La hija primogénita de Ismeria y Eliud se llamaba Sobé, y como no tenía la señal de
la Promesa, sus padres se atribularon mucho y volvieron al Horeb a buscar el consejo del
profeta. Arcos les exhortó a que rezasen y les prometió consuelo. Ismeria permaneció
estéril dieciocho años y cuando Dios volvió a bendecirla vi que tuvo una revelación
nocturna: vio que un ángel escribía una letra en la pared junto a su lecho; pienso que era
otra vez aquella M. Ismeria se lo dijo a su marido, pero éste también la había visto y
entonces los dos esposos, completamente despiertos, vieron la señal en la pared. A los tres
meses nació Santa Ana, que al nacer trajo al mundo aquella señal en el estómago.
A Ana la llevaron a la escuela del Templo cuando tenía cinco años, lo mismo que
hicieron más tarde con María; allí vivió doce años hasta que a los diecisiete la devolvieron
a casa, donde encontró dos niños nuevos: una hermanita que había nacido poco después que
ella, que se llamaba Maraha, y un hijito de su hermana mayor Sobé, que también se llamaba
Eliud.
Un año después Ismeria enfermó mortalmente y en su lecho de muerte aleccionó a
todos los suyos presentándoles a Ana como la futura ama de casa. Luego, antes de morir,
habló con ella a solas y la dijo que era un vaso de elección de la gracia de Dios, que tendría
que casarse y que fuera a buscar el consejo del profeta del Horeb.
Sobé, la hermana mayor de Ana, estaba casada con un tal Salomó y además de su
hijo Eliud tenía una hija, María Salomé, que fue la que más adelante tuvo de Zebedeo a los
apóstoles Santiago el Mayor y Juan. Sobé tuvo además una segunda hija que fue madre de
tres discípulos y tía del novio de Caná. Eliud, el hijo de Sobé y Salomó, fue el segundo
marido de Maroni, la viuda de Naim, y padre del niño que resucitó Jesús.
Maraha, la hermana menor de Ana, recibió la finca de Séforis cuando su padre Eliud
se trasladó al valle de Zabulón; se casó y tuvo una hija y dos hijos, Arastaria y Cojaria, que
fueron discípulos.
Ana tuvo todavía una tercera hermana, que era muy pobre y fue mujer de un pastor
de los pastizales de Ana; estaba mucho en casa de Ana.
El bisabuelo de Ana era profeta; Eliud, padre de Ana, era de la tribu de Leví, y su
madre Ismeria de la de Benjamín. Ana nació en Belén, pero más adelante sus padres se
mudaron a Séforis, a cuatro leguas de Nazaret, donde tenían casa en una finca. También
tenían fincas en el hermoso Valle de Zabulón, a legua y media de Séforis y tres de Nazaret.
En el buen tiempo, el padre de Ana iba mucho con su familia al Valle de Zabulón, y
después de la muerte de su esposa se mudó allí definitivamente, y de esta forma nacieron
sus contactos con los padres de San Joaquín, el que se casó con Ana. El padre de Joaquín se
llamaba Matzat (Matthat) y era el segundo hermano de Jacobo, padre de San José; el primer
hermano se llamaba Josés. Matzat se afincó en el Valle de Zabulón.
Los antepasados de Ana eran muy piadosos y devotos; eran de los que habían
llevado el Arca de la Alianza y desde el Santísimo recibieron rayos que transmitieron a su
descendencia, a Ana y a la Santísima Virgen.
Los padres de Ana eran ricos, cosa que supe por su gran hacienda, pues tenían
muchos bueyes, pero no lo guardaban para sí, sino que todo se lo daban a los pobres.
He visto a Ana de pequeña. No era especialmente bonita, pero sí más que otras; no
era ni de lejos tan bonita como María, pero era extraordinariamente sencilla y de una piedad
infantil, y así la he visto en todas las edades, de doncellita, madre y viejecita; y por eso
siempre que he visto una vieja aldeana de aspecto infantil se me ocurría: «Esta es como
Ana».
Ana tenía otros hermanos y hermanas que se casaron todos. Sus padres la tenían un
cariño especial y ella no quería casarse; tuvo al menos media docena de pretendientes y los
rechazó a todos. Cuando Ana fue a los esenios en busca de consejo como sus antepasadas,
recibió la indicación de que se casara con Joaquín, al que entonces todavía no conocía pero
que la pretendía desde que Eliud, el padre de Ana, se mudó al Valle de Zabulón donde vivía
Matzat, el padre de Joaquín. {Ana hubiera debido casarse con un levita de la tribu de Aarón
como las demás de su tribu, pero se casó con Joaquín de la tribu de David, pues María
debía ser de la tribu de David. Joaquín no era nada guapo. San José, incluso cuando ya no era joven, era en
comparación un hombre muy guapo. Joaquín era de figura menuda, ancho y sin embargo
delgado, y cada vez que pienso en él me veo obligada a reírme, pero era un hombre
maravilloso, santo y piadoso además de pobre1
.
Joaquín estaba emparentado con San José de la siguiente manera: el abuelo de José
que venía de David a través de Salomón, se llamaba Mazán y tuvo un hijo llamado Jacobo
y otro Josés; Jacobo fue el padre de José. Al morir Mazán, su viuda se casó con un segundo
marido, Leví, que también procedía de David, pero por Nathan, y con este Leví tuvo a
Matzat, padre de Helí, que así se llamaba también Joaquín. Los noviazgos eran entonces muy sencillos. Los novios estaban muy cohibidos y
tímidos; hablaban juntos pero sin pensar gran cosa en casarse, como hubieran debido hacer.
Si la novia decía que sí, los padres estaban conformes; y si decía que no y tenía sus razones,
también estaban de acuerdo. Formalizada la cosa con los padres, el compromiso se
realizaba en la sinagoga del lugar. El sacerdote rezaba en el sagrario donde se encontraban
los rollos de la Ley, y los padres en el lugar habitual mientras los novios iban juntos a un
sitio donde discutían sobre su contrato y sus intenciones. Si se ponían de acuerdo, se lo
decían a sus padres y éstos al sacerdote, quien entonces se acercaba y aceptaba la
declaración de los novios. Al día siguiente se casaban con toda clase de ceremonias al aire
libre.
Joaquín y Ana se casaron en un pueblecito donde únicamente había una modesta
escuela y solo estuvo presente un sacerdote. Ana tenía entonces unos 19 años. La pareja se
fue a vivir con Eliud, el padre de Ana; la casa pertenecía a la ciudad de Séforis pero estaba
a cierta distancia, en medio de un grupo de construcciones de las que era la mayor. Allí
vivieron varios años.
Ambos tenían una forma de ser poco común; eran ciertamente muy judíos, pero
tenían una gravedad extraordinaria que ni ellos mismos sabían. Rara vez los he visto reírse,
aunque al principio de su matrimonio no eran realmente tristes. Tenían un carácter tranquilo
y equilibrado y desde sus años jóvenes, algo de personas mayores y circunspectas. En mi
juventud he visto a veces jóvenes parejas de éstas, muy sensatas, y ya entonces pensaba
siempre: «Igualitos que Joaquín y Ana».
Los padres eran pudientes, tenían muchos rebaños, bonitas alfombras, vajillas y
muchos criados y criadas; no los he visto cultivar los campos, pero sí llevar el ganado a
pastar. Eran sumamente piadosos, fervorosos, bondadosos, sencillos y rectos. Muchas veces
repartían sus rebaños y todo lo suyo en tres partes, y daban al Templo un tercio del ganado,
que ellos mismos llevaban allí, donde lo recogían los servidores del Templo. El segundo
tercio lo daban a los pobres o a parientes necesitados, de los cuales la mayoría de las veces
algunos estaban allí y se lo llevaban. El último tercio y habitualmente el más pequeño lo
guardaban para sí.
Vivían muy frugalmente y se volcaban con quien los necesitara. Ya de niña pensaba
yo muchas veces que «basta con dar, porque quien da vuelve a recibir por partida doble» al
ver que su tercio siempre volvía a aumentar y que pronto estaban otra vez tan boyantes que
podían volver a hacer las tres partes.
Tenían muchos parientes que en las fiestas se reunían en su casa, pero nunca vi
grandes comilonas. De hecho los he visto dar de comer a un pobre de vez en cuando en sus
vidas, pero nunca vi verdaderos banquetes. Cuando estaban juntos, habitualmente los veía
tumbados en corro en el suelo, hablando de Dios muy esperanzados. Muchas veces vi entre
sus parientes algunos malvados que contemplaban con amargura y mal humor que miraran
al Cielo tan llenos de anhelo en sus conversaciones.
Pero ellos querían bien a estos malintencionados, no perdían la oportunidad de
invitarlos y les daban doble de todo. Muchas veces vi que éstos pedían con malos modos y
exigencias lo que la pareja ofrecía con amor. En la familia había pobres a los que muchas
veces daban un cordero y a veces más. La primera criatura que Ana alumbró en casa de sus padres fue una hija, pero no era
la hija de la Promesa porque al nacer no tuvo las señales profetizadas y su alumbramiento
se produjo en tristes circunstancias: Ana, que estaba esperando, tuvo problemas con la
servidumbre porque un pariente de Joaquín había seducido a una de sus criadas. Ana, muy
compungida de ver vulnerada así la severa disciplina de la casa, reprendió su falta a la
criada con cierta dureza, y ésta se tomó su desgracia tan a pecho que malparió antes de
tiempo un niño muerto. Ana estaba inconsolable; temía haber tenido la culpa y en
consecuencia también dio a luz prematuramente, y aunque su hija vivió, como no tenía las
señales de la Promesa y había nacido antes de tiempo, Ana lo tuvo por castigo de Dios y
estaba muy afligida pues creía haber pecado.
No obstante se alegraron de corazón con su hijita recién nacida y la llamaron
también María. Era una niñita cariñosa, piadosa y dulce que siempre vi crecer gordita y
fuerte. Sus padres la tenían mucho cariño pero les quedaba cierta intranquilidad y tristeza
porque sabían que no era el fruto santo que esperaban de su unión. Desde entonces hicieron penitencia mucho tiempo y vivieron en mutua continencia.
Ana se quedó estéril, lo que siempre consideraron consecuencia de sus pecados y por tanto
redoblaron sus buenas obras. Frecuentemente se retiraban a orar fervorosamente, separados
largas temporadas uno de otro; daban limosnas y enviaban ofrendas al Templo. Llevaban viviendo de este modo con su padre Eliud unos siete años, como pude ver
por la edad de su primera hija, cuando decidieron separarse de sus padres y trasladarse a
vivir a la casa de una finca que los padres de Joaquín les habían dado cerca de Nazaret con
el propósito de empezar allí de nuevo su vida matrimonial en la soledad y de conseguir la
bendición divina para su unión con un comportamiento más grato a Dios.
Vi que tomaron esta decisión en familia y que los padres de Ana prepararon el ajuar
de sus hijos. Repartieron sus rebaños y apartaron para el nuevo hogar bueyes, asnos y
corderos que eran mucho mas grandes que los que hay por aquí entre nosotros. Cargaron
toda clase de enseres, cacharros, recipientes y ropa en asnos y bueyes delante de la puerta;
aquella buena gente era tan hábil en cargarlo como los animales en recibirlo y transportarlo;
nosotros apenas podemos colocar nuestras cosas en un carro tan hábilmente como lo hacía
aquella gente en sus animales.
Tenían una vajilla muy bonita; todos los cacharros eran más lindos que ahora; era
como si el maestro alfarero hubiese hecho cada uno con distinto sentimiento y amor.
Llenaban y envolvían con musgo unas jarras frágiles decoradas artísticamente con toda
clase de imágenes, y las colgaban del lomo de las bestias sujetas al los extremos de una
correa. En el lomo de los animales pusieron también toda clase de fardos de mantas
multicolores y ropa, y colchas preciosas bordadas en oro. Los que partían recibieron de sus
padres una bolsa con un bultito pesado, que podría ser un trozo de metal precioso.
Cuando todo estuvo listo, se incorporaron a la comitiva criados y criadas que
arrearon el ganado y las acémilas hasta el nuevo domicilio, que estaba a cinco o seis leguas
de allí; creo que venían de parte de los padres de Joaquín. Ana y Joaquín se despidieron con
gratitud de sus amigos y sirvientes, y después abandonaron emocionados y llenos de
buenos propósitos el que hasta entonces había sido su hogar.
La madre de Ana ya no vivía, pero vi que los padres de ambos esposos los
acompañaron a su nuevo domicilio; tal vez Eliud hubiera vuelto a casarse o tal vez hubiera
entre ellos familia de los padres de Joaquín. María Helí, la primera hijita de Ana, que
tendría seis o siete años, iba también en la comitiva. La nueva vivienda estaba en un sitio muy agradable, una comarca ondulada rodeada
de prados y árboles a hora y media o una hora larga a Poniente de Nazaret, en un altozano
entre el valle de Nazaret y el de Zabulón. Desde la casa llevaba a Nazaret una cañada orlada
con una arboleda de terebintos.
Delante de la casa había un patio cerrado, cuyo suelo me parecía roca desnuda,
rodeado por una valla baja de piedras o rocas que tenía encima o detrás de ella un seto vivo
de plantas trepadoras. A un lado del patio se encontraban pequeñas edificaciones ligeras
para la servidumbre y para guardar todas clase de aperos, así como un cobertizo abierto
para albergar el ganado y las bestias.
Alrededor de la casa había varios huertos, y en uno de ellos, cercano a la casa, había
un árbol muy singular cuyas ramas se hundían en tierra, arraigaban y brotaban nuevos
árboles que hacían lo mismo, formando un círculo de pérgolas.
La casa era bastante grande. En medio estaba la puerta, que giraba sobre sus goznes;
el interior de la casa tendría la superficie de una iglesia de pueblo medianamente grande y
estaba dividida en las distintas habitaciones con tabiques de zarzo, más menos móviles, que
no llegaban al techo. La puerta principal daba a la primera parte de la casa, un gran zaguán
que ocupaba toda la anchura, que se usaba para los banquetes, y cuando había muchos
huéspedes para distribuirlos por medio de paneles según las necesidades en muchos
dormitorios pequeños.
Enfrente de la puerta principal, una puerta ligera en el centro de la pared trasera del
vestíbulo daba entrada a la parte central de la casa, es decir a un pasillo que llevaba a los
cuatro dormitorios de la derecha y los cuatro de la izquierda de esta parte de la casa. Estos
dormitorios también estaban formados con tabiques ligeros poco más altos que un hombre,
que por su parte superior terminaban en enrejados abiertos.
Desde aquí, el pasillo llevaba a la tercera parte o parte de atrás de la casa, que no era
rectangular, sino que, al igual que el contorno de la casa, terminaba en pico o semicircular
como el coro de la iglesia.
En medio de esta parte trasera, frente a la entrada, se alzaba el muro del hogar hasta
el tubo de chimenea que había en el techo de la casa; al pie de este muro se hallaba el fogón
donde se cocinaba. Delante de él colgaba del techo una lámpara de cinco brazos.
El espacio que estaba detrás y a ambos lados del hogar estaba dividido con
mamparos en varios cuartos más grandes. Detrás del hogar, diversos tapices formaban las
paredes de los dormitorios, el oratorio, el comedor y el cuarto de trabajo de la familia.
Detrás del hermoso huerto de frutales de la casa había campos, más allá un bosque y detrás
de él una montaña.
Los viajeros llegaron juntos a la casa y encontraron todo en su sitio, pues los
mayores habían mandado gente por delante para colocarlo todo. Los criados y criadas
habían descargado y puesto todo en su sitio tan bien y con tanto orden como cuando lo
cargaron, pues eran tan serviciales y trabajaban con tanto sentido y tan silenciosamente que
no hacía falta mandarles los detalles como ocurre hoy día. Así que enseguida quedó todo
tranquilo y sus padres, después que les hicieron entrega de su nueva casa, se despidieron de
Ana con bendiciones y abrazos y emprendieron el camino de vuelta con la hijita de Ana,
que se volvía con los abuelos.
En tales visitas y parecidas ocasiones nunca vi que esta gente celebrara banquetes,
sino que muchas veces se tumbaban en círculo en una alfombra poniendo ante sí unos
platillos y jarritas y casi todo el tiempo hablaban de asuntos de Dios y santas esperanzas. Aquí vi que esta santa pareja empezó una nueva vida; querían sacrificar a Dios todo
el pasado y pensar que estaban juntos por primera vez para esforzarse en impetrar con una
vida más grata a Dios, aquella bendición que era lo único que deseaban fervorosamente
para sí. Los vi andar a los dos entre sus rebaños y dividirlos en tercios para distribuirlos
entre el Templo, los pobres y ellos mismos, como anteriormente dije de sus padres. Hacían
llevar al Templo la parte mejor y más selecta; los pobres recibían un buen tercio y la peor
parte se la reservaban para sí; así hacían con todo lo suyo.
Su casa era bastante amplia y vivían en cuartitos separados donde muchas veces los
vi rezar con gran fervor cada uno por su lado. Así vivieron mucho tiempo; daban grandes
limosnas y por más veces que los vi repartir sus rebaños y pertenencias, todo volvía a
aumentar rápidamente. Vivían muy austeramente, en castidad y continencia. Durante su
oración les veía ponerse cilicios, y muchas veces vi a Joaquín implorar a Dios en los
lejanos pastizales de sus rebaños. Los diecinueve años siguientes al nacimiento de su
primera hija vivieron con esta severa conducta en la presencia de Dios anhelando
constantemente la bendición de la fertilidad mientras su aflicción iba en aumento. La mala
gente de la comarca se acercaban a ellos para insultarlos:
—Tienen que ser mala gente puesto que no tienen hijos; la hijita que está con los
padres de Ana no debe ser suya; Ana es estéril; la niña aquella es adoptiva, pues si no, la
tendrían con ellos, etc.
Estas habladurías todavía deprimían más a aquella buena gente.
Ana tenía fe firme y la persuasión íntima de que el advenimiento del Mesías estaba
próximo, y de que ella misma sería una de sus parientes carnales. Imploraba y clamaba que
se consumara la promesa y se esforzaba junto con Joaquín en conseguir continuamente
mayor pureza. La entristecía profundamente la afrenta de su esterilidad; y apenas podían
dejarse ver en la sinagoga sin que la ofendieran.
Joaquín, aunque flaco y bajito, era robusto y a menudo lo vi llevar ofrendas de
ganado a Jerusalén. Ana tampoco era alta y su figura era muy delicada; adelgazó tanto con
sus preocupaciones que las mejillas se le hundieron completamente, aunque conservaba
cierto rubor. Siguieron con la costumbre de repartir de vez en cuando sus rebaños con el
Templo y los pobres, y cada hacían más pequeña la parte que se reservaban para sí. Después de haber implorado sin éxito tantos años la bendición de Dios para su
matrimonio, vi que Joaquín quiso llevar una vez más su ofrenda al Templo. Los dos se
separaron para hacer penitencia y una noche los vi ceñidos de cilicios rezando tumbados en
el duro suelo. Luego, al romper el alba, Joaquín salió campo a través a los pastizales de su
ganado. Ana volvió a quedarse sola y poco después envió unos criados en pos de Joaquín
con palomas y otras aves, y toda clase de objetos en jaulas y cestas que Joaquín quería
ofrecer al Templo.
Joaquín tomó dos asnos de sus pastos y los cargó con éstas y otras cestas en las que
creo que metió tres animalillos blancos y alegres de largos cuellos que ya no me acuerdo si
eran corderos o cabritillos. Llevaba en un palo un farol que brillaba como una candela
dentro de una calabaza, y así le vi llegar con sus criados y bestias de carga a un bonito
campo verde que hay entre Betania y Jerusalén, en el que más adelante vi que Jesús
descansó muchas veces.
Subieron hacia el Templo y dejaron los asnos en el mismo albergue del Templo
cerca del Mercado de Ganado donde más adelante pararon cuando ofrendaron a María. Al
igual que en aquella ocasión, subieron sus ofrendas por la escalera, atravesaron las
viviendas de los servidores del Templo y entonces, después de entregarles las ofrendas a
éstos, los criados de Joaquín se volvieron2
.
Joaquín fue entonces al patio donde estaba la alberca donde se lavaban todas las
ofrendas, y luego siguió por un largo pasillo hasta una sala a la izquierda del lugar donde
estaba el Altar de los Perfumes, la Mesa de los Panes de Proposición y el Candelabro de
Siete Brazos. Allí estaban congregados otros que habían traído ofrendas. A Joaquín le
examinaron exhaustivamente, y Rubén, un sacerdote, rechazó sus ofrendas y en vez de
colocarlas bien visibles con las demás, detrás de la reja en el lado derecho de la sala, las
echó a un lado. Después, delante de todos los presentes, abochornó en voz alta al pobre
Joaquín a causa de su esterilidad, no le permitió acercarse y le mandó a un rincón
vergonzoso y entre rejas.
Joaquín abandonó el Templo con la mayor tribulación y, pasando por Betania, fue
en busca de consuelo y consejo a casa de una congregación de esenios de la región de
Maqueronte. En esta casa, y antes en aquella otra que está cerca de Belén, había vivido el
profeta Manajem, quien predijo a Herodes en su juventud que reinaría y cometería grandes
crímenes. De allí Joaquín fue al Monte Hermón donde estaban sus rebaños más alejados. Su
camino le llevó a través del desierto de Gaddí al otro lado del Jordán. El Hermón es un
monte largo y estrecho, que tiene la solana cubierta de verdor y llena de espléndidos
frutales, mientras que el lado opuesto está cubierto de nieve. Joaquín estaba tan triste y avergonzado por el desprecio recibido en el Templo que
ni siquiera mandó decir a Ana donde estaría, pero ella supo por otras personas que habían
estado presentes la humillación que había sufrido Joaquín, y su aflicción fue indescriptible.
La vi llorar muchas veces con el rostro en tierra porque no sabía dónde estaba su Joaquín,
que llevaba más de cinco meses escondido en el Hermón con sus rebaños.
Hacia el final de esta época, Ana tuvo aún que sufrir más por la descortesía de una
criada que le echaba continuamente en cara su desdicha. Pero un día, al principio de la
Fiesta de las Cabañuelas, cuando esta criada pretendió pasar la fiesta fuera de casa, Ana,
prevenida como estaba por la seducción de la anterior, se lo prohibió como madre prudente
que era. Entonces la criada la echó en cara su infecundidad y que Joaquín la hubiera
abandonado, diciéndola que eran castigos de Dios por su dureza, de un modo tan violento
que Ana no quiso aguantarla más tiempo en casa y la envió con regalos a casa de sus padres
acompañada por dos criados con la explicación de que aceptaran de nuevo a su hija en el
mismo estado en que la había recibido, pero que no se sentía capaz de tenerla más tiempo a
su custodia.
En cuanto despidió a la criada, Ana se fue a su cuarto a rezar tristemente. Al
anochecer se echó un mantón por la cabeza, se envolvió completamente en él y salió con un
farol al árbol grande del patio que dije antes, el que formaba una especie de pérgola.
Encendió una lámpara que colgaba del árbol en una especie de caja y se puso a rezar
leyendo en un rollo de pergamino.
El árbol era muy grande y tenía dentro asientos y pérgolas. Hundía sus ramas por
encima del muro hasta el suelo, donde volvían a arraigar y a rebrotar ramas que de nuevo
volvían a colgar y a arraigar y rebrotar y así sucesivamente hasta formar toda una serie de
pérgolas.
Este árbol es de la misma especie que el árbol de la fruta prohibida del Paraíso. Sus
frutos cuelgan de cinco en cinco de las puntas de las ramas; tienen forma de peras, por
dentro son carnosos con venas de color sangre y tienen en el medio un hueco a cuyo
alrededor están las pipas dentro de la carne. Las hojas son muy grandes y me parece que
fueron las que usaron Adán y Eva para cubrirse en el Paraíso. Los judíos las usaban sobre
todo para adornar las paredes en la Fiesta de las Cabañuelas porque, poniéndolas como
escamas, se ensamblan muy cómodamente por los bordes.
Ana estuvo mucho tiempo clamando a Dios debajo del árbol que aunque le hubiese
cerrado el vientre, no mantuviese lejos a su piadoso compañero Joaquín.
Y ¡mira! he aquí que entonces se le apareció un ángel del Señor que bajó de lo alto
del árbol, se le puso delante y la dijo que tranquilizara su corazón, que el Señor había
escuchado su oración. Que fuera al Templo a la mañana siguiente con dos criadas y que
llevara palomas para la ofrenda. La oración de Joaquín también había sido escuchada y ya
iba con su ofrenda de camino al Templo; ella lo encontraría debajo de la Puerta Dorada. La
ofrenda de Joaquín sería aceptada y ambos serían bendecidos; pronto sabría el nombre de la
criatura. El ángel la dijo también que había llevado la misma embajada a su marido y dicho
esto desapareció.
Llena de alegría, Ana dio gracias a Dios misericordioso. Volvió a entrar en casa y
preparó con las criadas lo necesario para viajar al Templo la mañana siguiente. Vi que a
continuación rezó y se acostó para dormir. Su lecho consistía en una manta estrecha y un
cojín redondo para debajo de la cabeza; por las mañanas enrollaba la manta.
Ana se quitó el vestido exterior, se envolvió de pies a cabeza en una tela ancha y se
tendió toda estirada sobre el costado derecho, de cara a la pared de su cuartito a lo largo de
la cual estaba su lecho.
Cuando llevaba dormida un ratito vi descender sobre ella desde arriba un resplandor
de luz que se concentró junto a su lecho en forma de joven resplandeciente. Era el ángel del
Señor que la dijo que concebiría una criatura santa. Luego, extendiendo su mano por
encima de ella, escribió en la pared grandes letras luminosas: era el nombre de María.
{He conocido el contenido de la frase, palabra por palabra. En resumen, expresaba
que ella debía concebir, que su fruto sería único y que la fuente de esa concepción era la
bendición que recibió Abraham. La he visto indecisa pensando en cómo se lo comunicaría a
Joaquín; pero se consoló cuando el ángel la reveló la visión de Joaquín. Tuve entonces la
explicación de la Concepción Inmaculada de María y supe que en el Arca de la Alianza
había estado oculto el sacramento de la Encarnación, la Inmaculada Concepción, el misterio
de la Redención de la Humanidad caída.}
El ángel volvió a desaparecer mientras se disolvía en luz. Ana, que mientras tanto
había tenido en el sueño un movimiento de íntima alegría, se incorporó en el lecho
semidespierta, rezó fervorosamente y sin darse cuenta bien volvió a dormirse.
Pero después de medianoche se despertó contenta como por una intuición interior, y
vio espantada y contenta lo que estaba escrito en la pared. Eran como grandes letras
relucientes rojas y doradas, aunque no muchas; las miró compungida y con alegría
indescriptible hasta que se apagaron al amanecer. Lo vio todo tan claro y su alegría creció
de tal manera, que cuando se levantó parecía completamente rejuvenecida.
En el instante en que la luz del ángel llevó la gracia a Ana, vi un resplandor bajo su
corazón y reconocí en ella a la madre elegida, al vaso glorioso de la gracia venidera. Solo
puedo expresar lo que distinguí en ella diciendo que supe que era una madre bendita a la
que le adornaban una cuna, le vestían una camita o le abrían un tabernáculo para que
recibiera y conservara dignamente la santidad. Vi que Ana quedó abierta a la bendición por
gracia de Dios. Es indecible la forma maravillosa en que lo supe, pues reconocí en Ana la
cuna de toda la salvación humana, y al mismo tiempo un vaso sagrado de la Iglesia, del
cual se había retirado el cenotafio; y esto también lo supe de forma natural, y todo este
conocimiento era una sola cosa al mismo tiempo natural y sagrada. Me parece que Ana
tenía entonces cuarenta y tres años.
Entonces Ana se levantó, encendió su lámpara, rezó y emprendió viaje a Jerusalén
con sus ofrendas. Aunque la aparición del ángel solo la sabía ella, esa mañana todos los de
la casa exultaban con maravillosa alegría. A esa misma hora vi a Joaquín con sus rebaños en el Monte Hermón, más allá del
Jordán. Imploraba a Dios con continuas oraciones que le escuchara. Cuando veía brincar
los corderitos que balaban tan contentos alrededor de sus madres, se afligía mucho por no
tener niños, pero no dijo a sus pastores la causa de su tristeza. Era la época de la Fiesta de
las Cabañuelas, y él y sus pastores ya estaban construyendo las chozas de ramas.
Joaquín estaba rezando, perdida la esperanza de ir como de costumbre a la fiesta en
Jerusalén a presentar sus ofrendas porque pensaba en la humillación que había sufrido allí,
cuando se le apareció el ángel que le ordenó que viajara consolado al Templo, ya que su
ofrenda sería aceptada, su oración escuchada, y encontraría a su esposa debajo de la Puerta
Dorada.
{Joaquín se sentía temeroso de ir, pero el ángel le dijo que los sacerdotes ya tenían
aviso de su visita.}
Entonces vi que Joaquín repartió alegremente una vez más su ganado en tres partes.
¡Cuánto ganado tenía y qué bonito era! Guardó la parte más pequeña para sí, otra mejor la
envió a los esenios, y la más hermosa de todas la llevó al Templo con sus criados. Llegó a
Jerusalén al cuarto día de la fiesta y entró en el Templo como hacía antes.
Ana también llegó a Jerusalén el cuarto día de la fiesta, y se alojó con los parientes
de Zacarías junto al Mercado del Pescado; solo se encontró con Joaquín al final de la fiesta.
Vi que, aunque la vez anterior la ofrenda de Joaquín había sido rechazada por
indicación de Lo Alto, a aquel sacerdote que en vez de consolarle le increpó con tanta
dureza, le había caído no sé qué castigo divino por ello.
Sin embargo esta vez los sacerdotes tenían advertencias de Lo Alto de que aceptaran
su ofrenda y vi que, cuando Joaquín anunció que llegaba con su ofrenda de animales,
algunos de ellos salieron a su encuentro a recibir sus dones delante del Templo. El ganado
que traía de regalo al Templo no era propiamente ofrenda; su ofrenda para el sacrificio
consistía en dos corderitos y tres animalitos alegres, creo que cabritillos. Vi también que
muchos hombres que le conocían le felicitaban porque su ofrenda fuera aceptada.
En el Templo todo estaba abierto y adornado con guirnaldas de hojas y frutas, y
habían puesto una enramada en un sitio donde había ocho columnas exentas. Joaquín hizo
el mismo recorrido que la vez anterior; su ofrenda fue sacrificada y quemada en el sitio de
costumbre, pero parte de ella se quemó, sin embargo, en otro lugar; me parece que a la
derecha del atrio donde estaba la gran cátedra3
.
Los sacerdotes celebraron una ofrenda de perfumes en El Santo, encendieron
lámparas, y también algunas luces del candelabro de los siete brazos, aunque no las siete a
la vez. A menudo he visto que encendían distintos brazos del candelabro según las
ocasiones. Cuando se alzó el humo del incienso vi caer un rayo de luz sobre el sacerdote que
estaba sacrificando en El Santo, a la vez que sobre Joaquín, que estaba afuera en la sala. Se
hizo una pausa en la celebración como causada por el estupor y el conocimiento
sobrenatural. Dos sacerdotes salieron como por mandato divino a buscar a Joaquín a la sala
y le llevaron por el camino de las cámaras laterales hasta el Dorado Altar de los Perfumes
de El Santo. El sacerdote entonces puso algo en el Altar de los Perfumes; no me parecieron
granos sueltos de incienso, sino más bien una masa compacta que ya no recuerdo en qué
consistía4
.
Esta masa se consumía con mucho humo y fragancia encima del Dorado Altar de
los Perfumes y delante del velo del Santísimo. El sacerdote abandonó El Santo, y Joaquín
se quedó solo. Mientras se consumía la ofrenda de incienso, le vi arrobado de rodillas con
los brazos en cruz. {Permaneció encerrado en el Templo toda la noche, rezando con gran
devoción.} Entonces se le acercó un ángel, una forma luminosa como la que más tarde se
apareció a Zacarías con ocasión de la promesa del Bautista; el ángel habló a Joaquín y le
dio una hoja en la que reconocí, escritos con letras luminosas, los tres nombres de Helia,
Hanna, Miryam5
.
En este último nombre vi la imagen de un Arca de la Alianza pequeña o un
sagrarito. Joaquín se puso la hoja sobre el pecho, bajo la túnica. El ángel le dijo que su
esterilidad ya no sería para él vergüenza sino gloria, pues por su medio, su esposa
concebiría la cumbre de la bendición de Abraham, el fruto inmaculado de la bendición de
Dios. Como Joaquín no llegaba a comprenderlo, el ángel le llevó detrás de la cortina, lo
bastante separada de la reja del Santísimo como para poder estar de pie, y se acercó al Arca
de la Alianza, de la que me parece que sacó algo. Puso delante de Joaquín una bola
reluciente o un disco luminoso y le ordenó que echara allí encima su aliento y que mirara6
.
Con el aliento de Joaquín, en el círculo de luz se formaron toda clase de imágenes, y
él las veía. Su aliento no había empañado el círculo, y el ángel le dijo que Ana concebiría
su criatura tan limpia como su aliento había dejado a la bola.
Después vi que el ángel levantó la bola de luz, que era ahora como una
circunferencia en el aire, y vi en ella como a través de un agujero una sucesión de cuadros
sucesivos desde la caída en el pecado hasta la salvación de la Humanidad. Todo un mundo
creció y se fue separando de la bola; lo supe y lo entendí todo pero ya no puedo repetirlo en
detalle.
Arriba, en la cumbre más alta, vi a la Santísima Trinidad, y por debajo de ella y a un
lado, el Paraíso, Adán y Eva, el pecado original, la Promesa de la Salvación con todas sus
prefiguraciones, Noé, el Diluvio, el Arca, la Bendición recibida por Abraham, el traspaso
de la Bendición de Abraham a su primogénito Isaac, y de Isaac a Jacob, y luego cómo el
ángel se la quitó a Jacob cuando forcejearon y después cómo llegó la Bendición a José en
Egipto, y cómo la Bendición se hizo de un grado superior en José y su mujer y luego cómo
Moisés sustrajo de Egipto Lo Santo de la Bendición junto con las reliquias de José y de su
mujer Asenet, y como el Santísimo del Arca de la Alianza se convirtió en la sede de Dios
vivo en medio de su pueblo.
Luego vi el servicio a Lo Santo y la conducta del pueblo de Dios con él; las
instrucciones y enlaces para desarrollar la estirpe santa, el linaje de la Santísima Virgen y
todas las prefiguraciones y símbolos de la Virgen y del Salvador en la historia y en los
profetas.
Todo aquello lo vi en símbolos que estaban alrededor así como arriba, abajo y
dentro del círculo de luz. Vi grandes ciudades, torres, palacios, tronos, puertas, jardines,
flores, y todo ello maravillosamente unido entre sí como con puentes de luz, y combatido y
asaltado por bestias feroces y otras apariciones violentas. Todos estos cuadros presentaban
cómo el linaje de la Santísima Virgen, en la que Dios quiso encarnarse y humanarse, fue
conducido por la gracia de Dios a través de muchas tentaciones y combates, lo mismo que
todos los santos.
También me acuerdo de haber visto en cierto punto de esta serie de cuadros un
jardín rodeado por todas partes por un espeso seto de zarzas que en vano intentaban
atravesar multitud de serpientes y bichos repulsivos. Vi también una torre firme asaltada
por todas partes por guerreros, que se despeñaban desde ella al intentarlo. Vi muchos
cuadros de este tipo que se referían a la historia de la Santísima Virgen y de sus
antepasados. Los pasos y puentes que lo unían todo significaban la victoria sobre los
obstáculos, estorbos e interrupciones de la salvación.
Era como si la misericordia de Dios hubiera introducido carne limpia y sangre
purísima en la Humanidad como en un turbio torrente y que sus elementos dispersos
tuvieran que reencontrarse con grandes trabajos y fatigas mientras la corriente entera
trataba de incorporárselos y empañarlos. Finalmente, tras mucho enturbiar y purificar, y
merced a las incontables gracias de Dios y a las fieles colaboraciones humanas,
continuamente vertidas en nuevos torrentes, aquellos elementos dispersos se habían reunido
y ahora surgía del torrente como la Virgen Santa en la que el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros.
Entre las imágenes que vi en la bola de luz había muchas que se nombran en la
Letanía Lauretana de la Santísima Virgen, imágenes que siempre veo, entiendo y adoro con
profunda devoción cada vez que rezo la letanía.
Y las imágenes de la bola siguieron desarrollándose hasta la plenitud de la
misericordia de Dios con esta Humanidad sumida en infinita división y dispersión. Y las
imágenes de la bola de luz se juntaron con la Jerusalén celestial al otro lado a los pies del
Trono de Dios, enfrente del Paraíso7
.
Cuando terminé de ver todos estos cuadros, desapareció la bola de luz, que en
realidad no era más que una serie de imágenes dentro de un disco de luz, que salían de un
punto y volvían a perderse en él.
Pienso que todo ello fue el conocimiento que el ángel le reveló a Joaquín en una
visión que yo también vi. Siempre que veo una comunicación así, se aparece en un círculo
de luz como una bola. {Sin abrir la puerta del Arca, el ángel sacó algo de dentro: era el Misterio del Arca
de la Alianza, el Sacramento de la Encarnación, de la Inmaculada Concepción, el
cumplimiento y la culminación de la Bendición de Abraham.}
Entonces le vi ungir o signar la frente de Joaquín con las puntas de los dedos índice
y pulgar, y que le daba a comer un bocado resplandeciente y a beber el líquido luminoso de
un vasito resplandeciente que tomó con dos dedos, que era de la forma del Cáliz de la Cena
pero sin pie. Me pareció también que con estos alimentos les daba en la boca una espiguita
luminosa de trigo y una uvita de luz, y entendí que en lo sucesivo desaparecieron de
Joaquín las ganas de pecar y toda impureza.
Vi a continuación que el ángel le había hecho partícipe a Joaquín de la más alta
cumbre y la flor suprema de aquella Bendición que Dios dio a Abraham y que finalmente
pasó de José a Lo Santo del Arca de la Alianza, sede de Dios entre su pueblo. El ángel dio
esta Bendición a Joaquín de la misma forma que en otra ocasión me mostraron que
Abraham la recibió del ángel, con la única diferencia que para bendecir a Abraham, el
ángel sacó la Bendición de sí mismo, como de su pecho, mientras que la de Joaquín pareció
que la sacaba del Santísimo8
.
Al bendecir a Abraham, fue como si Dios instituyese la gracia de esa Bendición y
bendijera con ella al padre de su futuro pueblo para que de él salieran las piedras para
construir su Templo. Pero cuando Joaquín recibió la Bendición fue como si el ángel retirase
Lo Santo del Tabernáculo del Templo y se lo pasase a un sacerdote para que formara con
ella el vaso sagrado donde habría de encarnarse el Verbo. Esto es inexpresable, porque es el
Santísimo invulnerable herido en los seres humanos por el pecado original.
Desde mi más temprana juventud, al contemplar el Antiguo Testamento he visto
muchas veces el interior del Arca de la Alianza y siempre he sentido que todo aquello era
como el interior de una iglesia perfecta, solo que más seria y temible. No solamente he
visto dentro de ella las Tablas de la Ley como Palabra de Dios escrita, sino también la
presencia sacramental de Dios vivo, que era al mismo tiempo como la raíz del vino y el
trigo, de la carne y la sangre de la futura ofrenda de salvación.
Era una Bendición por cuya gracia, con la temerosa cooperación según la Ley de los
que procederían de aquel tronco, finalmente brotó aquella pura flor donde el Verbo se hizo
carne y en la que Dios se hizo hombre para ser carne y sangre para nosotros. En la Nueva
Alianza, Dios se ha instituido a sí mismo con su humanidad y su divinidad en un
sacramento que si no lo gustamos no tendremos vida eterna9
.
Nunca eché en falta la presencia sacramental de Dios en el Arca de la Alianza, salvo
cuando caía en manos enemigas, porque entonces Lo Santo se refugiaba en el Sumo
Sacerdote o en algún profeta. {Solo más tarde echaron en falta Misterio del Arca los
sacerdotes del Templo. Desde entonces se extraviaron del todo y se volvieron farisaicos.}
Más adelante, el Arca de la Alianza, sin Lo Santo y solo con las Tablas de la Ley, se me
asemejaba al templo de los samaritanos en el Garizim, o a una iglesia actual en la que no
esté el Santísimo Sacramento, y en vez de Tablas de la Ley escritas por mano de Dios solo
haya Sagradas Escrituras entendidas por seres humanos.
En el Arca de la Alianza de Moisés que estuvo en el Tabernáculo en el desierto y en
el Templo de Salomón, veía el Santísimo de la Vieja Alianza en forma de dos pequeñas
figuras de luz que se interpenetraban en el interior de una circunferencia luminosa. Pero
ahora que el ángel hizo partícipe a Joaquín de esta Bendición, fue como si el ángel pusiera
dentro de la túnica de Joaquín abierta sobre su pecho algo luminoso igual que un
resplandeciente pimpollo en forma de refulgente alubia.
Al entregarle la Bendición a Abraham también le pasaron esta gracia, que residió en
él con la eficacia fijada por Dios hasta que la transmitió a su primogénito Isaac, de quien
pasó a Jacob y de éste a José, por medio del ángel, y de José y su mujer llegó, aún con
mayor significado, al Arca de la Alianza.
Entendí que el ángel mandó a Joaquín conservar el secreto y por eso supe por qué
más adelante Zacarías, padre del Bautista, se quedó mudo después que el ángel Gabriel le
dio junto al altar de los perfumes la bendición y el anuncio de la fertilidad de Isabel (Lc 1,
9-22).
Se me reveló que con esta Bendición, Joaquín recibió el fruto supremo y el
cumplimiento propiamente dicho de la Bendición de Abraham, la Bendición para la
concepción inmaculada de la Virgen Santísima que aplastó la cabeza de la serpiente.
Acto seguido el ángel volvió a sacar a Joaquín al Santo y se desvaneció. Joaquín
cayó al suelo en éxtasis, completamente rígido, y cuando volvieron a entrar los sacerdotes
le encontraron allí con la cara resplandeciente de alegría. Lo levantaron reverentemente y lo
llevaron afuera a una silla en la que normalmente solo se sentaban sacerdotes. Allí le
lavaron la cara, le pusieron bajo la nariz una cosa de olor reconfortante, le dieron de beber y
le hicieron todo lo que suele hacerse con los desmayados. Cuando Joaquín se recuperó,
parecía resplandeciente, lozano y como rejuvenecido.