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LA ESTIRPE DE MARÍA

GENERALIDADES SOBRE LOS ANTEPASADOS DE LA SANTÍSIMA VIRGEN






La noche pasada aparecieron ante mi alma una serie de cuadros de los antepasados de la Virgen María que he visto de niña muchas veces y siempre de la misma manera. Si pudiera contarlo todo tal como lo sé y como lo tengo ante mis ojos, el Peregrino se alegraría mucho. Al contemplarlos, yo misma me he sentido profundamente reconfortada en mis calamidades. Cuando era pequeña estaba tan segura de estas cosas que, si me las contaban de otra manera, replicaba rotundamente: -No, que va, eso es así y asá. Me hubiera dejado matar a gusto por decir que era así y no de otra manera, pero más tarde el mundo me volvió insegura y me callé, aunque siempre me ha quedado esta certeza interior, y esta noche he vuelto a verlo todo hasta en sus más nimios detalles. Cuando era pequeña, mis pensamientos siempre estaban ocupados con el belén, el Niño Jesús y la Madre de Dios, y muchas veces me extrañaba que no me contasen nada de la familia de la Madre de Dios y no podía comprender por qué se había escrito tan poco de sus antepasados y parientes. Estaba yo con este anhelo de saber cuando tuve un montón de visiones de los antepasados de la Santísima Virgen; los vi hasta la cuarta o la quinta generación, y siempre como gente maravillosamente piadosa y sencilla en quienes moraba el anhelo hondo y secreto de que llegara el Mesías prometido. Vi que esta buena gente convivía siempre entre otras personas que en comparación me parecían tan brutos como los bárbaros; pero a ellos los veía tan suaves, silenciosos y humildes, que muchas veces me decía en pensamientos, toda preocupada:  -Ay, ¿Dónde estará esta buena gente? ¿Cómo se salvarán de esos brutos malvados? ¡Quiero buscarlos, quiero servirles, quiero huir con ellos a un bosque donde puedan esconderse! ¡Ay, seguro que todavía los encuentro! Los veía y creía en ellos con tanta seguridad que siempre andaba temerosa y preocupada por ellos. Siempre he visto que esta gente vivía con muchas renuncias; muchas veces los casados se comprometían temporalmente entre sí a la mutua continencia, lo que me alegraba mucho sin que pudiera decir exactamente por qué. Las más de las veces observaban esta continencia cuando los varones se preparaban para cualquier tipo de servicio religioso con incienso y oraciones, por lo que caí en la cuenta que entre ellos había sacerdotes. Vi que muchas veces se mudaban de un lugar a otro abandonando grandes fincas y retirándose a otras más pequeñas a fin de que los malos no se entrometieran en sus vidas. Eran tan fervorosos y estaban tan llenos de ansias de Dios que muchas veces los he visto correr solos por el campo, día y noche, implorando y clamando a Dios con tan vehementes deseos que desgarraban sus ropas sobre el pecho con el ansia que tenían de que Dios encendiera sus corazones con los ardientes rayos del sol, o de que saciara con la luz de la luna y el titilar de las estrellas su sed de que se consumara la promesa. Estas contemplaciones las tuve de pequeña o de jovencita, cuando rogaba a Dios de rodillas, sola en los pastos con el ganado o por la noche en los campos más altos de los aldeanos, o también cuando a medianoche, en Adviento, andaba tres cuartos de hora por la nieve desde nuestra choza de Flamske para ir los oficios de Rorate en la iglesia de Santiago de Coesfeld. Por las tardes y también por las noches, antes rezaba con mucha devoción por las pobres ánimas benditas que estaban sufriendo ansias de salvación porque en su vida no habían despertado lo suficiente ese anhelo, se habían dado a la codicia por criaturas y bienes del mundo, o habían caído en faltas de todo tipo. Ofrecía por ellas mi anhelo al Dios mi Salvador como si quisiera pagar sus deudas, pero también sacaba algo de provecho porque sabía que ellas, por gratitud y por su constante deseo de ayuda en oraciones, me despertarían a tiempo para que no me quedase dormida. Se acercaban flotando a mi cama como tenues y silenciosas lucecillas y me despertaban en el minuto justo para que pudiera ofrecer por ellas mi oración matinal. Luego me rociaba yo y las rociaba a ellas con agua bendita, me vestía, me ponía en camino y veía que las pobres lucecillas me acompañaban tan ordenadas como una procesión. Entonces me ponía a cantar de todo corazón por el camino: -¡Cielos, dejad caer el rocío sobre los justos; nubes, lloverle encima! Y a ratos veía a los antepasados de la Santísima Virgen correr llenos de gran ansia y clamar por el Mesías en el desierto y en los campos. Hacía como ellos y siempre llegaba a tiempo a misa de Rorate en Coesfeld, aunque mis ánimas queridas a veces me hicieran dar grandes rodeos para llevarme por todas las estaciones del vía crucis. Cuando veía que todos los antepasados de la Santísima Virgen rezaban con tanta hambre de Dios, me parecían muy extraños en su traje y forma de ser, pero los veía tan claros y cercanos que todavía ahora los tengo ante mis ojos y conozco todas sus figuras y facciones. Siempre pensaba para mí: -¿Qué clase de gente será esta? ¡Nada es como ahora y sin embargo esta gente está aquí y todo esto ha ocurrido! Y así esperaba y sigo esperando irme con ellos. Esta buena gente era muy precisa y exacta en obras, palabras y en su servicio divino, y no se quejaba jamás, salvo por las penas del prójimo. Tuve una minuciosa visión de los antepasados de Santa Ana, madre de la Santísima Virgen; vivían en Mara, en la comarca del Monte Horeb, y mantenían relación espiritual con una clase de israelitas muy piadosos, de los que he visto muchas cosas y de los que quisiera contar lo que todavía se. Ayer estuve casi todo el día con ellos y si no me hubieran apremiado tanto con visitas, no se me habría olvidado la mayor parte. Estos piadosos israelitas que tenían relación con los antepasados de Santa Ana se llamaban esenios o eseos, pero habían tenido tres nombres distintos: primero se llamaron escarenos, luego jasideos y finalmente esenios o eseos. Su primer nombre escarenos venía de la palabra escara o ascara que designa la parte del sacrificio consagrada a Dios y el fragante incienso de la ofrenda de flor de harina. El segundo nombre casideos o jasideos, quiere decir <los compasivos>, pero ya no sé de dónde les vino. Esta clase de gente piadosa venía de los tiempos de Moisés y Aarón y más precisamente de los sacerdotes que portaban el Arca de la Alianza, pero sólo recibieron una regla de vida concreta en la época entre Isaías y Jeremías. Al principio no eran demasiados, pero después vivían en Tierra Prometida en un espacio de 48 horas de largo y 36 de ancho. Sólo más tarde llegaron a la región del Jordán. Vivían sobre todo en los montes Horeb y Carmelo, donde había estado Elías. En tiempos de los abuelos de Santa Ana, los esenios tenían su superior espiritual en el Monte Horeb, un anciano profeta que se llamaba Arcos o Arcas. Su regla tenía mucho en común con la de una orden religiosa y los aspirantes tenían que sufrir pruebas durante un año y después se les aceptaba por un tiempo más o menos largo según inspiraciones proféticas de lo alto. Los miembros de la orden propiamente dichos vivían en comunidad y no se casaban sino que permanecían vírgenes. Pero había gente que se había salido de la orden o que simpatizaba con ella, que se casaba y mantenía con sus hijos y con quienes vivían en su casa un trato similar al de los esenios propiamente dichos. Entre unos y otros había una relación similar a la que hoy día entre los laicos de la tercera orden, los llamados terciarios, y el clero de su orden, pues estos esenios casados buscaban la enseñanza y el consejo del superior de los esenios, el profeta del Monte Horeb, en todas las ocasiones y asuntos importantes, y especialmente en los matrimonios de sus allegados. Los abuelos de Santa Ana pertenecían a esta rama de esenios casados. Más adelante hubo también una tercera rama de esenios que todo lo exageraron y llegaron a grandes errores, pero vi que los demás no los aceptaron consigo. Los esenios propiamente dichos se ocupaban principalmente de asuntos proféticos, y su superior del Monte Horeb tuvo muy a menudo en la Cueva de Elías revelaciones divinas referentes al Mesías. Sabía de qué familia saldría la madre del Mesías y, al profetizar sobre asuntos de matrimonio de los antepasados de Santa Ana, vio cómo se iba acercando la hora del Señor, pero como no sabía cuánto tiempo aún obstaculizaría o retrasaría el pecado el nacimiento de la madre del Salvador, exhortaba a la penitencia, la mortificación, la oración y el sacrificio interno, ejercicio grato a Dios en el que los esenios siempre dieron ejemplo, y siempre con idéntico propósito. Antes de que Isaías los reuniera y les diera una regla fija, los esenios vivían dispersos como israelitas piadosos entregados a la mortificación. Llevaban siempre la misma ropa y no se la remendaban hasta que se les caía del cuerpo. Combatían sobre todo la inmoralidad y a menudo vivían de mutuo acuerdo largas temporadas de castidad en cabañas muy separadas de sus esposas; pero si vivían conyugalmente lo hacían únicamente con el propósito de conseguir una santa descendencia útil para el advenimiento de la Salvación. Los he visto comer separados de sus mujeres; cuando el hombre abandonaba la mesa, venía la mujer para tomar su comida. En aquellos tiempos ya había entre los esenios casados antepasados de Santa Ana y de otros santos. Jeremías también tuvo relación con ellos; y de ellos eran los que se llamaban <Hijos de los Profetas> que frecuentemente vivían en el desierto en torno a los montes Horeb y Carmelo. Más tarde también vi muchos en Egipto; y también he visto que a causa de una guerra los expulsaron una temporada del monte Horeb hasta que un nuevo jefe volvió a reunirlos. Los Macabeos también eran de ellos. Veneraban mucho a Moisés y tenían uno de sus trajes sagrados, que les había llegado a través de Aarón, a quien se lo había dado Moisés. Era su mayor reliquia y en una visión que tuve vi que quince de ellos murieron en su defensa. Sus superiores proféticos tenían conocimiento de los sagrados misterios del Arca de la Alianza. Los verdaderos esenios con voto de virginidad eran de una pureza y una piedad indescriptibles. Llevaban largas vestiduras blancas que conservaban perfectamente limpias. Adoptaban niños y los educaban en la mayor santidad. Para llegar a convertirse en miembro de esta severa orden había que ser mayor de catorce años. La gente ya probada sólo tenía que sufrir un año de probación, y los demás, dos años. No realizaban ninguna clase de comercio y sólo trocaban sus productos agrícolas por lo que necesitaban. Tan pronto alguno pecaba gravemente, se le expulsaba con el anatema que su superior pronunciaba contra él; este anatema tenía fuerza semejante al de Pedro contra Ananías, que le acarreó la muerte. El superior sabía por don profético quién había pecado. También vi esenios sometidos a penitencias; así por ejemplo, tenían que ponerse un traje rígido cuyas mangas, rígidas y extendidas, por dentro estaban llenas de púas. El Monte Horeb estaba lleno de cuevecitas que eran las celdas donde habitaban. En una cueva más grande habían hecho con zarzos ligeros una sala de reunión donde se reunían a comer a las once de la mañana. Cada uno tenía ante sí un panecillo y una jarra. El superior iba de un puesto a otro bendiciendo el pan de cada uno. Después de comer, cada uno volvía a su celda individual. En esta sala de reunión había un altar con panecillos benditos que estaban tapados, eran una especie de reliquia que se repartía a los pobres. Los esenios tenían muchas palomas domésticas que comían en sus manos. Aunque se las comían, también las usaban para usos religiosos; decían algo sobre ellas y las echaban a volar. También vi que echaban a correr al desierto corderos después de haber pronunciado unas palabras sobre ellos, como si los corderos llevaran sobre sí sus pecados. Vi que iban tres veces al año al Templo de Jerusalén. Tenían entre ellos sacerdotes que se ocupaban especialmente de cuidar las vestiduras sagradas; las limpiaban, costeaban su hechura y preparaban otras nuevas. Los vi practicar la agricultura, la ganadería y especialmente la horticultura; entre sus cabañas, el Monte Horeb estaba lleno de huertas y frutales. A muchos de ellos los vi tejer y trenzar así como bordar vestidos sacerdotales. No vi que trabajaran la seda por sí mismos, sino que la llevaban a vender en fardos que trocaban por otros productos. En Jerusalén tenían su barrio aparte, y en el Templo también ocupaban un lugar separado; los otros judíos tenían cierta animadversión contra ellos por la rigidez de sus costumbres. Los vi enviar regalos al Templo, por ejemplo, enormes racimos de uvas que llevaban entre dos colgando de un palo. También enviaban corderos, pero no para sacrificarlos, sino que me parece que los dejaban sólo para corretear por el jardín. En los últimos tiempos no he visto que los verdaderos esenios ofrecieran sacrificios sangrientos en el Templo. Antes de viajar al Tiempo siempre se preparaban muy estrictamente con oración, ayunos, penitencias e incluso azotes; si alguno iba al Santísimo del Templo cargado de pecados y sin haberlos expiado con penitencias, solía morirse de repente. Si a lo largo del viaje, o en Jerusalén, encontraban por el camino algún enfermo o desvalido, no iban al Templo hasta prestarle toda la ayuda posible. En general se ocupaban mucho de curar; recogían plantas y preparaban pociones. Ahora he visto que también eran esenios la gente santa que en otros tiempos vi que acostaban a los enfermos en yacijas de plantas medicinales. Los esenios curaban a los enfermos imponiéndoles las manos o poniéndose encima de ellos con los brazos extendidos. Los vi asimismo curar a distancia de una forma maravillosa: los enfermos que no podían acudir por sí mismos enviaban un representante al que los esenios hacían todo lo que habrían hecho al enfermo; se anotaba la hora, y el lejano enfermo se curaba a esa misma hora. En el Monte Horeb los esenios tenían en las paredes de sus cuevas unas hornacinas con reja donde guardaban viejos huesos sagrados muy bellamente envueltos en seda y algodones. Eran huesos de los profetas que habían vivido aquí, y también de los hijos de Israel muertos en los alrededores; les ponían al lado tiestos pequeños con plantas verdes y lámparas delante, y rezaban ante ellos. Todos los esenios célibes que vivían en el Monte Horeb y en monasterios de otros lugares eran muy pulcros. Llevaban largas vestiduras blancas. En las ceremonias solemnes de oración, el superior de los esenios del Horeb llevaba maravillosas vestiduras sacerdotales del estilo de las del Sumo Sacerdote de Jerusalén, aunque más cortas y no tan suntuosas. Cuando oraba y profetizaba en la Cueva de Elías en lo alto del Horeb, llevaba siempre estas vestiduras sagradas, que consistían en ocho piezas. Había entre ellas una gran reliquia: una especie de sobreveste o escapulario para pecho y espalda que Moisés había llevado sobre su cuerpo desnudo y que de él pasó a Aarón y después a los esenios. El profeta Arcos, superior del Horeb, llevaba este manto sobre su cuerpo desnudo siempre que se revestía con todos los ornamentos para rezar pidiendo iluminación profética. Se ponía una faja en el vientre, y en el pecho y la espalda este sagrado manto, que me propongo describir lo mejor que recuerde. Quedará más claro si recorto en papel una especie de patrón. Extendido, este sagrado escapulario tenía poco más o menos esta forma. La tela era tiesa como un tejido de crin. En el centro de sus partes delantera y trasera había un trozo triangular doble y como pespunteado. No puedo decir con seguridad qué es lo que tenía dentro. El cuello del escapulario tenía por delante un corte en triángulo y la separación se ataba por arriba con una cinta o correíta. El triángulo colgaba de la tela por su punta inferior y podía ponerse encima de otra abertura que había en el pecho, tapándola completamente. El sitio doble que cité antes estaba como surcado de pespuntes y tenía letras sujetas con púas pequeñas que por el otro lado sobresalían como ganchitos puntiagudos que pinchaban el pecho. En el triángulo que tenía cortado arriba, en la abertura del cuello, que también era doble, había algo parecido a letras; ya no sé qué es lo que contenían los triángulos. Cuando el superior de los esenios se ponía esta vestidura sagrada, el triángulo superior tapaba exactamente al inferior. En el centro de la espalda también había un sitio así, doble, cosido con letras y púas. Era igual de largo por delante que por la espalda. El superior de los esenios llevaba encima del escapulario una camisa de lana gris y sobre ella una amplia alba de seda torzal blanca, ceñida en el medio por un ancho cinturón marcado con letras. Al cuello llevaba una especie de estola que se cruzaba en el pecho y que, recogida en el cinturón, colgaba hasta las pantorrillas. La estola estaba unida con tres correas de cuero por encima y debajo de donde se cruzaba. Encima de todo ello se ponía una vestimenta que tenía cierto parecido con una casulla, y que también estaba hecha con seda torzal blanca. La espalda de la casulla era estrecha y larga hasta el suelo, y tenía en el borde inferior dos campanillas que sonaban al andar el sacerdote para llamar al servicio divino. El delantero era más corto y ancho y estaba abierto desde el cuello hasta abajo. Esta parte delantera tenía grandes aberturas discontinuas sobre el pecho y el cuerpo, recogidas con tiras decoradas con letras y piedras preciosas, por las que podían verse la estola y la ropa de debajo. El delantero y la espalda de este traje se unían debajo de los brazos mediante paños transversales. La abertura del cuello llevaba un alzacuello rígido que se abrochaba por delante. La barba del sacerdote, partida desde la barbilla, caía por encima de este cuello. Finalmente, encima de todo esto se ponía una toquilla de torzal blanco brillante y resplandeciente, que se cerraba por delante con tres cierres decorados con gemas y que tenían algo grabado dentro. De cada hombrera de la toquilla colgaban flecos, borlas y frutos. En uno de los brazos llevaba, además, un manípulo corto. Me parece que el cubrecabezas era también de seda blanca enrollada y abultada como un turbante, aunque se parecía más al bonete de nuestros sacerdotes porque tenía salientes por arriba y un penacho de seda. En la frente llevaba sujeta una placa dorada con piedras preciosas. Los esenios llevaban una vida muy severa y ordenada; la mayoría de las veces sólo comían las frutas que solían cultivar en sus huertos. A Arcos le vi comer las más de las veces unas amargas frutas amarillas. Unos cien años antes del nacimiento de Cristo vi cerca de Jericó un esenio piadoso que se llamaba Chariot o Jariot. La abuela de Santa Ana consultó su matrimonio con Arcos o Arcas, el viejo profeta del Horeb que gobernó a los esenios durante 90 años. Parece muy notable que estos profetas predijeran siempre descendencia femenina, y que los antepasados de Ana y la misma Ana tuvieran hijas la mayor parte de las veces. Era como si el objetivo de todas sus oraciones y de toda su vida de piedad fuera implorar de Dios la bendición de madres piadosas, de cuya descendencia brotara la Santísima Virgen, Madre del Salvador, y las familias de sus predecesores, sirvientes y seguidores. El lugar donde el superior oraba y profetizaba era la misma cueva del Monte Horeb donde había vivido Elías. Se subía el monte hasta ella por muchos escalones y para entrar a la cueva había que bajar después otros dos escalones en una entrada pequeña e incómoda. El profeta Arcos entraba solo. Para los esenios era como cuando el Sumo Sacerdote del Templo entraba en el Santísimo, pues aquí estaba su Santísimo, unas reliquias misteriosas y difícilmente expresables. Contaré lo que pueda de todo lo que vi cuando la abuela de Ana fue a pedir consejo al profeta Arcos. La abuela de Santa Ana era de Mara en el desierto, donde tenía fincas su familia, que era de los esenios casados. Su nombre sonaba parecido a Moruni o Emorún y se me dijo que quería decir <Buena madre> o <Madre excelsa>. Al llegar la época en que debía casarse, Emorún tenía varios pretendientes, y vi que fue al Monte Horeb en busca del profeta Arcos para que decidiese su elección. Se presentó en un apartado de gran sala de reuniones y habló con Arcos, que estaba en la sala, a través de una reja como si se confesase; las mujeres sólo se acercaban allí de esta manera. A continuación vi que Arcos se vistió de gran ceremonia y subió los numerosos escalones hasta la cumbre del Horeb; bajó los escalones de la angosta entrada y penetró en la cueva de Elías. Cerró a sus espaldas la puertecita de la cueva y abrió un agujero en la bóveda por donde entró luz. La cueva, limpiamente trabajada, estaba en penumbra. Vi un altarcito tallado en la roca de la pared y encima de él, aunque no muy claramente, distinguí varios objetos sagrados. Sobre el altar había tiestos con plantas crecederas pero bajas, de esas que llegan a la altura a la que queda del suelo el borde de la túnica de Jesús. Conozco esa hierba, que también se da aquí entre nosotros aunque más débil. Según se mustiara o reverdeciera le indicaba a Arcos cierto conocimiento profético. Entre las matas vi algo parecido a un arbolito, un poco más alto, cuyas hojas me parecieron amarillentas y retorcidas como caracolillos. En el arbolito vi aparecer como figuritas que no sabría decir con seguridad si era un arbolito o una cosa artificial como una raíz de Jesé. Había también en el altar otros arbustos pequeños en tiestos, que si reverdecían o se agostaban tenían un significado. En este arbolito de hojas retorcidas podía verse como en un árbol genealógico o raíz de Jesé lo que había progresado el advenimiento de la Santísima Virgen. Me parecía que el arbolito estaba vivo y que era a la vez también una vaina, pues creo que vi en él una rama florida que encerraba el bastón de Aarón que antes estuvo en el Arca de la Alianza. Cada vez que Arcos rezaba en la Cueva de Elías pidiendo una revelación sobre un matrimonio de antepasados de la Santísima Virgen, tomaba en su mano el bastón de Aarón. Si el matrimonio contribuiría al linaje de la Santísima Virgen, el bastón de Aarón echaba un brote del que a su vez brotaban una o más flores, algunas señaladas con el signo de la elección. Algunos brotes concretos significaban ya ciertos antepasados de Ana; y cuando éstos llegaban a casarse, Arcos observaba los brotes correspondientes y predecía su ulterior desarrollo. En la Cueva de Elías los esenios tenían además otro objeto sagrado que era precisamente parte del propio Misterio Santísimo del Arca de la Alianza que había llegado a su poder una vez que el Arca cayó en manos enemigas. Esta reliquia, que en el Arca de la Alianza estaba cubierta por el Terror de Dios, solamente la conocían algunos profetas y los más santos de los sumos sacerdotes. Sin embargo me parece que supe que algo de esto se menciona en esos libros secretos y poco conocidos que meditan los viejos judíos. Este Misterio no era obra de manos humanas: era el Misterio Santísimo de la Divina Bendición para que llegara la Virgen Santísima llena de gracia, que al cubrirla con su sombra el Espíritu Santo, el Verbo tomaría carne y Dios se haría hombre. En la nueva Arca de la Alianza del Templo construido por Herodes, el Misterio ya no estaba completo, pues los esenios conservaban aquí parte de este objeto sagrado, que antes del cautiverio de Babilonia había estado entero en el Arca de la Alianza, en un cáliz marrón brillante que parecía hecho de piedra preciosa; profetizaban por él y a veces parecía que le brotaban florecillas. Cuando Arcos entró en la Cueva de Elías, cerró la puerta, se arrodilló y rezó. Miró arriba a la lumbrera del techo, se postró con el rostro en el suelo y vi que tuvo un conocimiento profético; como si debajo del corazón de Emorún, la joven que le había preguntado, creciera un rosal de tres ramas con una rosa en cada una. La rosa de la segunda rama estaba marcada con una letra, creo que una M. Arcos vio todavía más: un ángel escribió letras en la pared y vi que Arcos se levantó como si se despertara y las leyó; he olvidado los detalles. Entonces bajó de la cueva y anunció a la joven que le consultaba que se casara y que lo hiciera precisamente con el sexto pretendiente; daría a luz una criatura elegida y marcada con una señal, que sería vaso de la salvación que se acercaba. Tras ello, Emorún se casó con su sexto pretendiente, un esenio llamado Estolano. No era de la región de Mara, y a causa de su matrimonio y de las fincas de su mujer, recibió un nuevo nombre que no puedo reproducir con seguridad y que pronunciaban de distintas formas y sonaba algo así como Garesha, Sartsirius o algo parecido. Estolano y Emorún tuvieron tres hijas de las que recuerdo sus nombres: Ismeria, Emerencia y la última me parece que se llamaba Enué. No siguieron en Mara mucho más tiempo, sino que se fueron a vivir a Efrón. Ismeria y Emerencia también se casaron según las predicciones del profeta del Horeb. No logro entender por qué he oído tantas veces que la madre de Santa Ana había sido Emerencia, pues siempre he visto que fue Ismeria; en el nombre de Dios contaré lo que todavía tengo presente de estas hijas de Estolano y Emorún. Emerencia se casó con Afrás u Ofrás, levita, y de este matrimonio procede Isabel, la madre de Juan el Bautista. Otra de sus hijas, que se llamaba Enué como la hermana de su madre, acababa de enviudar cuando nació María; su tercera hija era Roda, una de cuyas hijas fue aquella Mara que vi en el tránsito de la Santísima Virgen. Ismeria se casó con Eliud, y vivieron en la comarca de Nazaret a la manera de los esenios casados; de sus padres le venía la continencia y el noble comportamiento matrimonial, y de esta pareja nació Ana, entre otras. Enué, la tercera hija de Estolano, estaba casada y vivía entre Belén y Jericó; uno de sus descendientes estuvo con Jesús.