FILOSOFÍA Y LETRAS COMUNIDAD MARIARUM

VISITAS

COMUNIDAD

LA NIÑA MARÍA




Pronto llevarán a la Niña María al Templo de Jerusalén. Ya hace algunos días que vi una vez, en un cuarto de su casa cerca de Nazaret, que Ana tenía de pie ante sí a la Niña María que tenía tres años, y la preparaba instruyéndola en la oración, porque pronto llegarían los sacerdotes a examinarla para el ingreso en el Templo. {María tenía tres años y tres meses de edad cuando hizo voto de estar presente en el Templo entre las vírgenes que allí moraban.} Hoy es la fiesta de los preparativos en casa de Ana. Hay huéspedes, parientes, hombres, mujeres y también niños. También están los sacerdotes, uno de Séforis, hijo de un hermano del padre de Ana; otro de Nazaret, y el tercero de un sitio que está en un monte a unas cuatro horas de Nazaret y cuyo nombre empieza con la sílaba Ma. Estos sacerdotes han venido en parte a examinar si la Niña María es capaz de prometerse al Templo, pero también en parte a indicar los detalles de sus vestidos, que tenían que ser conforme a cierto corte eclesiástico; eran tres trajes de colores distintos, consistentes cada uno en caftán, pechera y capa. Además había también dos coronas abiertas de seda y lana, y una corona cerrada por arriba con arcos. Uno de los sacerdotes cortó por sí mismo algunas partes de estos trajes y lo dejó presentado todo como debería quedar. Hoy he visto fiesta grande en casa de los padres de María. Sin embargo no estoy segura si ha ocurrido hoy o si es que me han repetido el cuadro, pues los tres últimos días he visto lo mismo pero se me vuelve a olvidar con tantos dolores y molestias. De momento estaban presentes tres sacerdotes, así como varios parientes con sus hijitas: por ejemplo María Helí y su hijita de siete años María Cleofás, que era mucho más vigorosa y robusta que la Niña María. María es muy tierna y tiene el pelo rubio rojizo, liso pero con bucles en las puntas. Ya sabe leer y asombra a todos por la sabiduría de sus respuestas. También está Maraha, la hermana de Ana de Séforis, con su hijita, así como otros parientes con niñas pequeñas. Las mujeres cosieron las piezas que los sacerdotes habían cortado para los vestidos de María y durante la fiesta la fueron poniendo los trajes en distintos momentos mientras los sacerdotes la dirigían toda clase de preguntas. Toda la ceremonia fue solemne y grave, y aunque los ancianos sacerdotes la realizaban con una cándida sonrisa, tenían que interrumpirla muchas veces maravillados por las sabias respuestas de María y las lágrimas de dicha de sus padres. La ceremonia tuvo lugar en una habitación rectangular junto al comedor; la luz entraba por un agujero del techo que estaba cubierto con una gasa. En el suelo estaba extendido un cobertor rojo, sobre el que estaba una mesa de altar cubierta de rojo y blanco, en la que un cuadro, bordado o cosido, escondía como una cortina una especie de armarito donde estaban los rollos de escrituras y de oraciones. El cuadro representaba a un hombre, creo que era la imagen de Moisés con una capa amplia como la que llevaba cuando subía al monte a pedirle algo a Dios. En el cuadro, Moisés no tenía las tablas de la Ley en la mano sino que le colgaban a un costado o del brazo. Moisés era pelirrojo, muy alto y ancho de hombros. Su cabeza era muy alta y en punta como un pilón de azúcar y tenía la nariz grande y curvada. En la parte superior de su amplia frente tenía dos prominencias como cuernos, que estaban vueltas una hacia otra; no eran rígidas como los cuernos de los animales, sino de piel blanda y como rayada o estriada. Solo sobresalían un poco, como dos colinas parduzcas y arrugadas en la parte superior de la frente. De pequeño ya las tenía en forma de verruguitas. Estas protuberancias le daban un aspecto prodigioso, y nunca las pude sufrir porque me recordaban involuntariamente imágenes del demonio. He visto varias veces protuberancias de éstas en la frente de ancianos profetas y ermitaños; algunos solo tenía una en medio de la frente. [En el cuadro de la huida a Egipto, Ana Catalina mencionó también una cortina con una imagen parecida, que pensaba que representaba a Melquisedec.] En este altar, además de los tres trajes de fiesta había otras telas que los parientes habían ofrecido para el ajuar de la niña. Delante del altar estaba una especie de trono pequeño sobre unos escalones; allí estaban congregados Joaquín, Ana y los demás parientes; las mujeres estaban detrás y las niñas pequeñas, al lado de María. Los sacerdotes entraron y se acercaron descalzos; eran cinco pero solo oficiaban la ceremonia los tres revestidos con trajes litúrgicos. Uno de los sacerdotes retiró del altar las piezas del traje, explicó su significado y se las entregó a la hermana de Ana que vivía en Séforis, que fue vistiendo a la niña con ellas. Primero la puso un trajecito amarillento bordado y luego sobre él un escapulario de colores, cuya pechera estaba adornada con cordones. Se lo pusieron por el cuello y lo ciñeron al cuerpo. La pusieron encima una capa parduzca con sisas para los brazos, que quedaban cubiertas por franjas que colgaban desde arriba. La capa estaba abierta por arriba, y desde debajo del pecho hasta abajo, estaba cerrada. María llevaba sandalias de color marrón con gruesas suelas verdes. Sus cabellos rubio rojizos, rizados en las puntas, estaban peinados lisos. Llevaba puesta una corona de lana o seda entreverada con rayas de un dedo de ancho de plumas vueltas hacia adentro. Estas plumas son de un pájaro de aquel país; yo lo conozco. Luego pusieron a la niña un pañolón rectangular color gris ceniza que colgaba de la cabeza como una envoltura y que podía recogerse bajo los brazos de modo que éstos pudieran descansar como en dos lazos. Parecía un mantón de viaje, oración o penitencia. Cuando María estuvo así vestida, los sacerdotes la hicieron toda clase de preguntas sobre el modo de vida de las chicas en el templo. Entre otras cosas la dijeron: —Cuando tus padres te han prometido al Templo, han hecho voto de que no tomarías vino, vinagre, uvas ni higos. ¿Quieres añadir algo tú misma a este voto? Puedes pensarlo durante la comida. (A los judíos, y especialmente a las niñas judías, les gusta el vinagre; y a María también le gustaba mucho.) Después de varias preguntas parecidas le quitaron a María el primer traje y la pusieron el segundo. Primero un caftán azul celeste, luego una pechera muy rica, una capa azul y blanca y un velo brillante como la seda con pliegues en la nuca como el de las monjas, sujeto a la cabeza con una corona de colores con capullos de flor y hojitas verdes de seda. A continuación los sacerdotes la pusieron un velo blanco delante de la cara, recogido por arriba como un tocado. Tres pasadores {a distinta distancia} recogían el velo encima de la cabeza, de modo que podía ocultar a la vista toda la cara, la mitad o la tercera parte. Los sacerdotes la instruyeron en el uso del velo, cómo debía levantarlo ligeramente para comer y dejarlo caer si la preguntaban y contestaba. Durante la comida, para la cual todos los reunidos pasaron a la pieza contigua, la instruyeron también sobre toda clase de leyes y costumbres. María estaba entre dos sacerdotes y tenía otro sentado enfrente. Las mujeres y niñas estaban en un extremo de la mesa y separadas de los hombres. Durante la comida, varias veces siguieron examinando a la niña con preguntas y respuestas sobre el uso del velo. La dijeron: «Ahora todavía puedes tomar de todas las comidas» y le ofrecieron varias cosas para tentarla, pero María solo tomó un poco de unos pocos manjares y los asombró con la inocente sabiduría de sus respuestas. Durante la comida y todo el examen vi a su lado ángeles que la apoyaban y dirigían en todo. Después de la comida pasaron todos otra vez a la estancia del altar, donde volvieron a desvestir a la niña e inmediatamente la pusieron el traje de ceremonia. {La hermana de Santa Ana y un sacerdote la revistieron de los nuevos vestidos. El sacerdote explicaba el significado de cada pieza, relacionándola con cosas espirituales.} Era un caftán color añil con flores amarillas, recogido y abullonado por un bolero o corpiño bordado en colores que terminaba en pico. La pechera y la espalda del corpiño estaban atados en ambos costados. Encima la pusieron una capa añil, más amplia y solemne que los anteriores, que por detrás terminaba en redondo y tenía algo de cola. Tenía por delante a cada lado tres franjas bordadas en plata de arriba abajo y entre ellas se veían esparcidos capullos de rosa de oro. La capa se cerraba sobre el pecho con una tira horizontal, que a su vez estaba sujeta al corpiño con un botón para que no se abriera. La capa estaba abierta hasta por debajo del corpiño y formaba a los lados dos espacios para descansar los brazos. Más abajo, la capa estaba cerrada con botones o ganchos y entre sus bordes dejaba ver de allí hasta abajo cinco franjas de bordados. La orla también estaba bordada. La espalda de la capa caía en amplios pliegues que se veían por ambos lados junto a los brazos. Después la pusieron un velo grande tornasolado que era por un lado blanco y por el otro añil, y que le caía hasta los ojos. Esta vez la pusieron la corona, que consistía en un aro delgado y ancho, cuyo borde superior era más amplio que el inferior y que estaba festoneado y con botones. La corona estaba cerrada por arriba con cinco arcos que se reunían en un botón. Los arcos estaban forrados de seda, pero el aro de la corona, que por dentro brillaba dorado, estaba adornado con rositas de seda y cinco perlas o piedras preciosas. Con este traje solemne, cuya significación también la explicó minuciosamente el sacerdote, llevaron a María al estrado escalonado que estaba delante del altar. Las niñas estaban a sus lados. María declaró entonces a lo que se obligaba a renunciar en el Templo: No quería comer carne ni pescado, ni beber leche sino agua con zumo de caña que es lo que beben los pobres en la Tierra Prometida, algo así como el agua de cebada o de arroz que beben los nuestros. De vez en cuando tomaría también un poco de zumo de terebinto en el agua, que es como un aceite blanco que se estira mucho y es muy reconfortante, pero no tan fino como el bálsamo. Renunció a todas las especias y no quería tomar más fruta que una especie de bayas amarillas que crecen en racimitos; las conozco bien, allí las toman los niños y la gente modesta. Quería dormir en el suelo desnudo y levantarse a rezar tres veces por la noche; las otras chicas solo se levantaban una. Con estas palabras, los padres de María se conmovieron profundamente y Joaquín la abrazó llorando y la dijo: —¡Hija mía querida; eso es demasiado duro! ¡Si quieres vivir tan austeramente, tu viejo padre no llegará a verte más! Era muy conmovedor escuchar todo esto; pero los sacerdotes la dijeron que se levantara por la noche solamente una vez como las demás chicas, y además suavizaron las demás condiciones: por ejemplo, los días festivos, María debería comer pescado. En Jerusalén había un gran mercado de pescado situado en uno de los parajes más bajos de la ciudad, que recibía también el agua del estanque de Betesda. Como una vez se secó, Herodes quiso construir un acueducto y pagar los costos vendiendo las vestiduras sagradas y los vasos del Templo, con lo que casi organizó un levantamiento. Los esenios de todas partes vinieron a Jerusalén a oponerse, pues ahora me acuerdo de repente que ellos tienen la inspección de las vestiduras sacerdotales. Los sacerdotes aún la dijeron más: —Muchas de las otras doncellas que han sido aceptadas en el Templo sin ajuar ni manutención se han comprometido con permiso de sus padres, tan pronto lo permiten sus fuerzas, a lavar las vestiduras sacerdotales salpicadas de sangre y otros paños de lana gruesa. Es un trabajo pesado que a menudo cuesta ensangrentarse las manos; tú no tienes necesidad porque tus padres van a mantenerte. Inmediatamente María expuso sin titubeos que también emprendería a gusto este trabajo si la consideraban digna de ello, y con tales preguntas y respuestas se completó la fiesta de investidura. Durante estas ceremonias sagradas vi a María tan alta que sobresalía por encima de los sacerdotes, con lo que se me daba imagen de su gracia y su sabiduría. Los sacerdotes estaban embargados de jubiloso asombro. Como conclusión de los actos, vi que el sacerdote principal bendijo a María. La niña estaba de pie en el tronito elevado entre dos sacerdotes. El que la bendijo, estaba frente a ella, y los otros dos a sus lados. Los sacerdotes rezaron oraciones de los rollos, contestándose alternativamente. El sacerdote principal la bendijo extendiendo sus manos sobre ella. Con esta ocasión se me ofreció una maravillosa mirada al interior de la Niña María. Con la bendición del sacerdote la vi completamente transida de luz. En una gloria inexpresable bajo su corazón tuve la misma visión que al contemplar el Santísimo del Arca de la Alianza: en un círculo luminoso de la forma del cáliz de Melquisedec vi las indescriptibles figuras luminosas de la Bendición que eran como trigo y vino, carne y sangre que se esforzaran en reunirse. Al mismo tiempo vi encima de esta aparición como si el corazón de María se abriera como la puerta de un templo, y que el Misterio, en torno al cual se había formado una especie de trono celestial con gemas llenas de significado, entraba en su corazón abierto. Fue como ver entrar el Arca de la Alianza en el Santísimo del Templo. Cuando esto pasó, su corazón cobijó el sumo bien que había entonces en la Tierra. Ya no lo vi más y solo vi a la santa niña traspasada por la gloria de su ardiente intimidad; levitaba sobre el suelo como transfigurada. Durante esta aparición supe también que uno de los sacerdotes [que, cuando lo narró en 1820, Ana Catalina creía que era Zacarías] tuvo por aviso divino la convicción interior de que María era el vaso elegido del Misterio de la Salvación, pues le vi recibir un rayo de la Bendición que yo había visto simbólicamente entrar en ella. Los sacerdotes llevaron entonces a la niña, bendecida y con sus máximas galas, a sus conmovidos padres. Ana levantó la niña hasta su pecho y la besó con solemne recogimiento. Muy conmovido, Joaquín la tendió la mano con seriedad y respeto. La hermana mayor de María abrazó a la niña bendita y engalanada con mucha más viveza que Ana, que era reflexiva y templada en todos sus actos. María Cleofás, sobrina de la santa niña hizo como todos los niños y la echó alegremente los brazos al cuello. Cuando todos los presentes acabaron de saludar a la niña, la quitaron el traje de fiesta y apareció de nuevo con sus ropas habituales. Hacia el anochecer, varios de los presentes y entre ellos los sacerdotes, regresaron a sus casas. Vi que tomaron un bocado de pie, pues en una mesa baja había panecillos y frutas en fuentes y platitos. Todos bebían de la misma jarra. Las mujeres comían aparte. Entré por la noche en casa de los padres de María. Algunos de los parientes que habían asistido a la ceremonia todavía estaban durmiendo, pero la familia propiamente dicha se afanaba con los preparativos del viaje. Delante del fogón estaba encendida la lámpara colgante de varios brazos. Progresivamente se pusieron en movimiento todos los habitantes de la casa. Ayer por la mañana Joaquín ya había enviado por delante con unos criados los animales para la ofrenda en el Templo; eran los cinco más hermosos que tenía de cada especie, un rebaño muy lucido. Ahora le vi ocupado en empacar y cargar los enseres de viaje sobre la bestia de carga que estaba delante de la casa. Sujetaron bien en el animal los trajes de María, que iban en paquetes separados y bien ordenados, así como los regalos para los sacerdotes; pusieron al animal una carga respetable. El centro del lomo estaba cubierto con un ancho fardo y formaba un cómodo asiento. Ana y las demás mujeres lo tenían todo ordenado en bultos fáciles de llevar. De los costados del burro colgaban cestas de varias clases. En una de estas cestas, que tenía forma de sopera panzuda de gente rica, y una tapa redonda partida en medio para poderla abrir, había pájaros [sic] del tamaño de las perdices. Otras cestas, que eran como los cuévanos donde se llevan las uvas, contenían frutas de todas clases. Cuando el burro estuvo completamente cargado, lo cubrieron todo por encima con una colcha grande de la que colgaban gruesas borlas. Dentro de la casa todo estaba en movimiento como para salir de viaje. Vi una joven, la hermana mayor de María, que iba y venía con una lámpara, muy afanosa; la mayor parte del tiempo llevaba a su hija María Cleofás en la cadera. Aún reparé en otra mujer más, que me pareció una criada. Todavía estaban dos de los sacerdotes; uno era un anciano que llevaba una gorra terminada en punta encima de la frente, de la que colgaban franjas por encima de las orejas. El traje que llevaba encima era más corto que el interior y le colgaban correas hasta abajo como una estola; era el mismo que ayer se ocupó principalmente de examinar a María, y el que la bendijo. Todavía ahora dio varias instrucciones a María. María, que tenía un poco más de tres años, fina y tierna, estaba entonces tan crecida como nuestros niños de cinco años. Tenía el cabello rubio rojizo, liso pero rizado en las puntas, y más largo que María Cleofás, niña de siete años, cuyo rubio cabello era corto y rizado. La mayoría de los niños, igual que los adultos, llevaban trajes largos de lana parda sin teñir. Entre todos los presentes me llamaron mucho la atención dos chicos que no parecían ser de la familia ni tenían trato con nadie; era como si nadie los viera, pero eran cariñosos y muy graciosos con sus cabellos rubios y rizados y conmigo sí que hablaron. Ya tenían libros, creo que para estudiar. La Niña María, aunque ya sabía leer, no tenía ningún libro. Estos libros no eran como los nuestros, sino tiras largas como de medio codo de ancho, enrolladas en una vara de la que sobresalían botones a ambos lados. El mayor de los dos niños, que ya había abierto su libro, se me acercó, leyó una cosa del rollo y me la explicó. Eran letras extrañas, sueltas, doradas y escritas al revés, y cada letra parecía significar una palabra entera. La lengua me sonaba totalmente extraña, pero la entendía. Desgraciadamente ya he olvidado lo que me explicó, era algo de Moisés que quizás vuelva a recordar. El más pequeño llevaba su rollo en las manos como un juguete, brincaba puerilmente, iba y venía y hacía ondear su rollo jugando al aire libre. No puedo expresar de ningún modo lo que yo quería a estos niños ¡eran distintos a todos los presentes! Pero éstos parecían no reparar en ellos en absoluto. [Ana Catalina siguió hablando mucho rato de estos niños con infantil predilección, sin poder determinar exactamente quiénes eran realmente. Pero en la sobremesa, después que durmió unos minutos, dijo reflexivamente:] Yo vi en estos chicos un significado espiritual, pues naturalmente entonces no estaban allí presentes; solo eran símbolos de profetas. El mayor llevaba un rollo con toda seriedad. Me mostró el capítulo 3 del segundo libro de Moisés, cuando vio al Señor en la zarza ardiente y se le dijo que se quitara el calzado. Me explicó que así como la zarza ardía sin quemarse, así también ardía ahora el fuego del Espíritu Santo en la Niña María, y que ella llevaba en sí esta llama sagrada de modo totalmente infantil y sin darse cuenta. Esto también significaba que se acercaba el momento en que se reunirían la divinidad y la humanidad. El fuego significaba a Dios, la zarza a los seres humanos. El chico también me explicó lo de quitarse el calzado, pero ya no me acuerdo exactamente de su explicación; creo que significaba que ahora se quitaría la cáscara y saldría la sustancia del cumplimiento de la Ley; y que aquí habría más que Moisés y los profetas. El otro chico llevaba su rollo en un palo fino como una banderola y jugaba con el viento; ello significaba que María empezaba ahora alegremente su camino, su peregrinación, su carrera para ser madre del Salvador. Este chico era muy infantil y jugaba con su rollo, y esto significaba la infantil inocencia de María en quien descansaba tan gran promesa y que sin embargo jugaba en su santa vocación como una niña. Los chicos me explicaron siete pasajes de los rollos pero con las molestias que vivo se me ha olvidado todo menos lo que ya he dicho. —¡Oh, Dios mío! [exclamó la narradora] ¡Lo veo todo tan profundo y hermoso, tan sencillo y claro, y que no pueda contarlo ordenadamente y tenga que olvidar tantísimo por las cosas miserables y horribles de esta pobre vida! [Es espantosa la fuerza del pecado original en el ser humano, si se considera todo lo que olvidaba esta alma agraciada que no amaba lo terrenal. Todos los años por esta época veía a María salir de viaje para el Templo, y en los actos siempre se entrelazaba de algún modo la aparición de los dos profetas en forma de chicos. Pero a ella se le aparecían como chicos y no con su edad real porque no estaban realmente presentes, sino que para ella solo eran unos significados. Si consideramos que los pintores también introducen tales personas en sus cuadros históricos, solo para que sirvan para iluminar una verdad, no con su figura real, sino que suelen representarla con niños, genios, o ángeles, vemos que esta forma de representar no es un hallazgo poético sino que subyace en la naturaleza de todas las apariciones, pues estas apariciones no las ha inventado la narradora, sino que se las han mostrado. Un año antes, a mediados del 20 de noviembre de 1820, al contar sus contemplaciones de la ofrenda de María, la narradora mencionó también la aparición de estos chicos profetas en los siguientes términos: El 16 de noviembre al anochecer, le acercaron a Ana Catalina, que estaba durmiendo, el cilicio de una persona deseosa de mortificarse pero totalmente carente de dirección espiritual, que se había fabricado para su uso con una pesada correa de cuero atiborrada de clavos, tan exagerada que apenas había conseguido llevarlo una hora. Ya a una distancia de dos pies, Ana Catalina retiró sus manos de este cinturón con las siguientes palabras:] —Esto es incomprensible, imposible. Otros también he llevado yo misma un cilicio de éstos por una indicación interior para mortificarme y dominarme, pero era de puntas muy juntas y muy cortas de alambre de latón. Este cinturón de aquí es casi mortal, esa persona se lo ha hecho con gran esfuerzo, pero solo podía llevarlo unos minutos. Sin el permiso de un director espiritual experto nunca debe hacer algo así; por supuesto que él no lo sabía, ya que en su situación no tiene director espiritual, pero tales excesos son más dañinos que útiles. [La mañana siguiente, cuando contó lo que había contemplado por la noche en forma de viaje en sueños, y se acercaba al cuadro del viaje de María al Templo, Ana Catalina dijo después de otras cosas:] Después fui a Jerusalén, ya no estoy segura en qué época, pero era un cuadro de los antiguos reyes judíos que se me ha olvidado. Después tuve que ir andando hacia Nazaret a casa de la madre Santa Ana y en las afueras de Jerusalén se vinieron conmigo dos chicos que llevaban el mismo camino; uno llevaba muy serio en la mano un rollo de Escrituras, pero el pequeño llevaba su rollo atado a un bastoncito y jugaba alegremente con él como con un gallardete al viento. Me dijeron alegremente que se estaba cumpliendo el tiempo de sus profecías, pues estos chicos eran figuras de profetas. Yo tenía conmigo el cilicio desmesurado de aquella persona que me habían traído ayer. Lo enseñé, no sé por qué, a uno de estos chicos profetas, que era Elías, y me dijo: —Esto es una banda de martirio que no está permitido llevar. En el Monte Carmelo yo también he preparado y llevado un cinturón, y se lo he dejado a todos los hijos de mi orden, los carmelitas. Ése es el que debe llevar esa persona, y le resultará mucho más útil. Acto seguido me mostró un cinturón tan ancho como la mano donde estaban pintados toda clase de letras y líneas que significaban distintas luchas y vencimientos y señaló distintos puntos con las palabras: —Esto lo puede llevar esa persona ocho días; y esto, uno. ¡Ay!, ¡quisiera que esa buena persona supiera esto! Cuando nos acercamos a casa de la madre Ana y quise entrar, no lo conseguí, y mi guía, el ángel de mi guarda, me dijo: —¡Antes tienes que dejar mucho, solo tienes que tener nueve años! No sabía como hacerlo, pero él me ayudó ya no sé cómo; tenía que soltar tres años de mi vida, los tres años que estaba tan orgullosa de mis vestidos y siempre quería ser una tía muy fina [Brentano dulcifica la expresión pero añade entre paréntesis la expresión de Ana Catalina, eine so zierliche Dirne, que es más vigorosa.] En consecuencia, de repente tuve nueve años y entonces pude entrar en la casa con los chicos profetas. La Niña María salió a mi encuentro, tenía tres años y se comparó conmigo; era tan alta como yo si se ponía encima de mis pies. ¡Era tan amistosa, tan cariñosa y sin embargo, tan seria! Inmediatamente después de esto estuve con los chicos profetas en la casa. Nadie parecía reparar en nosotros y nosotros no molestábamos a nadie. Ellos, que ya hace muchos siglos eran ancianos, no se maravillaban nada de estar allí presentes como chicos jóvenes, y yo, que ya era una monja de cuarenta y tantos años, tampoco me maravillé de ser ahora una pobre aldeanita de nueve años. Cuando se está con gente santa, una solo se maravilla de la ceguera y el pecado de los hombres. [A continuación, como todos los años por esta época, contó la preparación del viaje de María al Templo. Que tuviera que entrar en el cuadro con la sensación de ser una niña de nueve años pudo deberse a que ni ella ni los profetas estuvieron realmente presentes allí y por eso los cambiaron a la edad infantil; los chicos representaban el cumplimiento de las profecías, y Ana Catalina la contemplación de ese cumplimiento. Ella sintió sobre todo que tenía que perder los tres años en que fue algo vanidosa con su ropa. Esto parece deberse a que María estuvo vestida en esta ceremonia con varios trajes de fiesta, y Ana Catalina debía contemplarlo con parecida humildad y únicamente según su significado espiritual. Que la Niña María se comparase con ella pudo significar: «Solo puedes contemplar esta sagrada ceremonia con sencillez y dignidad en esta edad de inocencia infantil», o también: «Tengo tres años y tu nueve y sin embargo soy tan alta como tú, pues en mi interior estoy muy por encima de mis años».] Al romper el día emprendieron viaje a Jerusalén; la niña María estaba tan deseosa de ir al Templo que se precipitó a salir de la casa para ir al burro. Los chicos profetas y yo estábamos en la puerta y la vimos; los chicos me mostraron más pasajes de sus rollos; uno decía que el Templo era magnífico pero aún más magnífico lo que encerraba. En la comitiva había dos animales de carga. Un criado que precedía siempre a la comitiva llevaba del ronzal a uno los burros, que estaba muy cargado. El otro burro, que también estaba cargado, estaba delante de la casa y tenía preparado el asiento donde sentaron a María. Iba vestida con el primer trajecito amarillento y envuelta en un gran mantilla o pañolón ceñido al cuerpo de modo que pudiera descansar los brazos dentro. Joaquín guiaba al burro y llevaba un bastón largo como un báculo de peregrino que terminaba en un gran pomo redondo. Ana iba un poco por delante con la pequeña María Cleofás. Una criada las acompañó todo el viaje. Además, algunas mujeres y niños los acompañaron un trecho del camino. Llevaban consigo un farol, pero su luz desapareció completamente para mí ante la luz que siempre veo en los cuadros de viaje que acompaña a la Sagrada Familia y a otros santos para iluminarles el camino, pero no sé si ellos también la veían. Al principio, para mí era como si yo caminara con los chicos profetas detrás de la Niña María. Luego, cuando María fue a pie, yo fui a su lado. A los chicos los oí cantar varias veces el salmo 44: «Eructavit cor meum verbum» y el 49: «Deus, deorum dominus, locutus est», y me enteré por ellos que los dos coros cantarían para recibir a la niña en el Templo; los oiré cuando lleguen. El camino empezaba bajando un cerro y luego volvía a subir. Cuando ya era de mañana y el día estuvo claro, la comitiva descansó en una fuente en la que nacía un arroyo y había un prado. Los viajeros descansaron junto a un seto de balsameros. Debajo de estos setos siempre había cuencos de piedra para recoger las gotas de bálsamo con que los viajeros se refrescaban y llenaban sus jarritas. En los setos había allí también otras bayas que los viajeros recogieron y comieron; también comieron panecillos. Aquí desaparecieron ya los chicos profetas. Uno de ellos era Elías, el otro a mí me parecía Moisés. La Niña María los veía bien, pero no decía nada; los veía en la forma que de niña una ve aparecer junto a sí niños santos, o ya de mayor, jóvenes o vírgenes santas, y no se lo dice a los demás porque en tal estado una está muy tranquila y recogida. Más tarde los vi entrar en una casa solitaria donde los acogieron bien y comieron. Me dio la impresión que aquí vivían parientes. Desde aquí enviaron a casa a la pequeña María Cleofás. A lo largo del día todavía di algunos vistazos al viaje, que era bastante pesado; tenían que pasar valles y montañas. En los valles con frecuencia había niebla fría y rocío, pero también vi sitios soleados que ahora estaban en floración. Antes de llegar a su alojamiento nocturno atravesaron un riachuelo. La noche la pasaron en un albergue al pie de un monte sobre el que hay una ciudad; desgraciadamente ya no estoy segura del nombre, pero esta ciudad la veo muchas veces en relación con otros viajes de la Sagrada Familia y por eso me puedo equivocar fácilmente de nombre2 . Yo solo puedo decir, pero no completamente segura, que viajaron en la dirección del camino que Jesús recorrió en septiembre de su trigésimo año de Nazaret a Betania para ir al bautismo de Juan y el mismo camino que siguió la Sagrada Familia en su huida de Nazaret a Egipto. En la huida, el primer albergue estuvo en Nazara, una aldea que está entre la ciudad situada en lo alto y Masaloz, y ciertamente cercana a ambos. Veo constantemente tantos lugares a mi alrededor y oigo tantos nombres, que muy fácilmente los trastrocó. Mientras se sube al monte hay varios barrios que pertenecen todos ellos a la ciudad de arriba. En la ciudad están escasos de agua y tienen que subirla con cuerdas. Por allí hay viejas torres en ruinas. En la cumbre del monte hay una torre como de vigía, con un armazón de vigas y cuerdas que sirve para subir cosas de la parte baja de la ciudad, con tantas cuerdas que casi parece la arboladura de un barco. Desde el pie del monte hasta arriba hay más de una hora; la comitiva se metió en el albergue que está debajo. Desde este monte se puede ver hasta muy lejos. En una parte de la ciudad vivían paganos que los judíos tenían esclavizados y que estaban obligados a todo género de prestaciones como, por ejemplo, trabajar en el Templo y en otras construcciones. [El 4 de noviembre de 1821 dijo:] Al anochecer de hoy he visto que Joaquín y Ana, la Niña María, una criada y el criado que muchas veces va delante con el burro más cargado, llegaron a un albergue que está a doce horas de Jerusalén. Aquí encontraron a los rebaños que habían enviado por delante, los cuales reanudaron inmediatamente su marcha. A Joaquín lo tienen que conocer bien por aquí, pues estaba como en su casa. Sus ofrendas de ganado siempre las mete aquí. También estuvo aquí cuando volvió a Nazaret después de llevar vida escondida con sus pastores. La Niña María durmió aquí con su madre. Estos días he tenido tanto quehacer con las pobres ánimas que me parece que he olvidado algo del viaje al Templo. Hoy al anochecer vi que la Niña María y sus padres llegaron a una ciudad que está apenas a seis horas al noroeste de Jerusalén; se llama Bezorón y está al pie de un monte. Para llegar aquí han tenido que pasar un riachuelo que desemboca a poniente, en el mar, en la comarca de Jope donde Pedro enseñó después de recibir el Espíritu Santo. Cerca de Bezorón se han librado grandes batallas; las he visto pero que se me han olvidado. (Jos 10, 11.1; Mac 7, 39-49). Desde aquí aún tenían dos horas hasta un lugar de la carretera desde donde ya puede verse Jerusalén. Oí también el nombre de esa carretera o ese lugar pero ya no puedo recordarlo con precisión3 . Bezorón es un pueblo grande, una ciudad levítica. Crecen por allí hermosas y grandes viñas y muchas otras frutas. La Sagrada Familia entró en una casa bien arreglada que era de unos amigos. El marido era maestro de una escuela levítica y todavía había varios niños en la casa. Lo que más me maravilló fue ver aquí también algunas parientes de Ana con sus niñas, que yo creía que habían vuelto a casa [desde Nazaret], pero que nos han precedido por un atajo más corto, probablemente para anunciar que llegaba la Sagrada Familia. Estaban aquí con sus niñas las parientes de los alrededores y las de Nazaret, Séforis, Zabulón, que algunas estuvieron también en Nazaret en el examen; por ejemplo, estaba la hermana mayor de María con su hijita María Cleofás, y la hermana de Ana que vivía en Séforis con sus hijas. Aquí han tenido una verdadera fiesta; llevaron a la Niña María a un salón en compañía de las demás niñas, y la sentaron en un asiento elevado y revestido, preparado como si fuera un tronito. Entonces el profesor de la escuela y los demás presentes volvieron a hacerla toda clase de preguntas y la pusieron su corona. Todos se asombraron de la sabiduría de sus respuestas. También oí hablar de la sabiduría de otra doncella que poco tiempo antes había pasado por aquí en su viaje de vuelta a casa desde la escuela del Templo. Se llamaba Susana y más tarde siguió a Jesús con las santas mujeres4 . María iba a ocupar el puesto de Susana, pues el número de niñas del Templo era fijo. Susana tenía 15 años cuando salió del Templo y era por consiguiente once años mayor que María. Ana, la madre de María, también se había educado en el Templo, pero solo desde los cinco años de edad. La dulce Niña María estaba muy contenta por estar tan cerca del Templo y vi que Joaquín la apretaba contra su corazón entre lágrimas y decía: —Mi niña. ¡Quizá no te vuelva a ver! La comida estaba preparada y, mientras todos se tendían a la mesa, María iba alrededor de ellos dulce y alegremente, y a veces se apretaba junto a su madre o se ponía por detrás y la abrazaba el cuello con sus bracitos. [El 6 de noviembre:] La comitiva salió hoy muy temprano de Bezorón para Jerusalén; la acompañaban todos los presentes: parientes y niñas y la gente del albergue, con regalos de frutas y ropa para la niña; me pareció que en Jerusalén iban a tener una fiesta. Supe con seguridad que María tenía tres años y tres meses, pero ya estaba como aquí las niñas de cinco a seis años. La comitiva no pasó por Gofna ni por Ussen Sheera, donde los conocían bien, sino por sus comarcas. {Vi que el maestro de los levitas y su familia los acompañaron a Jerusalén. Cuanto más se acercaban a la ciudad tanto más se mostraba María contenta y ansiosa. Solía correr delante de sus padres.} Hoy a mediodía he visto llegar a Jerusalén a la Niña María y su comitiva de acompañantes. Jerusalén es una ciudad extraña; no hay que imaginársela en absoluto con tanta gente por la calle como por ejemplo en París. Dentro de Jerusalén hay muchos barrancos muy pendientes que discurren por detrás de las murallas de la ciudad, y a los que no dan puertas ni ventanas. Las casas que están arriba, al otro lado de los barrancos, miran al lado opuesto, pero al construir nuevos barrios, siempre en lo alto de lomas, han ido quedando en medio las murallas de la ciudad. Muchas veces estos barrancos están atravesados por arriba por puentes de piedra altos y sólidos. En la mayoría de las casas, la parte habitada mira al interior en torno a un patio; a la calle solamente dan los portales o acaso una terraza encima del muro. Fuera de esto, las casas están muy cerradas y los habitantes, cuando no tienen qué hacer en el mercado o no van al Templo, pasan la mayor parte del tiempo en el interior del patio y de la casa. En conjunto, las calles de Jerusalén son bastante tranquilas, excepto en la zona de mercados y palacios por donde van y vienen soldados y viajeros y donde también hay más vida y más trasiego entre las viviendas y la calle. Roma misma es mucho más agradable, no es tan estrecha ni tan empinada y en las calles hay mucha más vida. En las épocas en que todos se reúnen en el Templo, muchas partes de la ciudad están prácticamente muertas. Jesús y sus discípulos pudieron deambular tantas veces por la ciudad sin que los molestaran gracias a que los habitantes estaban recogidos en sus casas y a tantos barrancos solitarios. En la ciudad no sobra el agua. Muchas veces se ven construcciones de arcos para llevarla y torres para subirla o bombearla. En el Templo, donde usan mucha agua para lavar y purificar los vasos, son muy ahorrativos con ella. Suben el agua a lo alto con grandes instalaciones de bombeo. En la ciudad hay muchos mercaderes que en su mayoría tienen los puestos reunidos en mercados rodeados de porches o en tenderetes ligeros en las plazas públicas. Así por ejemplo, no lejos de la Puerta del Cordero hay mucha gente que comercia con todo género de joyería, oro y piedras centelleantes. Tienen tiendas redondas y ligeras que son totalmente marrones como si estuvieran pintadas con pez o resina, ligeras pero totalmente sólidas. Dentro hacen sus negocios y tienden entre las tiendas unas lonas y debajo exponen sus mercancías. El monte donde está el Templo por el lado donde la pendiente es más suave está rodeado por varias calles de viviendas que están detrás de gruesos muros y en terrazas unas encima de otras; en unas viven sacerdotes y en otras, los modestos servidores del Templo que hacen los servicios más bajos, como por ejemplo, limpiar las zanjas por las que salen todos los desechos del ganado sacrificado en el Templo. Esta zanja está muy negra por el lado donde el monte del Templo baja con mucha pendiente [Ana Catalina señaló al Norte]. Arriba, hay en torno al Templo una franja verde donde los sacerdotes tienen huertos y jardines de toda clase. En tiempos de Jesús, algunas partes del Templo todavía seguían en obras; no terminaban nunca. El monte del Templo contiene mucho mineral que sacaron durante la construcción para emplearlo arriba; debajo del Templo había muchas fundiciones y bóvedas. En el Templo nunca encontré para mí un sitio adecuado para rezar. ¡Es todo tan extraordinariamente grueso, sólido y alto! Hay muchos patios, pero son estrechos y oscuros y están obstruidos por muchos andamios y bancadas. Cuando hay mucha gente dentro, con aquellos gruesos muros y columnas, el Templo se hace terrible e incluso angosto. Aunque todo lo hacen con indecible orden y limpieza, esa continua matanza [de reses] y toda esa sangre me resultan opresivas. Creo que hace mucho tiempo que no veía tan claramente como hoy todos los edificios, caminos y atajos, pero son tantas cosas que no podré contarlo bien. Los viajeros y la niña se habían acercado a la ciudad por la parte Norte pero no entraron por allí sino por donde ya empiezan los jardines y palacios de la ciudad. Torcieron a Oriente y contornearon la ciudad siguiendo parte del Valle de Josafat dejando a su izquierda el Monte de los Olivos y el camino de Betania. Entraron en la ciudad por la Puerta del Cordero que lleva al Mercado de Ganado; junto a esta puerta hay un estanque donde se lavan por primera vez y le quitan lo más gordo a los ganados destinados al sacrificio. Sin embargo, éste no es el estanque de Betesda. Después de un rato dentro de la ciudad, la comitiva volvió a torcer a la derecha y atravesó una muralla como para entrar en otro barrio. Iban por un barranco largo dentro de la ciudad, en uno de cuyos lados se alzaban los altos muros de un barrio más alto. Dentro de la ciudad siguieron más a Poniente, a la zona del Mercado de Pescado donde se encontraba la casa paterna de Zacarías de Hebrón. Zacarías siempre se alojaba en ella cuando tenía servicio en el Templo y ahora también estaba en la ciudad, pues justo acababa de terminar su servicio y se había quedado unos días en Jerusalén solo para asistir a la entrada de María en el Templo, pero ahora no estaba allí cuando entró la comitiva. Aquí en la casa estaban otros parientes de las comarcas de Belén y Hebrón con sus niñas; por ejemplo, dos hijas de una hermana de Isabel que no estaba allí. Todas estas parientes, con muchas niñas pequeñas que llevaban coronas y ramitas, salieron casi hasta un cuarto de hora de distancia al encuentro de la comitiva que venía por el barranco. La recibieron con jubilosa alegría y los llevaron a la casa familiar de Zacarías, donde hubo una auténtica fiesta. Les dieron un tentempié y luego prepararon todo para guiarlos a un albergue de fiestas que hay cerca del Templo. Ya antes habían trasladado la ofrenda de ganado de Joaquín desde la zona del Mercado de Ganado a las cercanías del albergue de fiestas. Zacarías vino también de su casa paterna a buscar allí a la comitiva. Pusieron a la Niña María el segundo traje de gala y la capita azul celeste, y todos se pusieron en procesión. Zacarías iba delante con Joaquín y Ana, luego seguía María rodeada de cuatro niñas vestidas de blanco, y cerraban la comitiva los demás parientes y las niñas. Pasaron por varias calles junto al palacio de Herodes y la casa donde más tarde vivió Pilatos. Fueron hacia la esquina nororiental del Monte del Templo, y dejaron a su espalda la fortaleza Antonia, un edificio alto y grande situado junto al lado noroccidental del Templo. Tuvieron que subir muchas escaleras a una alta muralla; la Niña María subió sola con jubilosa agilidad; la querían llevar, pero ella no lo consintió, lo que asombró mucho a todos. La casa a la que iban era un albergue para fiestas no lejos del Mercado de Ganado. En los alrededores del Templo había cuatro de estos albergues y Zacarías había alquilado éste para ellos. Era un gran edificio con cuatro corredores alrededor de un gran patio, y en los corredores había lugares para dormir así como mesitas bajas y largas. También había una sala espaciosa con un fogón para cocinar. Muy cerca estaba el patio donde estaba el rebaño que traía Joaquín para la ofrenda. A ambos lados de este edificio vivían servidores del Templo, y empleados del sacrificio de ganados. Cuando entraron en el albergue les lavaron los pies en su calidad de recién llegados; hombres a los hombres y mujeres a las mujeres. Luego los llevaron a una sala en cuyo centro colgaba del techo una lámpara de varios brazos encima de un gran caldero de bronce con asas lleno de agua y se lavaron en él cara y manos. Descargaron la acémila que traía Joaquín, y un criado se la llevó al establo. Joaquín, que ya se había apuntado para la ofrenda, siguió a los servidores del Templo al patio contiguo, donde éstos examinaron su ofrenda de ganado. Luego, Joaquín y Ana fueron con la Niña María a la vivienda de un sacerdote que estaba más arriba. También aquí echó a correr la niña como empujada por un espíritu, subiendo los escalones con maravillosa energía. Los dos sacerdotes que vivían en la casa, uno muy anciano y otro joven, les dieron una amistosa bienvenida; ambos habían asistido en Nazaret al examen y los estaban esperando. Tras conversar sobre el viaje y la inminente ofrenda, los sacerdotes mandaron llamar a una de las mujeres del Templo, una viuda de edad avanzada que se ocuparía de tutelar a la niña. Esta viuda vivía cerca del templo con otras mujeres parecidas que hacían toda clase de labores femeninas y educaban a las niñas. Su vivienda estaba un poco más lejos del Templo que las edificaciones inmediatamente pegadas a él, donde estaban las celdas de oración de las mujeres y de las niñas consagradas al Templo, desde las cuales se podía mirar al Santo sin dejarse ver. La matrona que llegó estaba tan completamente envuelta en su ropa que solo se la veía un poquito la cara. Los sacerdotes y los padres la presentaron su futura pupila, la Niña María; la matrona estuvo solemne pero amistosa, y la niña, seria, humilde y respetuosa. Padres y sacerdotes instruyeron a la matrona sobre el carácter de la niña y hablaron varias cosas referentes a la entrega solemne. La matrona los acompañó de vuelta al albergue de fiestas, donde recibió un fardo con los enseres pertenecientes al ajuar de la niña, y se fue con ellos a prepararlo todo en la habitación de la niña. La gente que había acompañado a la comitiva desde casa de la familia de Zacarías, se volvió a ella y en el albergue que había alquilado Zacarías solo quedaron los parientes que habían venido con la Sagrada Familia. Entonces, las mujeres se arreglaron y luego lo prepararon todo para la comida de fiesta del día siguiente. [Ana Catalina contó el 7 de noviembre:] Me he pasado el día contemplando los preparativos de la ofrenda de Joaquín y del ingreso de María en el Templo. Desde muy temprano, Joaquín y algunos hombres más llevaron el ganado hacia el Templo pero antes de llegar, algunos sacerdotes volvieron a examinarlo y rechazaron algunos animales, que inmediatamente llevaron al Mercado de Ganado de la ciudad. El ganado que fue aceptado lo llevaron al Patio de los Sacrificios, donde ocurrieron muchas cosas que ya no sé repetir como es debido. Recuerdo que, antes que lo sacrificaran, Joaquín ponía la mano en la cabeza a cada animal ofrecido. Tenía que recoger la sangre y algunas partes de los animales en unos recipientes. Allí había mesas, columnas y cacharros donde todo lo troceaban, distribuían y ordenaban. Tiraban la espuma de la sangre, y también apartaban la grasa, el hígado y el bazo. También lo salaban todo. Los intestinos de los corderos los limpiaban, los rellenaban con algo y los volvían a poner en el cordero, que así parecía que estaba entero. A los animales les ataban todas las patas en cruz. Mucha de la carne la llevaron a otro patio, a las doncellas del Templo, que algo hacían con ella; quizá tuvieran que preparar la comida para los sacerdotes o para sí mismas. Todo esto se hacía con un orden inconcebible; los sacerdotes y levitas iban y venían siempre de dos en dos y aunque el trabajo era abundante y muy difícil, todo iba como la seda. Las piezas saladas y preparadas para la ofrenda se dejaban hasta el día siguiente que es cuando realmente se ofrendarían. Hoy hubo fiesta y comida en el albergue; contando los niños, había allí casi cien personas. Estaban presentes 24 niñas de distintas edades y entre ellas Serafia, a la que llamaron Verónica después de la muerte de Jesús, que era una niña ya bastante crecida y como de diez o doce años. Las niñas preparaban guirnaldas y coronas para María y las que la acompañaban, y también adornaron siete cirios o antorchas parecidos a candelabros, pero sin pie y en forma de cetro, en los que arriba ardía una llama que ya no sé si era de aceite o de cera. Durante la fiesta, varios sacerdotes y levitas entraron y salieron del albergue y también participaron en la comida; y como se asombraron de la cuantía de la ofrenda de Joaquín, éste les dijo que quería mostrarse agradecido ahora en la medida de sus fuerzas, en consideración a la vergüenza que había sufrido en el Templo cuando no aceptaron su ofrenda, y de la misericordia de Dios que había escuchado su súplica. Hoy vi a la Niña María pasear por el paraje donde estaba la casa. He olvidado muchas otras cosas.