primera vez después de la
Ascensión en la nueva iglesia de la piscina de Betesda, se pusieron los preciosos
ornamentos sacerdotales. El manto sacerdotal de Pedro, que celebraba el santo sacrificio,
era muy largo por detrás, aunque no arrastraba; por debajo debía tener por dentro algo
como un aro, pues vi que el manto se separaba, amplio y redondo.
Todavía estaban ocupados vistiéndose cuando llegó Santiago el Mayor con tres
compañeros de viaje. Había salido de España con Timón el diácono, pero al pasar por
Roma se habían encontrado con Eremeansar y otro más en el lado de acá de aquella ciudad.
Los presentes, que estaban a punto de acercarse al altar, le dieron la bienvenida con
solemne gravedad y le dijeron con pocas palabras que pasara a ver a la Santísima Virgen.
Les lavaron los pies y ellos se arreglaron la ropa y todavía en traje de viaje pasaron a verla.
Recibieron su bendición lo mismo que los demás, primero Santiago solo y luego sus tres
acompañantes juntos. Después Santiago fue también a celebrar el servicio divino.
Ya estaba éste algo avanzado cuando llegó de Egipto Felipe con un acompañante.
Pasó inmediatamente a ver a la Madre del Señor, recibió su bendición y prorrumpió en
llanto.
Entretanto, Pedro había terminado el santo sacrificio. Había consagrado y recibido
el cuerpo del Señor y se lo había dado a los apóstoles y discípulos presentes. La Santísima
Virgen no podía ver el altar, pero durante el santo sacrificio estuvo sentada, incorporada en
la cama con profundo y constante recogimiento. Después que Pedro comulgó, dio el Santísimo Sacramento a todos los apóstoles y
luego le llevó a la Santísima Virgen la comunión y la extremaunción. Todos los apóstoles le
acompañaron solemnemente. Tadeo iba delante con el incensario humeante, Pedro llevaba
el Santísimo Sacramento junto al pecho en el recipiente en forma de cruz del que he
hablado antes y Juan le seguía con un platito en el que estaban el cáliz con la santa sangre y
algunas cajitas. El cáliz era pequeño, blanco, grueso y como fundido. Su tallo era tan corto
que solo se podía agarrar con dos dedos, tenía tapadera y por lo demás era de la forma del
cáliz de la Última Cena.
En el rincón del oratorio que estaba junto al lecho de la Santísima Virgen, los
apóstoles habían preparado un altarcito delante de la cruz. La doncella había traído una
mesa que ellos revistieron de rojo y blanco en la que ardían luces, creo que cirios y
lámparas. La Santísima Virgen descansaba sobre su espalda, tranquila y pálida. Miraba
arriba constantemente, no hablaba con nadie y estaba como en arrobo permanente.
Centelleaba de anhelo y yo podía sentir aquella ansia que la sacaba de sí. ¡Ay, mi corazón
también quería subir a Dios junto al suyo!
Pedro se acercó y la dio la extremaunción más o menos de la misma forma que se
hace en nuestros días. Con el óleo santo de la cajita que sostenía Juan, la ungió en la cara,
manos, pies y en el costado, donde su ropa tenía una abertura para que no quedara al
descubierto lo más mínimo. Mientras tanto, los apóstoles estuvieron rezando como en el
coro, y después Pedro la dio el Santísimo Sacramento.
Para recibirlo, se incorporó sin apoyarse y luego volvió a tenderse. Los apóstoles
rezaron un rato y entonces Juan la dio el cáliz. Al recibir el Santísimo Sacramento entró en
María un resplandor, volvió a caer como extasiada y ya no habló más. Entonces los
apóstoles regresaron con los santos vasos en el mismo orden solemne al altar de la parte
delantera de la casa, donde prosiguieron el servicio divino y dieron la comunión a San
Felipe, mientras un par de mujeres se quedaban a solas con la Santísima Virgen.
Más tarde volví a ver a los apóstoles y discípulos rezando de pie en torno al lecho de
la Santísima Virgen. El rostro de María estaba florido y sonriente como en su juventud, sus
ojos miraban al cielo con santa alegría. Entonces vi un cuadro maravillosamente conmovedor. Desapareció el tejado de la
celda de María, la lámpara colgaba libremente en el aire, y pude mirar dentro de la
Jerusalén celestial como a través del cielo abierto.
Bajaron dos superficies de gloria como nubes de luz, en las que aparecían muchas
caras de ángeles y entre las que fluía una vía de luz hasta María. Vipor encima de María
una montaña resplandeciente que entró en la Jerusalén celestial, hacia la cual María
extendió sus brazos con infinito anhelo, y vi que su cuerpo se levantaba con todos sus
envoltorios tan alto por encima del lecho que se podía mirar a través por debajo. Vi salir su
alma de su cuerpo como una pequeña forma de luz infinitamente pura que ascendía
flotando con los brazos alzados por la vía de luz que subía al cielo como una montaña de
luz.
Los coros de ángeles de las dos nubes se juntaron detrás de su alma y se cerraron
separándola de su santo cuerpo, que en ese momento de la separación volvió a caer en el
lecho con los brazos cruzados sobre el pecho.
Mi mirada siguió su alma y la vi entrar por la vía luminosa en la Jerusalén celestial
hasta el trono de la Santísima Trinidad. Muchas almas se precipitaron hacia ella con
respetuosa alegría, entre las cuales vi a muchos patriarcas y a Joaquín, Ana, José, Isabel,
Zacarías y Juan el Bautista. Pero ella se elevó a través de todos hasta el trono de Dios y de
su Hijo quien, irradiando aún más luz por sus heridas que por toda su aparición, la recibió
con amor divino y la hizo entrega de una cosa que parecía un cetro, al tiempo que le
mostraba abajo en la Tierra todo a su alrededor, como si la entregara un poder.
De este modo, mientras veía el alma de María entrar en la gloria celestial, me olvidé
de todo lo que pasaba en torno a ella en el cuadro de la Tierra. Algunos apóstoles, por
ejemplo, Pedro y Juan, tienen que haberla visto también, pues tenían alzados sus rostros.
Los otros estuvieron la mayor parte del tiempo arrodillados y completamente postrados en
el suelo. Todo estaba lleno de luz y de resplandor como en la Ascensión del Señor.
Vi que un gran número de almas salvadas del Purgatorio seguían al alma de María
cuando entró en el cielo, cosa que me alegró mucho; y también hoy, que es el aniversario,
veo entrar en el Cielo muchas pobres almas, entre ellas algunas que he conocido. Tuve la
consoladora comunicación que cada año, el día de su muerte, muchas almas devotas de
María participaban de esta gracia.
Cuando volví a mirar abajo a la Tierra vi que el cuerpo de la Santísima Virgen
brillaba al descansar en el lecho con el rostro como una flor, los ojos cerrados y los brazos
cruzados sobre el pecho. Los apóstoles, discípulos y mujeres estaban de rodillas a su
alrededor y rezaban. Mientras veía todo esto, había en toda la Naturaleza un sonido
encantador y un movimiento de la misma clase que hubo en el nacimiento de Cristo. Supe
que la hora de su muerte fue la de nona, en la que también murió Jesús. Entonces las mujeres pusieron una colcha sobre el santo cuerpo, y los apóstoles y
discípulos pasaron a la parte delantera de la casa. Despejaron todo de enseres, los pusieron
a un lado y lo taparon todo, hasta el fuego del hogar. Las mujeres se pusieron el velo, se
cubrieron completamente y se sentaron en el suelo, juntas en las celdas de la parte delantera
de la casa, donde mantuvieron un lamento fúnebre alternativamente sentadas o de rodillas.
Los hombres se envolvieron la cabeza con esa bufanda que suelen llevar al cuello y
celebraron un funeral. Dos de ellos rezaban continuamente por turno arrodillados a los pies
y a la cabecera del santo cuerpo. Mateo y Andrés fueron hasta la cueva que representaba la
tumba de Cristo, última estación del vía crucis de la Virgen, con herramientas para trabajar
aún más la sepultura, pues aquí debía descansar el cuerpo de la Santísima Virgen. Esta
cueva no era tan espaciosa como la tumba del Señor y apenas alta para que un hombre
pudiera estar de pie. El suelo bajaba a la entrada, y luego uno estaba ante el túmulo
sepulcral como ante un pequeño altar, sobre el cual se alzaba la pared de roca formando la
bóveda. Los dos apóstoles trabajaron todavía en ella y prepararon la puerta que pondrían
delante del túmulo para cerrarlo. En el túmulo estaba ahuecado en la forma aproximada de
un cuerpo envuelto, y algo realzado en la cabeza. Al igual que delante de la tumba de Jesús,
delante de esta cueva había un jardincito pequeño cercado con estacas. No lejos de allí
estaba la estación del Monte Calvario en una colina; en ella no se alzaba ninguna cruz; solo
estaba grabada en la piedra; desde aquí habría una buena media hora de camino a la
vivienda de María. He visto que los apóstoles que velaban en oración el cuerpo de María se relevaron
cuatro veces. Hoy vi que cierto número de mujeres, entre las que recuerdo una hija de
Verónica y la madre de Juan Marcos, fueron a preparar el cuerpo para la sepultura. Trajeron
lienzos y plantas aromáticas para embalsamarla a la manera judía. Todas ellas llevaban
también tarros pequeños con una hierba todavía fresca. La casa estaba cerrada y ellas se
afanaban en lo suyo con luces, mientras los apóstoles rezaban como en el coro en la parte
delantera. Las mujeres pasaron el cuerpo de la Santísima Virgen con todos sus envoltorios
del lecho mortuorio a una cesta alargada tan llena de colchas o tapices tejidos rudamente
que el cuerpo quedó por encima de la cesta.
Enseguida, dos mujeres extendieron un lienzo ancho sobre el cuerpo y otras dos la
quitaron por debajo de él su envoltorio y su toca, de modo que solo quedó vestida con el
camisón blanco de lana. Cortaron los hermosos rizos de María para recuerdo. A
continuación vi que estas dos mujeres lavaban el santo cuerpo con algo rizoso que tenían en
las manos, probablemente esponjas, y desgarraron el largo camisón que cubría el cuerpo.
Procedían con gran reverencia y respeto, y lavaron el cuerpo sin mirarlo, con las
manos por debajo de la colcha que mantenían extendida por encima, pues la colcha
separaba sus ojos del cuerpo de la Santísima Virgen. Cada lugar que había tocado la
esponja fue inmediatamente cubierto, mantuvieron envuelto el centro del cuerpo y no hubo
lugar a la menor desnudez. Una quinta mujer exprimía las esponjas en una palangana y las
volvía a empapar otra vez; por tres veces vi vaciar la palangana en un hoyo junto a la casa y
traer agua fresca.
Vistieron el santo cuerpo de la Santísima Virgen con una envoltura nueva y abierta,
la levantaron respetuosamente valiéndose de lienzos puestos por debajo, y la pusieron
respetuosamente encima de una tabla en la cual ya estaban puestos por su orden los lienzos
y las vendas para poder usarlos cómodamente. Entonces envolvieron el cuerpo firmemente
con lienzos y vendas desde los tobillos al pecho, pero dejaron la cabeza, el pecho, las
manos y los pies todavía libres de vendas. Mientras tanto los apóstoles habían seguido la solemne ceremonia de Pedro, que les
había dado el Santísimo Sacramento, tras lo cual vi que Pedro y Juan, todavía revestidos
con los grandes mantos episcopales, salieron de la parte delantera de la casa para ir donde
estaba el cuerpo de la Santísima Virgen.
Juan llevaba el recipiente con el ungüento y Pedro metió en él los dedos de la mano
derecha y ungió en medio de oraciones la frente, el centro del pecho, las manos y los pies
de la Santísima Virgen. No era la Extremaunción, que ella había recibido todavía viva. Con
el ungüento la hizo rayas en las manos y la marcó cruces en los pies, la frente y el pecho.
Creo que era una muestra de respeto a su santo cuerpo, como también ocurrió en el entierro
del Señor. Cuando los apóstoles salieron, las mujeres siguieron preparando el cadáver. Al santo
cuerpo le pusieron ramitos de mirra debajo de los brazos, en las axilas y en la boca del
estómago y rellenaron también con ellos el espacio entre los hombros y alrededor de la
barbilla y las mejillas. También envolvieron sus pies todo a lo largo con ramitos aromáticos
de éstos.
La cruzaron los brazos sobre el pecho, encajaron el sagrado cuerpo en la gran
mortaja y la envolvieron con las vendas sujetas bajo los brazos como a una gran muñeca de
trapo. La pusieron encima del rostro un sudario transparente y entre los ramitos de hierbas,
se la veía descansar blanca y luminosa.
Luego pusieron el sagrado cuerpo en el féretro, que estaba al lado como si fuera una
camita; era un tablero con el borde bajo, con una cubierta ligera y abovedada como una
cesta alargada, y en ese momento la pusieron en el pecho una corona de flores blancas,
rojas y celestes en señal de virginidad. Entonces entraron los apóstoles, discípulos y demás presentes para ver todavía una
vez más el querido santo rostro antes que lo taparan. Se arrodillaron con muchas lágrimas
en torno a la Santísima Virgen y para despedirse le tocaban las manos que estaban
envueltas sobre el pecho, tras lo cual salían de allí.
Ahora las santas mujeres se despidieron también por última vez, y después
envolvieron el santo rostro y pusieron la cubierta al féretro, que ataron con cintas grises en
el centro y en ambos extremos. A continuación los vi poner el féretro en unas andas que
Pedro y Juan sacaron a hombros de la casa. Tienen que haberse relevado, pues más adelante
vi que la llevaban seis apóstoles: delante Santiago el Mayor y el Menor, en el medio
Bartolomé y Andrés, y detrás Tadeo y Mateo. Los palos de las andas se metían en un cuero
o una estera, pues el féretro colgaba entre ellos como en una balanza.
Algunos apóstoles y discípulos iban delante del féretro y otros seguían detrás con
las mujeres. Ya estaba oscureciendo y por eso llevaban alrededor del féretro cuatro
antorchas puestas en palos. La comitiva recorrió así el vía crucis de María hasta la ultima
estación y pasó por encima de la colina hasta la lápida de esta estación, a la derecha de la
entrada del sepulcro. Aquí bajaron el santo cuerpo de las andas y la metieron entre cuatro
en la cueva sepulcral para depositarla en el lecho excavado en la roca. Todos los presentes
entraron uno a uno, la rodearon de flores y especias, se arrodillaron y ofrecieron sus
lágrimas y oraciones.
Eran muchos, y el amor y el dolor los hacían demorarse; por eso cuando los
apóstoles cerraron el sepulcro era ya de noche. Hicieron una zanja delante de la estrecha
entrada de la cueva e hincaron una enramada de distintos arbustos verdes, unos con flores y
otros con bayas, que habían arrancado con raíces de otra parte. No se podía ver nada de la
entrada, y menos aún cuando condujeron el agua de una fuente cercana a pasar por delante
de estos matorrales. Nadie podría entrar en la cueva a menos que forzara los arbustos para
meterse por los lados. Regresaron cada uno a su aire; unos se quedaban diseminados por el vía crucis a
rezar y otros velaban en oración junto al sepulcro.
Los que volvían a la casa vieron de lejos una maravillosa luminaria sobre el
sepulcro de María, que los conmovió aunque sin saber propiamente que podría ser. Yo la vi
también y me acuerdo de muchos otros detalles:
Era como si bajara del cielo hasta el sepulcro una vía de luz en la que venía una
figura fina como si fuera el alma de la Santísima Virgen, acompañada de la figura de
Nuestro Señor. El resplandeciente cuerpo de María, reunido ya con su alma resplandeciente
se levantó del sepulcro resplandeciente y se elevó al Cielo con la aparición del Señor. Todo
esto está claramente en mi recuerdo, y sin embargo no es más que una intuición:
Era de noche y veía a los apóstoles y santas mujeres cantar y rezar en el jardincito
delante del sepulcro cuando bajó del cielo a la roca una ancha vía de luz por la que vi bajar
una gloria de tres círculos de ángeles y espíritus que rodeaban la aparición de nuestro Señor
y el alma resplandeciente de María.
La aparición de Jesucristo, cuyas llagas irradiaban claridad, se acercó flotando ante
ella. Alrededor del alma de María, en el círculo más interior de la gloria solo vi pequeñas
figuras infantiles; en el segundo círculo aparecían niños como de seis años; y en el círculo
exterior, rostros como de muchachos crecidos; solamente distinguía claramente los rostros,
del resto solo veía como centelleantes figuras de luz. Cuando esta aparición, haciéndose
cada vez más clara, se derramó por completo encima de la roca, vi abierta una vía
resplandeciente desde ella hasta la Jerusalén celestial.
Entonces vi que el alma de la Santísima Virgen, que seguía a la aparición de Jesús,
descendía con él flotando hasta el sepulcro a través de la roca y, reunida inmediatamente
después con su cuerpo glorioso, la Santísima Virgen surgió del sepulcro mucho más clara y
luminosa y ascendió con el Señor y todas sus glorias a la Jerusalén celestial, adonde se
sumió otra vez todo aquel resplandor cubriendo el tranquilo cielo estrellado de la comarca.
No sé si los apóstoles y mujeres que rezaban delante del sepulcro lo habrán visto
también, pero vi que miraban hacia arriba rezando asombrados, o que se arrojaban
conmovidos a prosternarse con el rostro en tierra. Vi también que algunos de los que
volvían con las andas a casa, rezando y cantando por el vía crucis y parándose en las
distintas estaciones, se volvieron a mirar a la luz sobre la roca del sepulcro con gran
devoción y muy emocionados.
Así que yo no he visto que la Santísima Virgen muriera normalmente, ni que viajara
al cielo, sino que primero su alma y después su cuerpo fueron arrebatados de la Tierra. Vueltos a casa, los apóstoles y discípulos tomaron algunos alimentos y se fueron a
descansar; durmieron fuera de la casa en unos cobertizos contiguos. La doncella de María,
que se había quedado en casa para hacer un poco de orden, así como otras mujeres que se
habían quedado allí para ayudarla, durmieron en el espacio detrás del hogar, que la doncella
había despejado de todo durante el entierro, y que ahora parecía una capillita, donde los
apóstoles siguieron rezando y ofreciendo [el santo sacrificio].
Al anochecer de hoy he visto que los apóstoles seguían en su sitio haciendo duelo y
oración; las mujeres ya se habían ido a descansar. Entonces vi llegar al apóstol Tomás con
dos acompañantes, remangados como de viaje. Se arrimó a la reja del patio y llamó para
que les abrieran. Venía también con él un discípulo llamado Jonatán, emparentado con la
Sagrada Familia2
.
Con Tomás estaba también un sencillo criado tártaro, hombre también muy infantil,
pero que era sacerdote. Tres años después de la muerte de María todavía le vi aquí en
Éfeso. Más tarde vi que lo apedrearon en esta comarca, dejándolo medio muerto. Luego lo
llevaron a la ciudad, donde murió, a consecuencia de lo cual llegaron sus huesos a Roma,
pero allí tampoco sabían su nombre.
Su otro acompañante era un hombre muy sencillo del país de donde vino el más
alejado de los Reyes Magos, país que yo llamo siempre Parzermo porque no puedo retener
exactamente su nombre. Tomás se lo había traído de allí, y era como un criado
infantilmente dócil que le llevaba el manto.
Un discípulo abrió la puerta y entonces Tomás y Jonatán entraron adonde estaban
los apóstoles. Tomás ordenó a su criado que se quedara sentado delante de la puerta; el
buen hombre de color castaño hacía todo lo que se le ordenaba, e inmediatamente se sentó
tranquilo en el suelo. ¡Oh, cómo se afligieron cuando escucharon que habían llegado
demasiado tarde! Tomás lloró como un niño cuando se enteró de la muerte de María. Los
discípulos le lavaron los pies y los reconfortaron un poco.
Mientras tanto las mujeres se habían despertado y levantado, y cuando se retiraron,
los hombres llevaron a Tomás [al lugar de la casa] donde había muerto la Santísima Virgen.
Se arrojaron al suelo y lo bañaron de lágrimas. Tomás también se arrodilló a rezar mucho
rato ante el altarcito de María. Su tristeza era indeciblemente conmovedora, y cuando
pienso en ella todavía me pongo a llorar.
Cuando los apóstoles terminaron sus rezos, que no habían interrumpido [con la
llegada de Tomás], acudieron todos a dar la bienvenida a los recién llegados. Agarraron a
Tomás y Jonatán por debajo de los brazos, los levantaron, los abrazaron y los llevaron a la
parte delantera de la casa donde les dieron un refrigerio de panecillos y miel, y una jarrita y
vasos para beber. Rezaron juntos todavía más y todos se abrazaron mutuamente. Entonces Tomás y Jonatán quisieron ver la tumba de la Santísima Virgen y los
apóstoles encendieron las luces puestas en los palos y fueron con ellos por el vía crucis al
sepulcro de María. No hablaban mucho pero se detenían un poco en las estaciones
pensando en la Pasión del Señor y en el compasivo amor con que su Madre había colocado
estas lápidas y las había regado tantas veces con sus lágrimas.
Cuando llegaron a la roca del sepulcro, todos se pusieron de rodillas alrededor, pero
enseguida Tomás y Jonatán se precipitaron a la entrada de la cueva, seguidos por Juan. Dos
discípulos tumbaron hacia atrás los arbustos delante de la entrada, y ellos entraron y se
arrodillaron con respetuoso recogimiento ante el túmulo sepulcral de la Santísima Virgen.
Entonces Juan se acercó a la ligera canasta del féretro, que sobresalía un poco del
túmulo sepulcral, desató las tres cintas grises que cerraban la cubierta y puso ésta a un lado.
Entonces iluminaron el féretro y vieron con profunda sorpresa que delante de sí tenían
vacíos los paños mortuorios de la Santísima Virgen, aunque conservaban toda la forma de
haberla envuelto. Los paños estaban abiertos y separados en el rostro y el pecho, las vendas
que envolvían los brazos yacían ligeramente sueltas pero mantenían la forma de envoltura
tal como se las habían puesto, pero el cuerpo glorioso de María ya no estaba en la Tierra.
Alzaron los brazos, mirando asombrados al cielo, como si fuera ahora cuando hubiera
desaparecido el sagrado cuerpo de la Virgen, y Juan gritó a los de fuera de la cueva:
—¡Venid y asombraros, que ya no está aquí!
Entonces todos fueron entrando de dos en dos en la angosta caverna y vieron ante sí
con estupor que solo conservaba los paños mortuorios vacíos. Salieron, se arrodillaron en el
suelo, miraban al cielo elevando los brazos, lloraban, rezaban, alababan al Señor y a su
querida madre gloriosa, como niños buenos a su amada y fiel madre, con toda clase de
dulces palabras amorosas que el Espíritu les ponía en los labios.
Entonces se acordaron y pensaron en aquella nube luminosa que habían visto de
lejos mientras volvían a la casa justo después del entierro, cómo se había hundido en la
colina del sepulcro y luego de nuevo se había alzado flotando. Juan sacó del féretro los
paños mortuorios de la Santísima Virgen con gran respeto, los plegó y arrolló juntos
ordenadamente, y se los llevó. Volvió a poner la cubierta al féretro y lo ató de nuevo con
las cintas.
Después abandonaron la cueva del sepulcro, cuya entrada volvieron a cerrar con
arbustos. Anduvieron el vía crucis de vuelta hasta la casa, rezando y cantando salmos, y al
llegar fueron todos al espacio donde había morado María. Juan dejó respetuosamente los
paños mortuorios en la mesita de delante del rincón donde oraba la Santísima Virgen, y
Tomás y los otros rezaron más en el lugar donde ella murió.
Pedro se retiró a solas, como si tuviera una contemplación espiritual; quizá se estaba
preparando, pues a continuación vi que erigieron el altar delante del lecho de muerte de
María, donde estaba la cruz, y Pedro celebró en él un solemne servicio divino, mientras los
demás estaban en filas de pie detrás de él, rezando y cantando alternadamente. Las santas
mujeres estaban de pie más atrás, junto a las puertas y en la parte de detrás del hogar.
El sencillo criado de Tomás que le había seguido desde aquel lejano país donde
habían estado últimamente tenía un aspecto muy extraño: ojos pequeños, frente y nariz
aplastadas y pómulos altos. Era de color más castaño que los de por aquí [es decir, que los
de Éfeso]. Estaba bautizado, pero en lo demás era como un niño obediente y sin
experiencia. Hacía todo lo que se le ordenaba, se quedó de pie donde le pusieron, miraba
donde se le ordenaba y sonreía a todos. Se quedó sentado allí donde Tomás le dijo que se
sentara y cuando vio llorar a Tomás, también lloró amargamente. Este hombre se quedó
siempre con Tomás; podía llevar grandes cargas: cuando Tomás construyó una capilla le vi
arrastrar piedras muy pesadas. Después de la muerte de la Santísima Virgen vi que a
menudo a los apóstoles y discípulos, reunidos de pie en círculo, se contaban mutuamente
dónde habían estado y lo que les había pasado. Lo he oído todo, y ya me acordaré de nuevo
de ello si es voluntad de Dios. [20 de agosto de 1829 y 1821:]
Ahora, después de muchas devociones, ya se ha despedido la mayoría de los
discípulos presentes, que han regresado a sus oficios. En la casa están todavía los apóstoles,
Jonatán (el que vino con Tomás) y el criado de Tomás, pero ahora partirán todos también
en cuanto dejen listo lo que están haciendo, pues todos están trabajando en limpiar de
piedras y hierbajos el vía crucis de María y en adornarlo con las plantas, arbustos y flores
adecuados.
Todo lo hacen en medio de cantos y oraciones; es absolutamente imposible decir lo
conmovedor que es; todo es como un rito solemne de amor entristecido, muy activo y sin
embargo muy tierno y entrañable.
Adornaban como buenos hijos las huellas de la Madre de Dios y madre suya; las
huellas con las que había medido para nosotros con compasiva devoción la senda del
martirio de su hijo divino hasta su muerte salvadora.
Cerraron completamente la entrada del sepulcro de María, sujetaron firmemente con
tierra los arbustos que habían plantado y reforzaron la zanja que habían hecho delante.
Limpiaron y adornaron el jardincito delante de la tumba y excavaron un camino desde la
parte de atrás de la colina del sepulcro hasta la pared trasera del túmulo sepulcral, donde
horadaron a escoplo un orificio en la roca para que se pudiera mirar el sepulcro donde
descansó el cuerpo de la Santísima Virgen, aquella que el Salvador agonizante entregó en la
cruz a todos ellos y a su Iglesia en la persona de Juan.
¡Oh, eran buenos hijos, dóciles al cuarto mandamiento, y ellos y sus amores vivirán
largo tiempo sobre la Tierra! Levantaron también una especie de tienda capilla sobre la
cueva del sepulcro; hicieron una tienda con tapices, la rodearon y cubrieron con ramas
entretejidas e hicieron dentro un altarcito. Pusieron una base de piedra, y levantaron encima
una piedra sobre la cual pusieron un gran losa. Por detrás de este altarcito colgaron en la
pared un pequeño tapiz en el que se veía el rostro de la Santísima Virgen bordado o cosido
muy modesta y simplemente, y por cierto a rayas de colores rojas, azules y marrones.
Cuando estuvieron listos, celebraron allí el servicio divino, que todos rezaron de
rodillas y con las manos levantadas. La parte de la casa donde había morado María, ellos
mismos la pusieron exactamente como una iglesia. La doncella de María y algunas otras
mujeres se quedaron a vivir allí y, para el consuelo espiritual de los fieles que vivían por los
alrededores, también se quedaron dos discípulos, uno de los cuales era de los pastores del
otro lado del Jordán.
Enseguida se despidieron también los apóstoles. Tras una conmovedora despedida,
Bartolomé, Simón, Judas, Tadeo, Felipe, y Mateo salieron los primeros otra vez hacia los
lugares de su oficio.
Los demás, excepto Juan que todavía permaneció aquí una temporada, primero se
fueron juntos hacia Palestina donde también se separaron; había allí muchos discípulos y
con ellos fueron también varias mujeres de Éfeso a Jerusalén. María Marcos hizo allí
mucho por la comunidad, creó una hermandad para más de 20 mujeres, que en cierto
sentido vivían de modo conventual, y de las cuales cinco vivían con ella completamente en
la casa. Los discípulos se reunían siempre en su casa. La comunidad cristiana todavía
seguía teniendo la iglesia del estanque de Betesda.
[El 22 de agosto dijo:]
En la casa solo está Juan, pues todos los demás ya han salido de viaje. En
cumplimiento de la voluntad de la Santísima Virgen le he visto distribuir él mismo los
vestidos de María a su doncella y a otra chica que venía a veces a servirla. Entre los
vestidos había algunos que estaban hechos con telas de los Reyes Magos. Vi dos largos
vestidos blancos, varios chales y algunos velos largos, así como colchas y alfombras y
tapices.
También vi con toda claridad aquella sobreveste listada que llevaba en Caná y en el
vía crucis, de la que guardo una tirita pequeña. Algo de ello fue a parar a la Iglesia. Por
ejemplo, con su bonito traje de novia celeste pespunteado de oro y salpicado de rosas
hicieron un adorno litúrgico para la iglesia de Betesda de Jerusalén y en Roma todavía
quedan reliquias de él; las he visto, pero no sé si alguien lo sabe. María solo lo llevó
durante la boda y después no se lo puso nunca más.
Todo este vivir, actuar y peregrinar se hacía discreta y tranquilamente, sin esa
angustia que tenemos hoy. La persecución todavía no había desarrollado una red de
espionaje, y no turbaba la paz.