[La Iglesia habla de esta fiesta con palabras del Cantar de los Cantares:
Voz de mi amado: vedlo como viene, saltando montes y brincando el collado. Mi
amado es como un corzo o cervatillo; ¡mira! está detrás de nuestra pared, mira por la
ventana y por la reja. ¡Mira! me habla:
—¡Levántate, corre, amiga mía, paloma mía, hermosa mía y ven! Pues ya ha pasado
el invierno y ya ha pasado la lluvia, y ha cesado. Las flores aparecen en nuestros campos; el
tiempo de la nieve ya se ha ido; la voz de la tórtola se ha oído en nuestros campos; la
higuera hace brotar sus higos; las viñas florecidas dan su aroma. ¡Levántate, amiga mía,
hermosa mía y ven! Paloma mía: en los agujeros de las peñas, en los agujeros de los muros,
muéstrame tu rostro y haz sonar tu voz en mis oídos, pues tu voz es dulce y tu cara
hermosa.] Unos días después de la Anunciación del ángel a María, José volvió a Nazaret y
estuvo arreglando todavía en su casa varias cosas de su oficio, pues antes nunca había
vivido en Nazaret y apenas había pasado allí un par de días. José no sabía nada de la
Encarnación de Dios en María, y ella, que era la Madre de Dios, pero también la esclava del
Señor, guardaba humildemente su secreto.
Cuando la Santísima Virgen sintió que el Verbo se había encarnado en ella, tuvo
grandes deseos de visitar enseguida a su prima Isabel en Juta, cerca de Hebrón, de quien el
ángel la había dicho que estaba embarazada de seis meses.
Como se acercaba la época en que José quería ir a Jerusalén para la Pascua, María
quería acompañarle para estar con Isabel en su embarazo, así que José emprendió viaje a
Juta con la Santísima Virgen. Viajaban hacia el sur; María montaba de vez en cuando el burro cargado de bultos
entre los que me parece que estaba el zurrón de José, de punto y a rayas, con un largo
vestido marrón de María que tenía una especie de capucha. Este vestido se cerraba por
delante con cintas y María se lo ponía para ir a la sinagoga o al Templo. Para el viaje,
María vestía una túnica de lana parda y encima un vestido gris con faja, y un pañuelo color
hueso en la cabeza.
Hicieron el largo camino bastante deprisa. Después que rebasaron por el Sur la
llanura de Esdrelón, llegaron a casa de un amigo del padre de José situada en un altozano,
en la ciudad de Dozán. Era un hombre pudiente originario de Belén; a su padre le llamaban
hermano del padre de José sin que lo fuese, pero era también de la estirpe de David a través
de uno que también fue rey, según creo, que se llamó Ela, Eldoa o Eldad, ya no sé
exactamente. Esta localidad tiene muchos comercios1
.
Una vez los vi pernoctar en un cobertizo; luego al anochecer los vi en un bosque a
unas doce horas de distancia de donde vivía Zacarías; se recogieron en una choza que era
para viajeros de ramas entrelazadas cubierta de verdor y con hermosas flores blancas. Aquí
en este país, junto a los caminos, hay muchas de estas enramadas abiertas, y casas de obra
donde los viajeros pueden pasar la noche, refrescarse y preparar la comida que lleven.
Muchos de estos albergues los inspecciona alguna familia que vive cerca y que suministra
lo necesario por una pequeña gratificación.
[Aquí parece haber una laguna en la narración. La Santísima Virgen probablemente
estuvo con José en la Pascua de Jerusalén, y desde allí fue a casa de Isabel, pues se ha
mencionado más arriba el viaje de José a la Pascua, mientras que más abajo se dice que
Zacarías volvió a casa de la Pascua el día anterior a la Visitación de María.]
No fueron directamente de Jerusalén a Juta, sino que dieron un rodeo por Oriente
para ir más solitarios. Rodearon un pueblecito que está a dos horas de Emaús y luego
pasaron por algunos caminos que Jesús frecuentó en sus años de predicación.
Luego tuvieron que pasar dos montes. Una vez vi que se sentaron a descansar entre
los montes para comer pan y mezclar en el agua de beber unas gotas de bálsamo que habían
recogido durante el viaje. Todo esto de por aquí era muy montañoso; los viajeros pasaron
junto a rocas que eran más anchas por arriba que por abajo, y también se veían por allí
grandes simas y toda clase de piedras extrañas. En cambio los valles eran muy fértiles.
Su camino los llevó después por bosques, brezales, prados y campos. Hacia el final
del camino reparé especialmente en una planta con finas hojitas verdes que tiene racimos de
nueve campanillas o copitas cerradas de color rosa pálido; tienen algo y tuve que hacer algo
con ellas, pero se me ha olvidado. La casa de Zacarías se hallaba en una colina aislada; por los alrededores había
grupos de casas y no lejos de allí bajaba de la montaña un torrente bastante caudaloso.
Me parece que ésta era la época en que Zacarías volvía a casa de la Pascua en
Jerusalén. Vi que Isabel, impulsada por un poderoso anhelo, salió de casa un buen trecho
por el camino de Jerusalén, y que Zacarías, que venía de regreso, se asustó mucho de que
en su estado se alejara tanto por el camino a su encuentro. Ella le dijo lo conmovido que
tenía el corazón, y que no hacía más que pensar que venía a verla su prima María de
Nazaret. Zacarías trató de quitarla la idea escribiendo en su pizarrita, y la dio a entender lo
inverosímil que era que una recién casada emprendiera tan largo viaje; luego volvieron
juntos a casa.
No obstante, Isabel se resistía a abandonar sus esperanzas, pues había sabido en
sueños que una de su familia se había convertido en madre del Mesías prometido. Había
pensado que se trataba de María, suspiraba por ella y en espíritu la había visto que venía de
camino a lo lejos. Había preparado en su casa, a la derecha de la entrada, una salita con
asientos y allí estuvo sentada el día siguiente aguardando anhelante mucho tiempo y
mirando a ver si llegaban; luego se levantó y salió un buen trecho a su encuentro.
Isabel era una mujer grandona, entrada en años, de carita fina, y que llevaba velada
la cabeza; solo conocía a María de oídas.
Cuando María la vio de lejos la reconoció inmediatamente y se apresuró a ir a su
encuentro adelantándose a San José, que se quedó rezagado. María estaba ya entre las casas
vecinas, cuyos vecinos, conmovidos por su maravillosa belleza y sobrecogidos por la
majestad sobrenatural de todo su ser, se retiraron tímidamente cuando la Virgen se encontró
con Isabel.
Ambas se saludaron cariñosamente ofreciéndose las manos, y en ese momento vi
resplandecer a la Santísima Virgen y como si un rayo de luz pasase de ella a Isabel, con lo
que ésta se conmovió maravillosamente. Pero no se quedaron delante de la gente sino que,
tomándose del brazo fueron a la casa a través del patio delantero. En la puerta de la casa
Isabel volvió a dar a María la bienvenida y entraron.
José, que había entrado en el patio llevando al burro, se lo entregó a un criado y fue
a ver a Zacarías a un pórtico abierto a un lado de la casa; saludó humildemente al viejo y
venerable sacerdote, que le abrazó cordialmente y conversó con él escribiendo en la
pizarrita, pues estaba mudo desde que se le apareció el ángel.
Isabel y María pasaron la puerta de la casa y entraron en una sala que me parece que
era también la cocina. Allí se tomaron de los dos brazos; María saludó a Isabel con mucho
cariño y se arrimaron sus mejillas.
Otra vez volví a ver que María irradiaba una luz a Isabel, con la que ésta se volvió
totalmente traslúcida y su corazón se enterneció y conmovió de gozo santo y se llenó de
fervor. Dio entonces un paso atrás con las manos en alto y llena de humildad, alegría y
exaltación, exclamó:
—Bendita eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde me
llega que venga a mí la madre de mi Señor? Mira, cuando tu saludo llegó a mis oídos, el
niño saltó de alegría bajo mi corazón. ¡Oh, bienaventurada seas! Tú has creído y se
cumplirá lo que se te ha dicho de corazón.
Con estas últimas palabras llevó a María al cuartito que había preparado para que se
sentara y reposara del viaje; fueron solo unos pasos. Pero María soltó el brazo de Isabel,
cruzó sus manos sobre el pecho y entonó su cántico de alabanza:
—Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador,
porque ha mirado la bajeza de su sierva; pues, ¡mira! de ahora en adelante me alabarán por
bienaventurada todas las generaciones, porque ha obrado en mí el Grande, el Poderoso,
cuyo nombre es Santo y cuya misericordia está de generación en generación con quienes le
temen. Ha puesto poder en su brazo y dispersó a los soberbios en los pensamientos de sus
corazones; derrocó de su sedes a los poderosos y ensalzó a los inferiores; a lo hambrientos
los llenó de bienes y a los ricos los despidió vacíos. Ha aceptado a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia como había prometido a nuestros padres, a Abraham y su
descendencia por toda la eternidad.
En la ocasión mencionada anteriormente en que el viejo esenio Eliud conversó con
Jesús sobre este acontecimiento, le oí explicar maravillosamente todo el himno de alabanza
de María, pero me siento incapaz de repetir aquella explicación.
Vi que Isabel rezó todo el Magníficat con ella y con la misma inspiración. Luego las
dos se sentaron en unos asientos muy bajitos ante una mesita que tampoco era muy alta y
que tenía un cuenco pequeño. ¡Yo era tan dichosa! ¡He rezado con ellas y me he sentado
también cerca de ellas! ¡Era tan dichosa! Ahora también están juntos José y Zacarías, conversando sobre la proximidad del
Mesías según el cumplimiento de las profecías. Zacarías es un anciano alto y guapo, vestido
de sacerdote, que contesta siempre por señas o escribiendo en una pizarra. Están sentados
en un porche abierto que da al jardín y está a un lado de la casa.
María e Isabel están sentadas en una alfombra en un espacio abierto bastante grande
del jardín, tras el cual hay una fuente de la que brota agua cuando se quita el tapón. Todo
alrededor veo hierba, flores y árboles con ciruelitas amarillas. Toman juntas panecillos y
frutas pequeñas del zurrón de viaje de José. ¡Qué sencillez y qué frugalidad más
conmovedora!
En la casa hay dos criadas y dos criados a los que veo ir y venir para preparar una
mesa con comida bajo un árbol. Llegan José y Zacarías y comen algo. José quería volverse
enseguida a Nazaret, pero seguramente se quedará ocho días. No sabe nada del estado de
buena esperanza de la Santísima Virgen; Isabel y María se lo callan; ambas mantienen en
su interior una mutua relación, honda y secreta. Varias veces al día, y sobre todo cuando
estaban reunidos antes de comer, las santas mujeres recitaban una especie de letanía.
José la rezaba también con ellas y entonces yo veía que aparecía entre ellos una
cruz; y es que entonces no solo había una cruz, sino que era como si se visitaran dos
cruces. Ayer por la tarde cenaron todos juntos y estuvieron sentados casi hasta media noche
junto al farol y bajo el árbol del jardín. Después vi a José y Zacarías solos en un oratorio, y
a Isabel y a María en su cuartito: estaban de pie, se daban frente una a otra y rezaban juntas
el Magníficat muy recogidas y como arrobadas.
Además de los vestidos ya descritos, la Santísima Virgen llevaba también un velo
negro transparente y lo dejaba caer cuando hablaba con hombres.
Hoy Zacarías ha llevado a José a otro huerto que está más apartado de la casa;
Zacarías es puntual y ordenado en todas sus cosas. El huerto está muy bien plantado y
cuidado, tiene hermosos árboles y mucha clase de frutos, y en el medio, un umbrío
emparrado.
Escondida en un extremo del huerto se encuentra una casita de recreo que tiene la
puerta a un lado. En la parte alta de la casa hay huecos de ventanas pero están cerradas con
cerrojos. Dentro hay una tumbona de mimbre acolchada con musgo o con otras hierbas
finitas; allí vi también dos figuras blancas del tamaño de niños; no sé exactamente cómo
habían llegado allí ni lo que significaban, pero me resultaron muy parecidas a Zacarías e
Isabel, solo que mucho más jóvenes.
Hoy por la tarde vi a María e Isabel ocuparse juntas de la casa. La Santísima Virgen
participaba en todas las tareas domésticas y preparaba toda clase de cosas para el niño que
se esperaba. Las vi trabajar juntas en una colcha grande, un tapiz para dormir cuando Isabel
estuviese recién dada a luz. Las judías, cuando daban a luz, se servían de estas colchas, en
cuyo centro estaba bien sujeto un saco en el que la madre y el niño podían arroparse
completamente; se metían dentro como en un gran zapato o en un barquito, y allí estaban
tan envueltos como un bebé fajado en sus pañales.
Allí podían estar tumbadas o incorporadas apoyándose en cojines. La alfombra tenía
bordados en el borde versículos y flores.
Isabel y María preparaban también toda clase de cosas para regalar a los pobres por
el nacimiento del niño.
Durante la ausencia de la Sagrada Familia, la madre Ana enviaba a menudo a su
criada a que mirase todo en la casa de Nazaret, y una vez también he visto que fue ella
misma. Zacarías ha salido a pasear por el campo con José. La casa está solitaria en lo alto de
una colina; es la mejor casa de la comarca. Alrededor, hay otras casas diseminadas. María
está algo cansada y está en casa sola con Isabel. Zacarías y José pasaron la noche en el huerto alejado de la casa; a ratos dormían en
la casita del huerto y a ratos rezaban en el huerto al aire libre. Al romper el día volvieron a
casa. Isabel y la Santísima Virgen estaban en casa; todos los días rezaban juntas por la
mañana y por la noche el Magníficat que María había recibido del Espíritu Santo cuando la
saludó Isabel.
Con el saludo del ángel, la Santísima Virgen estaba consagrada como Iglesia. Con
las palabras «Mira, soy la criada del Señor, que me ocurra según su palabra», el Verbo
entró en ella, entró Dios y lo saludó su sierva la Iglesia. Ahora Dios estaba en su Templo;
María era el Templo y el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento. El saludo de Isabel y el
movimiento de Juan bajo el corazón de su madre, fueron el primer oficio divino de la
comunidad ante este Sagrario.
Pero cuando la Virgen pronunció el Magníficat, la Iglesia celebró con un Tedeum
de acción de gracias la Nueva Alianza, su Nuevo Matrimonio, una vez cumplida la promesa
de la Vieja Alianza, el Viejo Matrimonio. ¡Ay, quien pudiera expresar qué conmovedor era
contemplar esta devoción de la Iglesia a su Salvador ya antes de que naciera!
Esta noche, mientras veía rezar a la Santísima Virgen, tuve muchas visiones y
explicaciones sobre el Magníficat, y cómo se acercaba ya el Santísimo Sacramento en el
estado en que la Santísima Virgen se encontraba entonces. Pero ahora me encuentro tan mal
y tan enferma, que eso tiene la culpa de que se me haya olvidado casi todo lo que vi.
Desde donde el Magníficat dice: «Tú has puesto fuerza en tu brazo» se me
aparecieron toda clase de prefiguraciones que hubo en el Antiguo Testamento sobre el
Santísimo Sacramento del altar. Entre ellas, una imagen de Abraham cuando ofreció a Isaac
y otra de Isaías que anunció algo a un mal rey y éste le insultó. Se me ha olvidado. Entre
Abraham e Isaías y entre éste y la Santísima Virgen vi muchas cosas, y en todo ello cómo
el Santísimo Sacramento se iba acercando a la Iglesia de Jesucristo, el mismo Jesucristo
que ahora reposaba bajo el corazón de su madre. Hace mucho calor aquí en la Tierra Prometida. Ahora salen todos al jardín de la
casa, primero Zacarías y José y luego Isabel y María. Han tendido un cobertor bajo el árbol
como para hacer una tienda de campaña. Allí a un lado veo asientos muy bajitos con
respaldo. Debo descansar y volver a ver todo lo que he olvidado; la dulce oración al Espíritu
Santo me ha ayudado. ¡Es tan lindo y dulce! Tengo orden de no dejar que nadie me mande ni me mangonee por complacencia.
Un conocido ha estado mucho rato diciendo cosas horribles delante de mí, me he enfadado
por eso y a continuación me he dormido. Dios ha mantenido su palabra mejor que yo y me
ha vuelto a enseñar todo lo que había olvidado, pero en castigo se me ha olvidado otra vez
la mayor parte. Vi a las dos mujeres rezando el Magníficat como de costumbre, en pie una frente a
otra, y en medio de su oración se me mostró cómo Abraham ofreció a Isaac, a lo que siguió
una serie de prefiguraciones relativas al acercamiento del Santísimo Sacramento. Creo que
nunca había reconocido con tanta claridad los santos misterios de la Vieja Alianza. He vuelto a saber todo lo olvidado, tal como me lo habían prometido. Estaba muy
contenta de poder contar tantas maravillas de los patriarcas y del Arca de la Alianza pero a
mi alegría le tiene que haber faltado humildad, pues Dios ha dispuesto que no logre ordenar
y contar claramente lo que he visto, pues mucho de ello es indescriptible.
[La causa del nuevo estorbo que se presentaba era un incidente peculiar, a
consecuencia del cual se ponía siempre a compartir y acompañar la Pasión, con lo cual
todavía se volvía aún más incapaz de contar algo ordenadamente. Por eso, desde que
contemplaba repetidamente a las santas mujeres rezando el Magníficat, comunicó
desordenada y fragmentariamente muchos datos de la misteriosa Bendición del Antiguo
Testamento y del Arca de la Alianza. Estas manifestaciones se han procurado ordenar y
reunir en la medida de lo posible, y para no interrumpir mucho la vida de María se
guardarán para el momento oportuno o para incluirlas en un apéndice.] Ayer viernes antes de anochecer, víspera del 6 de julio, vi que Isabel y la Santísima
Virgen fueron al huerto de Zacarías que estaba más alejado. Llevaban cestillos con
panecillos y fruta pues querían pasar allí la noche. Cuando más tarde también llegaron allí
José y Zacarías, vi que la Santísima Virgen salió a su encuentro. Zacarías llevaba consigo
su pizarrita pero ya estaba demasiado oscuro para escribir y que María, movida
interiormente por el Espíritu Santo, le dijo que esta noche hablaría, tiraría su pizarrita y
podría rezar y hablar toda la noche con José.
Al verlo me asombré mucho, sacudí la cabeza y no quise admitirlo, así que mi ángel
de la guarda, el guía espiritual que siempre está conmigo, me dijo mientras señalaba a otra
parte:
—Tú no te lo crees. Pues mira allí lo que es esto.
Miré donde señalaba y vi un cuadro muy distinto de una época mucho más tardía. Vi al santo ermitaño Goar en una comarca donde estaban segando el grano. Estaban
hablando con él los mensajeros de un obispo que le era hostil y que tampoco venían de
buena fe. Cuando fue con ellos a ver al obispo, vi que miró en torno suyo buscando un
gancho para colgar su capa, y como vio entrar un rayo de sol por un hueco de la pared,
colgó su capa en el rayo con toda confianza y la capa se sostuvo en el aire. Me asombró
este milagro de la fe sencilla y desde entonces, que Zacarías hablase no me maravilló más
que el milagro ocurrido a la Santísima Virgen de que Dios mismo habitase en ella.
Mi guía me estuvo hablando sobre lo que se llama milagro, y todavía recuerdo esto
claramente: «Una confianza viva e infantil en Dios con toda sencillez lo realiza todo y todo
lo hace sustancia» [Heb 11, 1]. Estas dos afirmaciones me dieron mucha enseñanza interior
sobre milagros, que, sin embargo, no soy capaz de repetir perfectamente6
.
Los cuatro santos pasaron la noche en el huerto: Se sentaban y comían, iban y
venían por parejas conversando y orando, o descansaban por turnos en la casita. Me enteré
que José volvería a Nazaret después del sabbat y que Zacarías le acompañaría parte del
camino. La luna brillaba y el cielo estaba claro y estrellado. Con aquella santa gente estaba
sosegada e indeciblemente bien.
Durante la oración de ambas santas mujeres vi otra vez parte del misterio del
Magníficat. Del sábado al domingo, octava de la fiesta, todo se repetirá todo otra vez, así
que entonces seguro que podré contar algo. Ahora lo único que se me ha concedido decir es
que el Magníficat es el cántico de acción de gracias por el cumplimiento del Sacramento de
Bendición de la Vieja Alianza.
Mientras María rezaba vi la serie ininterrumpida de todos sus antepasados. En el
transcurso de los años hubo tres veces catorce matrimonios sucesivos, en los que el padre
siempre era hijo del matrimonio precedente, y de cada uno de estos matrimonios salía un
rayo de luz que venía a parar a María, que ahora estaba rezando.
Esta representación crecía ante mis ojos por momentos, como un árbol genealógico
con ramas de luz que se ennoblecían cada vez más hasta que por fin, en un lugar muy
preciso del árbol de luz, empezó a refulgir claramente la santa e inmaculada carne de María
con la que Dios se haría humano, y la recé alegremente con anhelante esperanza, como un
niño que viera crecer el árbol de Navidad delante de sí.
El conjunto era un cuadro de la aproximación según la carne de Jesucristo y su
Santísimo Sacramento. ¡Ay!, era como si viera madurar el trigo del pan de vida del que
estaba hambrienta.
Es inexpresable, no puedo encontrar palabras para decir cómo se hizo la carne
donde se encarnó el Verbo. Cómo podría expresarlo un pobre ser humano, que él mismo es
todavía carne, de la que el Hijo de Dios y María dijo que no vale nada, que solo el Espíritu
vivifica; el mismo que ha dicho que solo los que gusten su carne y su sangre tendrán vida
eterna y resucitarán el último día. Su carne y sangre son la única comida adecuada y solo
los que gusten este manjar permanecen el Él, y Él en ellos.
Es inexpresable cómo vi acercarse desde el principio, de generación en generación,
la Encarnación de Dios y con ella la aproximación del Santísimo Sacramento del altar. Vi
una serie de patriarcas, representantes de Dios vivo entre los seres humanos, y luego al
Dios y hombre, el nuevo Adán expiatorio que se entregó como ofrenda y comida al instituir
el sacerdocio de apóstoles y que éstos, por la imposición de manos a sus inmediatos
sucesores, han propagado ininterrumpidamente de generación en generación hasta su
resurrección en el Último Día.
Con todo ello supe que cantar la genealogía de Nuestro Señor Jesucristo ante el
Santísimo Sacramento el día del Corpus encierra en sí un misterio grande y profundo.
También he sabido que entre los antepasados de Jesús según la carne hubo varios que no
fueron santos, sino pecadores, sin que por eso dejaran de ser peldaños de la escala de Jacob
por la que Dios descendió a la Humanidad, igual que en los obispos indignos permanece la
fuerza de consagrar el Santísimo Sacramento y de conferir el orden sacerdotal con todos los
poderes que le acompañan.
Cuando una ve todo esto entiende por qué los viejos libros alemanes de
espiritualidad llaman al Viejo Testamento, Vieja Alianza o Viejo Matrimonio, y al Nuevo
Testamento, Nueva Alianza o Nuevo Matrimonio. La flor excelsa del Viejo Matrimonio fue
la virgen de las vírgenes, la esposa del Espíritu Santo, la castísima madre del Salvador, el
vaso venerable, espiritual y de insigne devoción en que el Verbo se hizo carne7
.
Pero para contar con la claridad de que sea capaz como me explicaron cómo se
acercaba la Humanización de Dios y con ello el Santísimo Sacramento del altar, no puedo
hacer otra cosa sino repetir una vez más la forma, extensa y en imágenes, en la que se
representó ante mis ojos. En mi estado actual y con tantos estorbos exteriores, no puedo
repetirlo en detalle ni en forma inteligible, y solo puedo decir a grandes rasgos que:
Primero vi la Bendición de la Promesa que Dios dio en el Paraíso a los primeros
seres humanos y que de ésta salía un rayo hasta la Santísima Virgen, que ahora estaba
rezando de pie el Magníficat frente a Isabel. Luego vi que Abraham recibió de Dios esta
Bendición, y que de él salió un rayo a la Santísima Virgen; y luego, que de cada uno de los
demás patriarcas poseedores y portadores de Lo Santo salió un rayo de luz hasta María; y
enseguida, la entrega de la Bendición a Joaquín quien, favorecido en lo más recóndito del
Templo con la altísima Bendición del Padre, se tornó capaz de convertirse en padre de la
Santísima Virgen María, concebida sin pecado original.
Y en ella, concebido por el Espíritu Santo, el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros, encubierto nueve meses en ella, en la nueva Arca de la Alianza del Nuevo
Testamento, hasta que en la plenitud de los tiempos hemos visto nacer de María la Virgen a
Su Majestad, la Majestad del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
[El 7 de julio contó que:]
Esta noche he visto a la Santísima Virgen durmiendo en su camareta de casa de
Isabel; yacía de costado y dormía tranquilamente con la cabeza sobre el brazo. Estaba
envuelta de pies a cabeza en una banda de tela blanca. Bajo su corazón vi una gloria de luz
en forma de pera que radiaba luz y estaba circundada de llamitas de una luz indeciblemente
clara. Vi que de Isabel salía también el resplandor de una gloria menos clara, aunque
brillaba en un ámbito mayor y más redondo; esta luz era menos clara.
[El sábado 8 de julio contó:]
Cuando ayer empezó el sabbat, al anochecer del viernes, vi que encendieron
lámparas y que lo celebraban en un sitio de la casa de Zacarías que yo todavía no conocía.
Zacarías, José, y media docena de hombres más que probablemente eran de la comarca,
rezaban de pie debajo de la lámpara, alrededor de un cofre sobre el que yacían los rollos de
las Escrituras. Llevaban pañuelos a la cabeza, y aunque a veces también agachaban la
cabeza y alzaban los brazos al rezar, no hacían tantos movimientos ni contorsiones como
los judíos actuales.
María, Isabel, y un par de mujeres más estaban separadas por un tabique de celosía,
a través del cual miraban al oratorio; todas iban veladas con mantillas.
Tras la cena del sabbat vi que la Santísima Virgen rezó el Magníficat con Isabel en
su camareta; las manos cruzadas sobre el pecho y los negros velos caídos sobre los rostros.
Rezaban junto a la pared como en el coro, una enfrente de otra. Recé con ellas el
Magníficat, y durante la segunda parte, que trata de las promesas de Dios, tuve algunas
visiones recientes y remotas de algunos antepasados sueltos de María, de quienes partían
hilos de luz hasta ella que estaba rezando delante de mí.
Los rayos de luz de los antepasados masculinos los veía salir siempre de la boca,
pero los femeninos los veía salir de debajo del corazón y que iban a parar a la gloria que
estaba en María. Cuando la Bendición de Abraham tuvo efecto sobre la futura Virgen
María, tenía que vivir cerca del sitio donde ahora ella estaba rezando el Magníficat, pues
veía fluir el rayo de luz de Abraham muy cerca de la Santísima Virgen, mientras que los
rayos de otros personajes que estaban mucho más cercanos en el tiempo, los veía fluir de
mucho más lejos.
Cuando acabaron el Magníficat, que desde la Visitación todos los días las veía rezar
mañana y tarde, Isabel se retiró y vi que la Virgen se entregó al reposo. Se quitó el ceñidor
y el traje y solo se dejó puesta su larga túnica marrón. En la cabecera del lecho, que era
bajo, estaba un rollo de tela que yo había tomado por almohada, pero que ahora vi que era
una pieza enrollada de tela de lana de casi un codo de ancho. Sujetó firmemente uno de sus
cabos bajo el brazo en el hueco de la axila y se la enrolló en torno a sí de cabeza a pies y
luego de pies a cabeza envuelta tan completamente que solo podía dar pasitos. Los
antebrazos estaban libres y la envoltura se abría entre el rostro y el pecho. Se envolvió junto
al lecho, que tenía un pequeño realce en la cabecera, y se tendió de costado, recta y estirada
con la mano bajo la mejilla. A los hombres no los he visto dormir tan envueltos.
[El domingo 9 de julio contó que:]
Ayer sábado, Zacarías llevó durante todo el sabbat el mismo traje que se había
puesto cuando empezó el sabbat; una larga túnica blanca con mangas no demasiado
amplias, ceñido con un cinturón ancho que le daba varias vueltas, que tenía escritas letras y
del que colgaban correas. Este traje tenía sujeta detrás una capucha que colgaba en pliegues
desde la cabeza a la espalda, como un velo plegado por detrás.
Cuando hacía algo o iba de día a alguna parte hasta el atardecer, se echaba el traje al
hombro junto con el cinturón, y lo metía arrugado en el cinturón bajo el brazo del otro lado.
Entonces le quedaban las piernas muy separadas y envueltas como en una especie
de pantalón, cuyas perneras ataba con las correas que sujetaban las sandalias a sus pies
desnudos.
Hoy Zacarías le ha enseñado a José su manto sacerdotal que era muy bonito; un
manto amplio, pesado y centelleante, blanco y púrpura, que se cerraba sobre el pecho con
tres broches enjoyados. No tenía mangas.
No vi que volvieran a comer hasta la noche del sábado al domingo, cuando ya pasó
el sabbat. Juntos bajo el árbol del jardín de la casa, comieron hojas verdes que mojaban en
salsa, y chuparon buñuelos verdes empapados en ella. En la mesa había también platitos
con frutas menudas y otros platos de los que comían algo con espátulas marrones
transparentes, creo que sería miel, que comían con espátulas de cuerno. Vi que también les
trajeron panecillos y se los comieron.
Tras esto, al claro de la luna José emprendió su viaje de vuelta acompañado de
Zacarías. La noche estaba apacible y cuajada de estrellas. Antes de separarse rezaron
juntos. José volvía a llevar su hatillo con bollos y un cantarillo, y su bastón curvado por
arriba; Zacarías tenía un bastón largo con un pomo arriba y ambos se habían echado la capa
de viaje por la cabeza. Antes de partir abrazaron alternativamente a María y a Isabel, y
aunque las apretaron contra su corazón, no vi que entonces las besaran. Se despidieron con
toda pureza y sosiego, las dos mujeres los acompañaron un ratito, y luego volvieron
paseando solas en la noche indescriptiblemente serena.
Isabel y María volvieron entonces a la casa y entraron en la camareta de esta última.
En la pared del cuarto ardía una lámpara de un solo brazo como siempre que María rezaba
o se iba a acostar. Ambas mujeres se pusieron de pie una frente a otra, dejaron caer el velo
y rezaron el Magníficat.
En esta ocasión se me repitieron las visiones prometidas que hace poco había
olvidado; pero esta noche pasada he visto tantas cosas que ahora solo podría decir poca
cosa. Solo he visto la transmisión de la Bendición hasta José el egipcio8
.
[El martes 11 de julio dijo:]
Esta noche he tenido una visión de Isabel y María, de la que ahora solo recuerdo que
estuvieron rezando toda la noche, no sé por qué causa. Por el día he estado viendo a María
realizar toda clase de labores, como por ejemplo trenzar una colcha.
Vi que José y Zacarías, todavía de camino, se metieron en un cobertizo a pasar la
noche; habían dado un gran rodeo, creo que para visitar a mucha gente; me parece que
necesitaron tres días de viaje. Aparte de eso he olvidado la mayoría de las cosas.
[El jueves 13 de julio contó:]
Ayer, miércoles 12, vi a José de nuevo en su casa de Nazaret; no parecía haber ido a
Jerusalén, sino derecho a su casa. La criada de Ana se ocupaba de todo e iba y venía de
casa de Ana; por lo demás, José estaba solo.
También vi a Zacarías volver a su casa. Isabel y María rezaban el Magníficat de pie
como siempre y hacían de todo. Por la tarde pasearon por el jardín donde estaba la fuente,
cosa que allí no es frecuente, y por eso llevaban siempre un cantarillo con zumos. Las más
de las veces paseaban por los alrededores al atardecer, cuando refrescaba, pues la casa de
Zacarías estaba aislada y rodeada de campos. Habitualmente, a las nueve ya estaban en la
cama, pero al alba ya estaban siempre levantadas. He visto un cuadro indescriptible de la Iglesia. Se me apareció la Iglesia en forma
de una fruta octogonal muy delicada nacida de un tallo cuyas raíces tocaban en una fuente
que serpenteaba en la Tierra. El tallo no era más alto de lo necesario para poder ver entre la
iglesia y la Tierra. Delante de la iglesia había una puerta que estaba sobre la fuente misma,
que serpenteaba arrojando de sí a ambos lados algo blanco como arena, y en derredor todo
reverdecía y fructificaba. En la parte delantera de la iglesia no se veía raíz alguna que
bajara a la Tierra. Dentro de la iglesia y en medio de ella había, a semejanza de la cápsula
de las semillas de la manzana, un recipiente formado por filamentos blancos muy tiernos
por cuyos intersticios se veían como semillas de manzana. En el suelo de dentro de la
iglesia había una abertura por la cual se podía mirar la fuente que ondulaba. Mientras lo
miraba, vi que algunos granos resecos y marchitos caían en la fuente.
Aquella especie de flor se fue convirtiendo cada vez más en una iglesia y la cápsula
del medio en un artístico armazón parecido a un bonito ramo, en el que la Santísima Virgen
y a Santa Isabel parecían a su vez dos santuarios o Sanctasantorum. Vi que ambas se
saludaban volviéndose una hacia la otra. En ese momento aparecieron en ellas dos rostros:
Jesús y Juan. A Juan lo vi encorvado dentro del seno materno. A Jesús lo vi como suelo
verlo en el Santísimo Sacramento, como un niñito luminoso que iba hacia donde estaba
Juan. Estaba de pie, como flotando, y se acercó a quitarle la neblina a Juan. El pequeño
Juan estaba ahora con el rostro en el suelo. La neblina cayó al pozo por la abertura antes
mencionada, la fuente que estaba debajo la absorbió, y la neblina desapareció de allí.
Después Jesús levantó al pequeño Juan en el aire y lo abrazó. Después los he visto a los dos
volver al seno materno, mientras Isabel y María cantaban el Magníficat.
En este cántico he visto a ambos lados de la iglesia a Zacarías y José que se
adelantaban, y detrás de ellos otros muchos hasta llenar la iglesia, lo que concluyó con una
gran festividad que se celebró en su interior. Alrededor de la iglesia crecía una viña con
tanta fuerza que fue necesario podarla por varias partes.
La iglesia se asentó finalmente en el suelo, apareció un altar en ella, y en la abertura
que daba al pozo se formó un baptisterio. Mucha gente entraba a la iglesia por la puerta.
Todas estas transformaciones se produjeron lentamente, como brotando y creciendo. Me
resulta difícil explicarlo tal como lo he visto.
Más tarde, tuve otra visión en la fiesta de San Juan. La iglesia octogonal era ahora
transparente como el cristal o mejor dicho como si fueran rayos de agua cristalina. En
medio de ella, bajo una torrecita, había una fuente de agua en la que vi a Juan bautizando.
De pronto el cuadro cambió y de la fuente del medio brotó un tallo como una flor. En
derredor había ocho columnas con una corona piramidal sobre la cual estaban con María y
José los antepasados de Ana, Isabel, y Joaquín, y los antepasados de Zacarías y de José,
algo apartados de la rama principal. Juan estaba arriba, en una rama del centro. Pareció que
salía una voz de él y entonces he visto muchos pueblos, reyes y príncipes entrar en la
iglesia, y que un obispo distribuía el Santísimo Sacramento. Oí a Juan que hablaba de la
gran dicha de la gente que había entrado en la iglesia.} He visto que, tras regresar de Juta a Nazaret, la Santísima Virgen pasó unos días en
casa de los padres de Pármenas, que más tarde fue uno de los discípulos pero que entonces
aún no había nacido. Me parece que esto lo vi en la misma época del año en que ocurrió,
según sentí mientras lo contemplaba.
[Por consiguiente, el nacimiento de Juan el Bautista debió ocurrir a fines de mayo o
primeros de junio. María permaneció tres meses en casa de Isabel hasta que nació Juan,
pero no estuvo allí cuando le circuncidaron. A causa de sus molestias, Ana Catalina ya no
contó nada más del nacimiento ni de la circuncisión del Bautista, que puede leerse en el
Evangelio de San Lucas, 1, 57-80:
«Cuando a Isabel le llegó el tiempo dio a luz un hijo. Se enteraron los vecinos y
parientes que el Señor le había hecho una gran misericordia y se alegraron con ella. A los
ocho días vinieron a circuncidar al niño. Y querían llamarlo Zacarías como su padre. Pero
la madre intervino diciendo:
—¡No, sino que debe llamarse Juan! —y le dijeron: —Ninguno de tus parientes se
llama así.
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una
tablilla y dijo: «Juan es su nombre». Habló y bendijo a Dios. Los vecinos quedaron
sobrecogidos y todos estos hechos se comentaban por la montaña de Judea. Todos los que
le escuchaban lo ponían en sus corazones y decían:
—¿Qué será este niño?— porque la mano del Señor estaba con él.
Entonces Zacarías, su padre se llenó de Espíritu Santo y profetizó diciendo:
—Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había
predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas, para salvarnos de nuestros
enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con
nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre
Abraham para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le
sirvamos con santidad y justicia en su presencia todos nuestros días.
Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a
preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la Salvación por el perdón de los pecados.
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto, para
iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por
el camino de la paz. Este niño crecerá en fortaleza y se quedará en el desierto hasta el día
que se presente a Israel.]
La Santísima Virgen viajó de regreso a Nazaret después del nacimiento de Juan y
antes de su circuncisión; José salió a su encuentro a mitad del camino.
[Ana Catalina estaba tan molesta y enferma que no dijo quién acompañó a María
hasta allí, ni tampoco el sitio concreto donde se encontró con José. Tal vez fuese en Dozán,
donde se habían hospedado durante su viaje a casa de Isabel en casa del amigo del padre de
José. Probablemente la acompañaran hasta allí parientes de Zacarías o amigos de Nazaret
que tuvieran precisión de hacer este viaje, suposición esta última que podría ser acertada
según los siguientes detalles:]
Cuando José hizo con la Santísima Virgen la mitad del camino de regreso de Juta a
Nazaret, se percató de su estado, que su cuerpo estaba bendecido, por lo que se debatía en
dudas y preocupaciones, pues no conocía el anuncio del ángel a la Santísima Virgen.
Inmediatamente después de su boda, José había ido a Belén a arreglar algunos asuntos de la
herencia, mientras María había ido a Nazaret con sus padres y unas compañeras. El saludo
angélico acaeció antes de que José regresara a Nazaret, pero María, en su pudorosa
humildad, había guardado para sí aquel secreto de Dios.
José, desasosegado por la evidencia, no se explayó, sino que luchó en silencio con
sus dudas. La Santísima Virgen, a quien esto ya le había preocupado de antemano, se puso
seria y meditabunda, lo que todavía aumentó más la inquietud de José.
Cuando llegaron a Nazaret no vi que la Santísima Virgen fuera enseguida a la casa
de José, sino que se quedó unos días con una familia pariente suya; eran los padres de
Pármenas, un discípulo que nació después que Jesús y que llegó a ser uno de los siete
diáconos de la primera comunidad cristiana de Jerusalén.
Esta gente estaba emparentada con la Santísima Virgen, pues la madre era hermana
menor del tercer marido de María Cleofás, el padre de Simeón, obispo de Jerusalén. Tenían
casa y un huerto de especias en Nazaret y también estaban emparentados con la Sagrada
Familia por parte de Isabel.
La Santísima Virgen, antes de volver a casa de José, se quedó unos días con esta
familia. Entretanto, la inquietud de José había aumentado tanto que, cuando María quiso
volver con él a casa, tomó la decisión de abandonarla y huir en secreto, y cuando estaba
dándole vueltas a la idea, un ángel se le apareció en sueños y le consoló.