Mientras las dos viudas rememoraban en su conversación los esponsales de María y
José, tuve un cuadro de esta boda y en particular del precioso traje de novia de la Santísima
Virgen, del que aquellas buenas mujeres contaban y no paraban. Voy a contar lo que
todavía recuerdo:
Las bodas de María y José duraron siete u ocho días y se celebraron en Jerusalén, en
una casa del Monte Sión que se alquilaba con frecuencia para festejos de este tipo. Estaban,
además de las maestras de María y de las condiscípulas de la escuela del Templo, muchos
parientes de Ana y de Joaquín, y entre ellos una familia de Gofna con dos hijas.
La boda fue muy rica y solemne. Se sacrificaron y ofrendaron muchos corderos,
pero por encima de todo, el traje de boda de la Santísima Virgen fue tan
extraordinariamente bello y solemne que las mujeres que estuvieron en la boda, todavía
disfrutaban en su vejez hablando de él. Contemplé una de estas charlas y escuché lo que
sigue:
Vi con toda claridad a María en traje de boda. Llevaba ropa interior sin mangas, una
túnica color lana, y los brazos envueltos con las vendas de la camisa blanca de lana, ya que
las camisas de entonces tenían esas vendas en lugar de mangas cerradas.
Luego llevaba hasta encima del pecho un cuello bordado con joyas blancas, perlas y
así, de la misma forma del cuello interior que hace poco conté que llevaba el esenio Argos.
Encima llevaba un caftán muy amplio y de anchas mangas, abierto por delante, que
se iba ensanchando de arriba abajo como un manto. El fondo del traje era azul y estaba
bordado o pespunteado con grandes rosas blancas, rojas y amarillas y hojas verdes entre
ellas, como las casullas ricas de otros tiempos. El borde inferior terminaba en borlas y
flecos y su borde superior se juntaba con el cuello blanco.
La hicieron unos pliegues verticales y la pusieron encima del traje blanco [sic] una
especie de escapulario como el que llevan algunas órdenes como por ejemplo los
carmelitas. Era una pieza de seda blanca con flores de oro, que tenía a la altura del pecho un
adorno de perlas y piedras brillantes como de medio codo de ancho, y colgaba como una
franja continua hasta el borde inferior del traje para cubrir su abertura delantera. Por debajo,
el traje terminaba en flecos y botones.
Por la espalda le colgaba una pieza parecida, y por los hombros y brazos, otras más
cortas y estrechas; extendidas las cuatro tiras formaban una cruz en torno a la abertura del
cuello. A ambos costados del tronco el escapulario estaba recogido bajo los brazos con unas
cadenitas o cordones de oro que unían las piezas delantera y trasera. Con ello, la parte
superior del caftán quedaba recogida y la pechera se ceñía al busto de modo que la tela
floreada del traje se ahuecaba un poco a ambos lados, entre los cordones.
El equivalente de los ojales era una lazada de cordón o una correa ranurada, y el
equivalente a los botones una bola o moño hecha con el mismo cordón, o un trocito de palo
o hueso como en las trencas. (Rafael Renedo).
Cubiertas por las hombreras del escapulario, sus amplias mangas estaban
ligeramente recogidas con abrazaderas a la mitad de los brazos y de los antebrazos. Estas
ajorcas, de unos dos dedos de ancho, estaban decoradas con letras, tenían los bordes vueltos
y recogían las anchas mangas abullonándolas alrededor de los hombros, codos y manos,
donde las mangas terminaban en puños blancos rizados, creo que de seda o de lana.
Encima de todo esto llevaba un gran manto azul celeste como un pañolón. Además
de esto, las judías solían llevar en determinadas ocasiones familiares o religiosas una
especie de manto de luto, con mangas cosidas en la forma habitual. El velo o manto de
María se cerraba al pecho bajo el cuello con un broche, por encima del cual rodeaba su
garganta una gorguera rizada como de plumas o capullos de seda. Por detrás el manto caía
por encima de los hombros, volvía por los lados adelante y luego volvía a caer por detrás la
cola terminada en punta; tenía una orla de flores bordadas en oro.
Sus cabellos estaban adornados de un modo indescriptiblemente artístico, partidos
con raya en medio y tejidos en un sinfín de rayitas sin trenzar que, entrecruzadas con seda
blanca y perlas, formaban una gran red que caía sobre los hombros y cubría la espalda por
debajo de la mitad del manto, con un tejido terminado en punta. Las puntas del pelo estaban
vueltas hacia dentro, y todo el borde de esta red de cabellos estaba adornada con flecos y
perlas que, al tirar hacia abajo con su peso, lo mantenía en orden.
En la cabeza llevaba directamente encima del pelo una guirnalda de lana o seda
cruda que se cerraba por arriba con tres cintas de lo mismo que se reunían en un lazo sobre
la que descansaba una corona tan ancha como la mano, guarnecida de joyas. Sobre ella con
tres abrazaderas que se unían arriba en un botón. La corona estaba adornada delante de la
frente con tres perlas una encima de la otra, y otra perla más a cada lado.
En la mano izquierda llevaba una guirnaldita de rosas blancas y rojas de seda, y en
la derecha sostenía, como si fuera un cetro, una bonita lámpara sobredorada, sin pie, cuyo
tronco se ensanchaba en el medio y tenía por encima y por debajo de la mano como unos
botones. El cetro terminaba por arriba en un platillo en el que ardía una llama blanca.
La suela de los zapatos tenía unos dos dedos de gruesa, y estaban realzados con un
suplemento delante y detrás. Las suelas eran de tela verde, como si el pie estuviera en el
césped, y dos correas blancas y doradas las sujetaban al empeine del pie desnudo, cuyos
dedos, como los de todas las mujeres bien vestidas, estaban cubiertos por una lengüeta de
cuero unida a la suela.
Las vírgenes del Templo tejieron el artístico peinado de María; he visto que varias
se ocuparon de ello y que iban más deprisa de lo que pudiera pensarse.
Ana había traído aquellos hermosos vestidos, pero María era tan humilde que no
tenía muchas ganas de ponérselos. Después de la boda la deshicieron el trenzado de la
cabeza, la quitaron la corona y la pusieron un velo largo y blanco como la leche que caía
hasta medio brazo, y volvieron a ponerla la corona encima del velo. La Santísima Virgen tenía el cabello rojizo y muy abundante y las cejas negras, altas
y finas; la frente muy alta; grandes ojos entornados con grandes pestañas negras; nariz
recta, larga y fina; una boca muy noble y amable; la barbilla puntiaguda; estatura mediana,
y sus andares con sus ricos atavíos eran suaves, graves y castos.
Después, durante la boda, se puso otro vestido a rayas, menos suntuoso, del que
tengo un pedacito entre mis reliquias; este mismo traje a rayas es el que llevó en Caná y
también en otras santas ocasiones. El traje de boda todavía lo llevó en el Templo alguna vez
más; la gente muy rica solía cambiar de traje tres o cuatro veces durante la boda. Con estos
magníficos trajes, María tenía un aspecto parecido al de mujeres de tiempos muy
posteriores, como por ejemplo, la emperatriz Elena o incluso Cunegunda, aunque la forma
habitual de vestir de las judías, tan cerrada, era muy distinta y se parecía más al de las
romanas.
En el Monte Sión, por la parte del Cenáculo, vivían muchos tejedores que
fabricaban toda clase de hermosas telas, como observé con ocasión de ver estos trajes. José llevaba un traje largo y amplio de color azul claro, cerrado desde arriba hasta el
borde inferior con cintas y corchetes o botones. Sus amplias mangas también estaban
sujetas con cintas a los lados y estaban vueltas para dentro para servir de bolsillos. En torno
a la garganta llevaba un cuello marrón o más bien, una estola ancha, y sobre el pecho le
colgaban dos tiras blancas como la estola que llevan nuestros sacerdotes al cuello, solo que
mucho más larga.
He visto toda la boda de José y María, el banquete y toda la ceremonia, pero eran
tantas cosas al mismo tiempo, y estoy tan enferma y tan molesta por tantas cosas, que no
me atrevo a contar más por miedo a embarullar el relato. Vi el anillo de boda de la Santísima Virgen, que no es de oro, plata ni de ningún
otro metal; es de color oscuro e irisado. No es un aro delgado y estrecho, sino bastante
grueso y tiene como un dedo de ancho. Lo vi liso, pero marcado como por un embaldosado
de triangulitos regulares que dentro tenían letras. La superficie está lisa por el lado que
queda por el lado interno de la mano. El anillo está marcado con algo. Vi que lo guardaban
con muchos candados en una hermosa iglesia. La gente piadosa que quiere casarse hace que
toquen con él sus alianzas. Estos últimos días he visto muchas cosas de la historia del anillo de boda de María,
pero con tantos sufrimientos y molestias no soy capaz de contarlas de forma coherente. Hoy
he visto fiesta en la iglesia de Italia donde se encuentra este anillo de boda. Me pareció que
estaba colgado en una custodia encima del Tabernáculo. Había allí un altar soberbiamente
adornado en el que, a través de mucha plata, se podía mirar profundamente por los
intersticios. Vi que tocaban la custodia con muchos anillos.
Durante esta fiesta vi que María y a José se aparecieron con sus trajes de boda a
ambos lados del anillo. Fue como si José pusiera el anillo en el dedo a la Santísima Virgen
y entonces vi como si el anillo se moviese y resplandeciera. A derecha e izquierda de este altar vi otros dos altares, que probablemente no
estaban en la misma iglesia, sino solo se me mostraban juntos en mi contemplación. En el
altar de la derecha había una imagen del Ecce Homo que un piadoso patricio romano,
amigo de San Pedro, había obtenido milagrosamente, y en el de la izquierda uno de los
lienzos del sepulcro de Nuestro Señor.
Una vez terminada la boda, Ana regresó a Nazaret con sus familiares, y María
también fue para allá en compañía de algunas condiscípulas que habían salido del Templo
al mismo tiempo que ella. Salieron de la ciudad en comitiva solemne; no sé hasta dónde las
escoltaron las jovencitas. La primera noche volvieron a pasarla en la escuela de levitas de
Bezorón. María hizo a pie el viaje de regreso [a Nazaret].
Después de la boda, José fue a Belén a arreglar allí algunos asuntos familiares, y
solo después fue a Nazaret. —He visto una fiesta en casa de Ana.}
Di un vistazo a casa de Ana, donde vi media docena de invitados además de su
segundo marido y los moradores habituales de la casa, con algunos niños y José y María,
todos reunidos en torno a una mesa en la que había jarras.
La Santísima Virgen llevaba un manto de colores rojo, azul y blanco, salpicado de
flores como las antiguas casullas. Llevaba un velo transparente y encima de él otro negro;
esta fiesta parecía formar parte aún de los festejos de las bodas. En mi contemplación de esta noche buscaba a la Santísima Virgen y mi guía me
llevó a casa de Ana, que ya conozco en todos sus detalles. No encontré en ella a José ni a
María y vi que Ana se preparaba para ir a Nazaret, que estaba cerca, donde la Sagrada
Familia vivía ahora. Ana tenía un hatillo debajo del brazo para llevárselo a María. Para ir a
Nazaret, que está en un cerro, primero atravesó un llano y luego una zona de monte bajo.
Yo me fui allí también.
La casa de José no estaba lejos de la puerta de la ciudad y no era tan grande como la
de Ana. Estaba cerca de un pozo cuadrado al que se bajaba por unos escalones; delante de
la casa había un corralito cuadrado. Ana visitó a la Santísima Virgen y la entregó lo que la
había traído. María lloró muchísimo cuando su madre se volvió a su casa, y la acompañó
durante un trecho. A San José lo vi en una habitación separada en la parte delantera de la
casa. La casita de Nazaret que Ana había preparado para María y José pertenecía a Santa
Ana, que podía llegar hasta ella desde su casa por caminos apartados sin ser observada, en
media hora de camino. La casita estaba en una pequeña colina, ni edificada ni excavada,
sino separada de la colina por la parte de atrás a la que llevaba un sendero angosto
excavado en la misma roca. En su parte posterior, la casa tenía por arriba una abertura en
forma de ventana que miraba a lo alto de la colina; detrás de la casa estaba bastante oscuro.
La parte posterior de la casita era triangular y más alta que la de delante. La parte
baja estaba cavada en la piedra; la parte alta era de materiales ligeros. El dormitorio de
María donde tuvo lugar la Anunciación del ángel estaba en la parte posterior. Esta pieza
tenía forma semicircular debido a los tabiques de zarzos groseramente tejidos que cubrían
las paredes posteriores en lugar de los biombos ligeros que solían usarse. Los tabiques que
cubrían las paredes tenían dibujos de varias formas y colores; el lecho de María estaba en el
lado derecho, detrás de un tabique de zarzo. En la parte izquierda estaba el armario y la
mesita con el escabel, y ése era el lugar donde rezaba María.
La parte posterior de la casa estaba separada del resto por la pared del hogar, en
cuyo centro se levantaba la chimenea hasta el techo. La chimenea salía por una abertura del
techo y terminaba con un tejadillo. Más tarde he visto dos campanillas colgadas al final de
la chimenea. A derecha e izquierda del fogón había dos puertecitas con tres escalones que
daban al cuarto de María. En las paredes del hogar había varios huecos abiertos con el
menaje y otros enseres que aún veo en la casa de Loreto.
Detrás de la chimenea había una viga de cedro pegada a la pared de la chimenea. De
este poste vertical salía otro atravesado hasta el centro de la pared trasera; en él se
introducían postes por ambos lados; el color de estos maderos erra azulado con adornos
amarillos. A través de ellos se veía el techo, que estaba revestido por dentro con hojas y
esteras; en los ángulos estaba adornado con estrellas. La estrella del ángulo central era
grande y parecía representar el lucero de la mañana. Más tarde he visto allí más estrellas.
La lámpara colgaba de la viga horizontal que iba por una abertura exterior de la pared de la
chimenea al centro de la pared trasera. Debajo de la chimenea se veía otro poste. Por fuera
El techo no era en punta, sino llano y se podía caminar por él pues la azotea estaba
resguardada con un parapeto.
Cuando la Santísima Virgen dejó la casita de Nazaret después de la muerte de San
José y se fue a vivir a las cercanías de Cafarnaúm, se empezó a adornar la casa, conservada
como un lugar sagrado de oración. María peregrinaba muchas veces de Cafarnaúm hasta
allí para visitar el lugar de la Encarnación y entregarse a la oración.
Pedro y Juan, cuando iban a Palestina, solían visitar la casita para consagrar en ella,
pues se había instalado un altar en el lugar donde había estado el hogar. El armarito que
María había usado lo pusieron sobre la mesa del altar como a manera de tabernáculo.} He visto muchas veces el traslado de la santa casa a Loreto. Yo no lo podía creer, a
pesar de haberlo visto varias veces en visión. La he visto llevada por siete ángeles que se
cernían sobre el mar con ella. No tenía piso, y en lugar de suelo tenía un fundamento de luz
y claridad. Por ambos lados tenía como agarraderas; tres ángeles la sostenían por un lado y
tres por el otro para llevarla por los aires. Uno de los ángeles volaba delante arrojando una
gran estela de luz y resplandor. Recuerdo que llevaron a Europa la parte posterior de la casa
con el hogar y la chimenea, el altar del apóstol y la pequeña ventana. Me parece, cuando
pienso en ello, que las demás partes de la casa estaban pegadas a esta parte y se quedaron
casi en estado de caerse por sí solas. Veo también en Loreto la cruz que María usaba en
Éfeso; está hecha de varias clases de madera. Más tarde la poseyeron los apóstoles; por
medio de esta cruz se obran muchos prodigios. Las paredes de la santa casa de Loreto son
absolutamente las mismas de Nazaret. Las vigas que estaban debajo de la chimenea son las
mismas. La imagen de milagrosa de María está ahora sobre el altar de los apóstoles.} La noche pasada he visto la Anunciación en cuanto fiesta de la Iglesia, y recibí la
aclaración precisa de que en esta época del año la Santísima Virgen ya estaba embarazada
de cuatro semanas. Me lo dijeron expresamente porque yo había visto ya la Anunciación el
25 de febrero, pero se me olvidó y por eso no lo conté. Hoy he vuelto a ver de nuevo todas
las circunstancias externas del acontecimiento.
Poco después de la boda vi a la Santísima Virgen en Nazaret en casa de José,
adonde me llevó mi guía. José había salido de viaje por el país con dos burros, me parece
que para recoger algo de su herencia o para traer sus herramientas de trabajo; creo que ya
estaba en viaje de regreso. El segundo marido de Ana y otros hombres estuvieron en casa
por la mañana pero se volvieron a marchar.
Además de la Santísima Virgen y de dos doncellitas de su edad, me parece que de
las del Templo, vi en la casa a su madre Santa Ana y a aquella viuda pariente suya que la
servía de criada y que más tarde fue con ella a Belén cuando el nacimiento de Cristo. La
casa la había amueblado Ana y todo era nuevo.
Las cuatro mujeres entraban y salían ocupándose de la casa y luego pasearon juntas
tan contentas por el patio. Al atardecer las vi recogerse en la casa, rezaron de pie en torno a
una mesita redonda y luego comieron las verduras que estaban servidas, después de lo cual
se separaron.
Ana todavía anduvo un rato de acá para allá como un ama de casa atareada, pero las
dos doncellas se fueron a su sitio, que estaba aparte, y María también se fue a su
dormitorio.
El cuarto de la Santísima Virgen estaba en la parte trasera de la casa, cerca del
fogón, que en esta casa no estaba en medio como en la de Ana, sino más bien a un lado. La
entrada estaba al lado de la cocina; había que subir tres escalones, más inclinados que
verticales, pues el suelo de esta parte de la casa está sobre una roca que sobresale en esta
parte.
Enfrente de la puerta el cuarto era curvo y en esa parte curva, y separada por un
mamparo de zarzo más alto que un hombre, estaba enrollado el lecho de la Santísima
Virgen. Todas las paredes del aposento estaban revestidas hasta cierta altura con mamparos
de varillas entrecruzadas que eran algo más consistentes que los ligeros mamparos que
hacían de tabiques móviles. El revestimiento mostraba pequeños motivos ajedrezados o en
rombos hechos de maderas de distintos colores. El techo de la habitación estaba formado
por vigas corridas, cuyos intervalos se cerraban con cañizos adornados con estrellas.
El refulgente joven que siempre me acompaña me llevó a este cuarto. Quisiera
contar todo lo que vi lo mejor que pueda una pobre desgraciada como yo.
Al entrar en su cuarto, la Santísima Virgen se puso detrás del biombo del dormitorio
un camisón largo de lana blanca con cinturón ancho, y un velo color hueso en la cabeza.
Entretanto, la criada entró con una lamparilla, encendió la lámpara de brazos que colgaba
del techo de la habitación y se volvió a marchar.
La Santísima Virgen apartó de la pared una mesita baja que estaba plegada y
apoyada a ella y la puso en medio de la habitación. Mientras estaba apoyada en la pared, la
mesita consistía solamente en una bandeja móvil que por delante colgaba verticalmente de
dos patas, pero María levantó la bandeja a la horizontal, sacó la mitad de una de las patas
que estaba plegada, e hizo descansar la mesita en tres patas. El tablero era redondo por la
parte que apoyaba sobre la tercera pata.
La mesita estaba cubierta con un tapete azul y rojo con flecos que estaba recogido
donde el tablero no era redondo. En el centro del tapete había una figura bordada o
pespunteada que ya no sé si era una letra o un adorno, y en la parte curva estaba enrollado
un tapete blanco. Sobre la mesita había un rollo de Escrituras.
La Santísima Virgen puso la mesita algo a la izquierda del centro de la habitación,
donde una alfombra cubría el suelo entre su dormitorio y la puerta, puso delante un
almohadoncillo redondo para arrodillarse, y después se apoyó con ambas manos en la
mesita y se arrodilló. Tenía delante y a su derecha la puerta del cuarto y a su espalda el
dormitorio.
María dejó caer el velo sobre su rostro y cruzó las manos sobre el pecho, pero no los
dedos y así la vi orar fervientemente largo rato con la cara alzada al Cielo. Rogaba por la
Salvación, por el Rey Prometido, y pedía que su oración contribuyera un poco a que
llegara. Estuvo arrodillada así mucho rato arrobada en oración, y luego hundió la cabeza en
el pecho.
En ese momento se derramó a su derecha tal masa de luz que caía oblicuamente
desde el techo de la habitación, que me sentí empujada contra la pared de la puerta. En esa
luz vi un joven blanco y refulgente, de fluidos cabellos amarillos, que bajaba flotando a
ponerse delante de ella; era el ángel Gabriel, que la habló moviendo suavemente los brazos
a ambos lados del busto. Las palabras salían de su boca como letras relucientes que yo veía
y oía.
María volvió un poco a su derecha su velada cabeza, pero por pudor no lo miró.
Pero el ángel siguió hablando y María, como a su orden, volvió el rostro hacia él, levantó
un poco el velo y le respondió. Tornó a hablar el ángel y María levantó su velo, miró al
ángel y replicó las sagradas palabras:
—He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
La Santísima Virgen estaba profundamente arrobada. La luz llenaba el cuarto y yo
no veía el brillo de la lámpara encendida ni el techo de la habitación. El cielo parecía
abierto, y un rayo de luz me permitía mirar por encima del ángel: en el origen del torrente
de luz vi la figura de la Santísima Trinidad como un fulgor triangular cuyos rayos se
penetraban recíprocamente, en la que distinguí lo que solo puede ser adorado, pero no
expresado: Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo y sin embargo un solo Dios
Todopoderoso.
Entonces la Santísima Virgen dijo:
—Hágase en mí según tu palabra.
y vi la alada aparición del Espíritu Santo, aunque no exactamente en la forma de
paloma en que se representa habitualmente: la cabeza era un rostro humano que expandía
luz como alas a ambos costados de su figura, y de cuyo pecho y manos vi brotar
torrencialmente tres chorros de luz al costado derecho de la Santísima Virgen, en cuyo
centro se reunieron.
Cuando esta luz penetró en su costado derecho, la Santísima Virgen se volvió
totalmente traslúcida y como transparente y fue como si ante esta luz, la opacidad se
retirara como la noche. En ese momento María estaba tan traspasada de luz que nada de ella
parecía oscuro o encubierto, toda su persona estaba resplandeciente y luminosa.
Después vi desaparecer al ángel y retirarse el haz de luz que salía de él. Fue como si
desde el cielo hubieran reabsorbido aquel torrente de luz. Mientras la luz se retiraba,
cayeron sobre la Santísima Virgen muchos capullos de rosas blancas, cada una con una
hojita verde.
Mientras veía todo esto en la habitación de María, tuve una peculiar sensación
personal, la angustia permanente de que me tendían un lazo, y entonces vi una asquerosa
serpiente que subía arrastrándose por la casa y los escalones hasta la puerta donde yo
estaba. Cuando la luz penetró en la Santísima Virgen, el monstruo ya había llegado al tercer
escalón.
La serpiente tenía el tamaño aproximado de un chiquillo, la cabeza ancha y plana y
a la altura del pecho dos patitas membranosas con garras, como alas de murciélago, con las
que se desplazaba. Tenía toda clase de manchas de colores repugnantes y recordaba a la
serpiente del Paraíso, pero más espantosa y deforme.
Cuando el ángel desapareció del aposento de la Santísima Virgen, pisó delante de la
puerta la cabeza de este horror, que rugió tan espantosamente que me estremecí. Entonces
vi aparecer tres espíritus que echaron al monstruo fuera de la puerta de la casa a golpes y
patadas.
Después que aquel ángel desapareció, vi que la Santísima Virgen, completamente
recogida y sumida en profundo éxtasis, reconocía y adoraba en su interior la encarnación
del Salvador Prometido, en forma de una figurita humana de luz con todos sus miembros ya
formados, incluso los deditos.
¡Ay! ¡Qué distinto es Nazaret de Jerusalén! Allí las mujeres tienen que quedarse en
el atrio sin poder entrar en el Templo, y solo los sacerdotes pueden entrar en El Santo, pero
aquí en Nazaret, en esta iglesia, el Templo mismo es una doncella, y el Sumo Sacerdote y el
Santísimo están en ella, y con él solo está ella. ¡Qué amoroso y qué maravilloso es todo, y
sin embargo, qué cosa más sencilla y natural! Se han cumplido la palabras de David en el
salmo 45: «El Espíritu santificó el Tabernáculo; Dios está en medio de ellos y no serán
quebrantados»2
.
Este misterio lo vi a medianoche. Al cabo de un rato, Ana y las demás mujeres
entraron donde María; un maravilloso movimiento de la Naturaleza las había despertado del
sueño; una nube de luz había aparecido sobre la casa. Cuando vieron que la Santísima
Virgen se arrodillaba bajo la lámpara en éxtasis profundo, se volvieron a marchar
reverentemente.
Al cabo de un rato de estar de rodillas, la Santísima Virgen se levantó, fue al
altarcito del oratorio en la pared y dejó caer para que se desenrollara el cuadro colgado en
la pared, en el que estaba la misma representación de una figura humana envuelta en velos
que había visto en casa de Ana cuando preparaba su viaje al Templo. Encendió la lámpara
sujeta a la pared y rezó de pie delante de ella; en un pupitre más alto tenía ante sí los rollos
de las Escrituras. Luego la vi irse a la cama a eso del alba.
Entonces mi guía me sacó afuera, y cuando ya estaba en el pequeño patio delantero
de la casa me asusté mucho pues allí acechaba escondida la asquerosa serpiente, que se me
tiró y quería meterse en los pliegues de mi ropa. Yo tenía un miedo horrible, pero mi guía
me sacó rápidamente de allí y de nuevo aparecieron los tres espíritus que volvieron a pegar
al monstruo, cuyos horribles gritos todavía creo oír con escalofríos.
Esa noche, al contemplar el misterio de la Encarnación, todavía tuve algunas
enseñanzas.
Ana tuvo la gracia de una iluminación interior y la Santísima Virgen supo que había
concebido al Mesías, al Hijo del Altísimo; todo su interior estaba iluminado a los ojos de su
alma. Pero a pesar de ello María aún no sabía que el trono de David su padre que daría el
Señor a su hijo sería sobrenatural; y tampoco sabía entonces que la casa de Jacob sobre la
que iba a reinar por toda la eternidad, según las palabras de Gabriel, sería la Iglesia en la
que volvería a reunirse la Humanidad renacida. La Santísima Virgen creía que el Salvador
sería un rey santo que purificaría a su pueblo y le daría la victoria sobre los infiernos.
Tampoco sabía entonces que para salvar a los humanos, este rey tendría que morir de
amarga muerte.
Se me enseñó por qué el Salvador quiso permanecer nueve meses en el seno de su
madre, por qué quiso nacer niño en vez de nacer perfecto y tan hermoso como el Adán
recién creado, pero ya no soy capaz de contarlo con claridad.
Sin embargo todavía persiste en mí la certeza de que el Salvador quiso volver a
santificar la concepción y el nacimiento humanos, tan envilecidos por el pecado original.
Y María había llegado a ser madre suya y él no había venido antes, porque solo ella,
y ninguna otra criatura antes ni después de ella, era el vaso limpio para la gracia que Dios
prometió a los hombres de humanarse y rescatarlos de sus culpas al satisfacer con su
Pasión.
La Santísima Virgen era la única flor pura que brotó en el género humano, y
floreció en la plenitud de los tiempos. Desde el principio habían contribuido a su llegada
todos los seres humanos que fueron hijos de Dios y lucharon por la Salvación. María era el
único oro puro de toda la Tierra. De toda la Humanidad, solo María era carne pura y sangre
inmaculada, preparada, depurada, congregada y ungida por todas las generaciones de sus
antepasados; dirigida, protegida y fortalecida por la Ley hasta que brotó como plenitud de
la gracia. Estaba prevista desde toda la eternidad y pasó por el tiempo como madre del
Eterno.
[En las fiestas de la Madre de Jesús, la Iglesia hace decir de sí misma a la Virgen en
los Proverbios de Salomón por boca de la Sabiduría divina:]
El Señor me poseyó desde el principio de sus caminos, antes que hiciera nada en el
comienzo. Fui decretada eternamente y desde el principio, antes que fuera hecha la Tierra.
Aún no existían los abismos y yo ya había sido concebida; aún no habían brotado las
fuentes de las aguas, aún no habían sido asentados los montes con su pesada mole; yo fui
engendrada antes que los collados.
»Aún no había hecho la Tierra ni los ríos ni los quicios del orbe de la Tierra.
Cuando preparaba los cielos, allí estaba yo; cuando ceñía los abismos con valla y ley
inmutable; cuando afirmaba los astros arriba y nivelaba las fuentes de las aguas; cuando
ponía términos al mar y dictaba la ley a las aguas para que no pasaran de sus límites;
cuando pesaba los fundamentos de la Tierra, con Él estaba yo, ordenándolo todo, y me
deleitaba todos los días jugando delante de Él todo el tiempo; jugando con el orbe de las
tierras; y mis delicias eran estar con los hijos de los hombres.
»Ahora pues, hijos míos, oídme. Bienaventurados los que guardan mis caminos.
Escuchad el consejo y sed sabios y no lo despreciéis. Bienaventurado el varón que me oye
y que vela todos los días a mi puerta y que guarda los umbrales de mi puerta. El que me
encontrare a mí, encontrará la vida y beberá a la salud del Señor.
La Santísima Virgen tenía unos catorce años en el momento de la encarnación de
Cristo. Cristo llegó a los 33 años y tres veces seis semanas; y digo tres veces seis porque así
me lo han mostrado en este momento, este número seis tres veces repetido.