Se acercaba el cumplimiento de los días en que, según la Ley, la Santísima Virgen
debía presentar su primogénito en el Templo y rescatarlo. Todo estaba listo para que la
Sagrada Familia fuera primero al Templo y a continuación volviera a su casa de Nazaret.
La tarde del domingo 30 de diciembre dieron a los pastores todo lo que habían
dejado los criados de la madre Ana. Las Cuevas del Pesebre, la cueva lateral y la Cueva de
la Tumba de Maraha estaban ahora completamente despejadas y barridas; José las había
vuelto a dejar perfectamente limpias.
La noche del domingo al lunes 31 de diciembre vi que José y María volvieron a
visitar la Cueva del Pesebre con el niñito para despedirse del lugar. Primero extendieron la
alfombra de los Reyes en el lugar del nacimiento de Jesús y luego pusieron al niño encima
y rezaron junto a él. Finalmente, pusieron al niño donde fue la circuncisión y también
rezaron allí de rodillas.
Al romper el alba del lunes 31 de diciembre vi a la Santísima Virgen sentada en el
asno, al que el viejo pastor había preparado delante de la cueva para salir de viaje. José tuvo
el niño hasta que María estuvo cómodamente sentada, y luego se lo puso en el regazo.
Sentada en la silla del asno, la Santísima Virgen tenía los pies metidos en el estribo,
algo levantados y vueltos a la parte trasera del animal. Contemplaba dichosa al niño que
llevaba envuelto en su amplio velo en el regazo. En el burro solamente llevaban un par de
mantas y hatillos, y María iba sentada entre ellos.
Los pastores se despidieron muy emocionados y los condujeron al camino, que no
era el que trajeron al venir, sino que rodeaba el costado oriental de Belén, entre la loma del
Pesebre y la Cueva de la Tumba de Maraha. No los vio nadie.
[30 de enero:]
El día de hoy los he visto hacer muy despacio el corto trecho que hay de Belén a
Jerusalén, pues han tenido que parar muchas veces. A mediodía los he visto descansar en
los bancos que rodean una fuente cubierta con un tejadillo. Un par de mujeres se acercaron
a la Santísima Virgen y la trajeron panecillos y jarritas de bálsamo.
Las ofrendas de la Santísima Virgen al Templo iban en una cesta colgada del burro.
La cesta tenía tres compartimentos, dos de los cuales estaban forrados por dentro con algo y
contenían fruta; el tercero era una jaula abierta en la que se veían dos pichones.
A eso del atardecer los vi junto a un gran albergue en las afueras de Jerusalén, a
cosa de un cuarto de hora de la ciudad. Entraron en una casita cuyos patrones eran un
matrimonio anciano sin hijos que los recibió con inmenso cariño.
Ahora sé por qué confundí ayer a los criados de Ana con la gente del albergue de
Jerusalén; y es que en su viaje de vuelta los vi entrar aquí y hablar con esta buena gente
para encargar alojamiento para la Santísima Virgen. Eran esenios emparentados con Juana
Cusa; el hombre hacía de jardinero, podaba los setos y estaba encargado de algo del
camino.
[1.° de febrero:]
Hoy he visto todo el día a la Sagrada Familia delante de Jerusalén, en casa de los
ancianos posaderos. La Santísima Virgen pasaba la mayor parte del tiempo sola en un
cuarto, con el niño tumbado sobre un tapiz en una repisa de la pared. La Santísima Virgen
está siempre en oración y parece estar preparándose para la ofrenda. Con este motivo tuve
algunos avisos interiores de cómo debe prepararse uno para recibir el Santísimo
Sacramento.
En el cuarto aparecieron muchos ángeles a adorar al Niño Jesús; no sé si la
Santísima Virgen los vio también, pero creo que sí, pues la vi muy recogida. Las buenas
gentes del albergue hacían todo por amor a la Santísima Virgen; tienen que haber tenido
algún presentimiento de la santidad del niñito Jesús.
Al anochecer, a eso de las siete de la tarde tuve una visión del viejo Simeón, un
hombre delgado y muy viejo con la barba corta. Era un sacerdote ordinario con mujer y tres
hijos mayores, de los cuales el más joven tendría ya 20 años.
Vi también que Simeón, que vive pegado al Templo, entró por un pasadizo estrecho
y oscuro del muro del Templo a una celdilla abovedada en el interior del grueso muro, que
estaba vacía pero tenía una abertura por la que se ve abajo el interior del Templo. El viejo
Simeón se arrodilló allí y se quedó arrobado.
Entonces se le apareció un ángel que le avisó que mañana temprano estuviese atento
al primer niñito que ofrecieran, porque ése sería el Mesías que había anhelado tanto tiempo,
y que él, Simeón, moriría poco después de verlo. Lo vi todo muy bonito; el espacio estaba
completamente iluminado y el santo anciano resplandecía de alegría.
A continuación volvió a su casa y le contó muy contento a su mujer lo que le habían
anunciado. Cuando su mujer se fue a descansar, Simeón se puso a rezar otra vez. Nunca he
visto que los israelitas piadosos de entonces ni sus sacerdotes, se movieran al orar tan
exageradamente como los judíos actuales. Pero sí que los he visto flagelarse.
También vi que la profetisa Hanna, cuando rezaba en su celda del Templo, tuvo una
visión relativa a la presentación del Niño Jesús en el Templo.
[2 de febrero:]
Hoy por la mañana, cuando todavía estaba oscuro, vi que la Sagrada Familia
acompañada de los posaderos salió del albergue con la cesta de las ofrendas y el asno
cargado para viaje, y se encaminaron al Templo de Jerusalén, donde entraron en un patio
sin muros.
Mientras José y el del albergue instalaban el asno en un cobertizo, la Santísima
Virgen y el niño fueron recibidos amistosamente por una anciana que los condujo bastante
más al interior del Templo por un pasillo cubierto. Llevaban una luz pues todavía estaba
oscuro.
Justo en este pasillo salió al encuentro de la Santísima Virgen el anciano sacerdote
Simeón, lleno de esperanza. Habló con ella unas pocas palabras jubilosas, y luego tomó al
Niño Jesús y lo apretó contra su pecho, tras lo cual se apresuró a volver a otra parte del
interior del Templo. El anuncio que le hizo ayer el ángel le había puesto tan ansioso de ver
al Niño de la Promesa por el que había suspirado tanto tiempo, que había salido a esperar
allí la llegada de las mujeres. Simeón llevaba puesto un traje largo como los sacerdotes que
no están de servicio. Lo he visto muchas veces en el Templo y siempre como un sacerdote
que no era del rango superior. Solo sobresalía por su gran piedad, sencillez e ilustración.
Su guía llevó a la Santísima Virgen al interior del atrio del Templo donde se hacían
las ofrendas, y aquí la recibieron Hanna y Noemí, sus antiguas profesoras que vivían en
esta parte del Templo. Simeón salió otra vez del Templo al encuentro de la Santísima
Virgen, que llevaba al niño en brazos, para llevarla al lugar donde solía hacerse el rescate
de los primogénitos. José le entregó a Hanna la cesta de las ofrendas, y ésta a la Santísima
Virgen que la seguía junto a Noemí. Las palomas estaban en la parte de abajo de la cesta, y
encima estaba el recipiente de las frutas. José salió por otra puerta al sitio donde estaban los
hombres.
En el Templo ya sabían que vendrían mujeres a hacer ofrendas, pues lo tenían todo
preparado. El espacio donde se celebró la ceremonia era tan grande como la iglesia
parroquial de aquí, de Dülmen. En las paredes todo alrededor ardían muchas lámparas que
siempre formaban una pirámide. Las llamitas salían del extremo de un tubo curvado que
terminaba en un aro dorado que brillaba casi tanto como la llamita. Del aro colgaba un
apagador unido con un resorte; levantándolo en alto, apagaba la luz sin dar mal olor y se
podía quitar de nuevo para encender.
Delante de una especie de altar, de cuyas cuatro esquinas salían como cuernos,
varios sacerdotes habían sacado un cofre rectangular y alargado, cuyas puertas, abiertas y
sacadas todavía más, formaban el soporte de una mesa bastante espaciosa sobre la que
pusieron una gran bandeja que acto seguido recubrieron con un tapete rojo y encima de él
otro blanco que colgaba hasta el suelo todo alrededor.
En las cuatro esquinas de esta mesa pusieron lámparas encendidas que tenían varios
brazos, y en el centro de la mesa dos platitos ovales con dos cestitas en torno a un moisés
alargado. Todas estas cosas las sacaron de los compartimentos del cofre, así como
vestiduras sacerdotales, que pusieron encima del otro altar fijo. La mesa de ofrendas que
habían instalado estaba rodeada por una verja. A ambos lados de este espacio del Templo
había asientos, unos más altos que otros, en los que rezaban los sacerdotes.
Entonces se acercó Simeón con la Santísima Virgen, que llevaba en brazos al Niño
Jesús dormido y metido en una envuelta azul celeste. Pasaron la verja y Simeón la llevó a la
mesa de ofrendas, donde María metió al niñito en el moisés. En ese instante vi que una luz
indecible llenó el Templo. En ella estaba Dios, y vi sobre el niño el cielo abierto hasta el
trono de la Santísima Trinidad. Entonces Simeón volvió a llevar a la Santísima Virgen al
recinto enrejado donde estaban las mujeres. María vestía un traje fino azul celeste, un velo
blanco, y estaba completamente envuelta en un largo manto amarillento.
A continuación, Simeón se acercó al altar fijo donde habían puesto las vestiduras
sacerdotales, y él y los otros tres sacerdotes se revistieron mutuamente para la ceremonia.
Llevaban al brazo una especie de escudo pequeño y se cubrían la cabeza con una gorra
partida. Uno de ellos se puso detrás de la mesa de ofrendas, otro delante, y los otros dos,
junto a los lados estrechos de la mesa, y rezaron sobre el niño.
Entonces Hanna se acercó a María, la entregó la cesta de las ofrendas que contenía
dos cestitas con uvas y frutas una encima de otra y la llevó hasta la verja, delante de la mesa
de ofrendas, donde se pararon ambas.
Simeón, que estaba delante de la mesa, abrió la verja y llevó a María delante de la
mesa, donde depositó su ofrenda. Pusieron las frutas en una de las bandejitas, y las
monedas en la otra; los pichones se quedaron en la cesta1
.
La Santísima Virgen ofrendó el Niño Jesús solo 39 días después de su nacimiento.
A causa de una fiesta tuvo que esperar en la posada de aquella buena gente delante de la
Puerta de Belén. Además de las palomas de costumbre, ofrendó también cinco plaquitas
triangulares de oro de los regalos de los Reyes, y regaló al Templo varias piezas de telas
finas para bordar.
Antes de dejar Belén, José vendió a su primo la borriquilla que le había empeñado
el 30 de diciembre. Siempre pienso que la burra en la que Jesús entró en Jerusalén el
Domingo de Ramos procedía de este animal.
Simeón y María esperaron quietos de pie ante el altar de las ofrendas, y el sacerdote
que estaba detrás del altar sacó con sus manos al Niño Jesús del moisés, lo alzó hacia
distintas partes del Templo y rezó largo rato. Acto seguido dio el niño a Simeón, que lo
devolvió a los brazos de María y rezó sobre él y sobre María oraciones de un rollo que
estaba junto a él en un atril.
Luego Simeón condujo otra vez a la Santísima Virgen delante de la balaustrada,
desde la que Hanna la llevó al lugar de la mujeres detrás de las verjas, donde entretanto se
habían reunido una veintena de mujeres con sus niños primogénitos. José y los demás
hombres estaban bastante lejos, en el lugar de los hombres.
Entonces, los sacerdotes empezaron arriba el oficio divino con incienso y rezos en
el altar permanente, y los que estaban en los asientos lo hacían con algunos movimientos,
pero no tan violentos como los judíos actuales.
Cuando la ceremonia llegó a su fin, Simeón fue al lugar donde María esperaba de
pie, recibió en sus brazos al Niño Jesús que ella le dio, y completamente arrobado de
alegría, habló en voz alta sobre el niño mucho tiempo. Alabó a Dios que había cumplido la
Promesa, y dijo entre otras cosas:
—¡Señor!, Ahora deja que tu siervo parta en paz según tu palabra, pues mis ojos han
visto tu salvación que Tú has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para ilustración
de los héroes y gloria de tu pueblo de Israel.
Después de la ofrenda, José se acercó más, y escuchó lleno de respeto junto a María
las inspiradas palabras de Simeón, que los bendijo a ambos y dijo a María:
—Mira, éste está puesto en Israel para caída y resurrección de muchos y será signo
de contradicción. Pero una espada traspasará tu propia alma, para que se manifiesten los
corazones de muchos.
Cuando las palabras de Simeón llegaron a su fin, Hanna también quedó inspirada y
habló en voz alta mucho tiempo sobre el Niño Jesús y alabó a su madre por bienaventurada.
Vi que los presentes escuchaban todo esto con emoción pero sin turbarse lo más
mínimo; incluso los sacerdotes parecían oír algo. Era como si esta oración inspirada y en
voz alta no fuera totalmente inusual sino una cosa que pasaba con mucha frecuencia y así
tuviera que ser. Sin embargo, vi muy emocionados los corazones de todos los presentes;
todos expresaban gran respeto al niño y a la madre, ¡María lucía como una rosa celestial!
Aparentemente, la Sagrada Familia había presentado la ofrenda de los más pobres,
pero San José dio a Hanna y al anciano Simeón muchas piececitas triangulares amarillas,
para que las aplicasen sobre todo a las doncellas pobres que se educaban en el Templo y no
podían procurarse los costes.
Acto seguido vi que Hanna y Noemí sacaron a la Santísima Virgen y el niño al patio
donde la habían recogido y allí se despidieron unas de otras. José ya estaba aquí con el
matrimonio de la posada, y como había traído el asno, María montó en él con el niño y así
salieron del Templo enseguida y emprendieron viaje a Nazaret a través de Jerusalén.
No he visto la ofrenda de los demás primogénitos que estaban hoy presentes, sin
embargo he sentido que todos recibieron una gracia especial y que muchos de ellos
murieron con los Niños Inocentes.
La ofrenda debió terminar a eso de las nueve porque alrededor de esa hora es
cuando vi salir a la Sagrada Familia. Este día viajaron a Bezorón, donde pernoctaron en la
misma casa donde la Santísima Virgen tuvo su último alojamiento cuando la llevaron al
Templo hace trece años. El habitante de esta casa me parece que es maestro de escuela.
Aquí los esperaban los que Ana había enviado para recogerlos. Esta vez viajaron mucho
más directos a Nazaret que cuando fueron a Belén, porque en aquella ocasión evitaron
todos los pueblos y solo entraron en casas aisladas.
José había dejado empeñada en sus parientes la borriquilla que le indicó el camino
durante el viaje a Belén, pues seguía pensando en volver a Belén y hacerse una casa de
madera en el Valle de los Pastores. Lo había hablado con los pastores y les había dicho que
llevaría a María con su madre solo una temporada para que pudiera reponerse bien de
aquellos incómodos alojamientos, y por eso había dejado allí muchas cosas con los
pastores.
José tenía una clase rara de dinero que me parece había recibido de los Reyes
Magos. Su traje tenía por dentro una especie de bolsa en que llevaba cierta cantidad de
hojitas amarillas, brillantes y muy delgadas, arrolladas unas encima de otras, con la forma
de una cédula de cumplimiento pascual con las esquinas redondeadas y algo inscrito en
ellas. Los denarios de plata de Judas eran más gruesos y tenían forma de lengua; los
denarios enteros estaban redondeados por ambos extremos, y los medios denarios, solo por
uno. Estos días vi que los Reyes Magos se habían reunido todos al lado de allá de un río.
Hicieron un día de descanso y celebraron una fiesta. El lugar consistía en una caserón y
varias casitas más pequeñas. Viajaban entre el camino del que se habían apartado y la
dirección por la que Jesús volvió a su patria de Egipto después del tercer año de
predicación.
Al principio los Reyes viajaban muy deprisa, pero después que salieron de este
lugar de descanso fueron ya mucho más despacio. Yo veía siempre como si un joven
resplandeciente fuera delante de la caravana que a veces también les hablaba. Dejaron Ur a
la derecha. Simeón tenía mujer y tres hijos, de los cuales el mayor tenía ahora más de cuarenta
años y el más joven unos veinte. Los tres servían en el Templo, y en años posteriores
fueron siempre amigos secretos de Jesús y de sus allegados. Fueron discípulos del Señor,
unos antes de la muerte de Jesús y otros después de su Resurrección. En la última Pascua,
uno de ellos preparó el cordero pascual para Jesús y los apóstoles. Sin embargo, no estoy
segura si todos estos no eran tal vez nietos de Simeón. Los hijos de Simeón hicieron mucho
por los amigos del Señor después de la Ascensión, en la época de las primeras
persecuciones.
Simeón estaba emparentado con Serafia, la que recibió el nombre de Verónica, a
través de Zacarías, padre de ésta.
Ayer, cuando Simeón volvió a casa tras profetizar en la ofrenda de Jesús, cayó
enfermo inmediatamente, pero a pesar de ello habló con mucha alegría con su mujer y sus
hijos; les habló, con gran seriedad y conmovedora alegría, de la Salvación que había venido
a Israel, y de todo lo que el ángel le había anunciado. Luego le vi morir tranquilamente. La
familia tuvo un sereno duelo. En ese momento estaban en torno a él muchos viejos
sacerdotes y judíos que rezaban.
Llevaron a continuación su cuerpo a otra sala, lo pusieron sobre una tabla
agujereada y allí encima lo lavaron con esponjas, por debajo de una colcha que sostenían
encima para que sus ojos nunca lo vieran desnudo. El agua pasaba a través de la tabla a una
palangana de cobre que había debajo. Luego le pusieron encima grandes hojas verdes, lo
rodearon de ramitos de hierbas finas, lo cubrieron con un gran lienzo y lo envolvieron con
vendas largas igual que se faja a un bebé. Su cuerpo se quedó entonces tan quieto y tieso
que casi creí que lo habían envuelto con la tabla.
Lo enterraron al anochecer. Seis hombres con luces lo llevaban sobre una tabla que
tenía en cierto modo la forma de un cadáver, pero que tenía por sus cuatro lados un
pequeño reborde vertical, ligeramente arqueado de modo que en las cuatro esquinas era más
bajo, y en el centro más alto que en los costados. El cadáver amortajado yacía encima de
esta tabla sin otra cubierta. Tanto los que lo llevaban como el séquito iban más deprisa que
en nuestros entierros. La cueva sepulcral estaba en una colina, no muy lejos del paraje del
Templo; por fuera formaba una pequeña colina con una puerta inclinada pero por dentro
estaba revestido de albañilería de una forma especial, con ese tipo de labor, solo que más
ruda, que he visto hacer a San Benito en su primer monasterio2
.
Las paredes estaban adornadas con toda clase de dibujos de estrellas y flores hechos
con piedras de colores, como en la celda de la Santísima Virgen en el Templo. En la
cuevecita en cuyo centro depositaron el cadáver solo había sitio para pasar alrededor del
cadáver. En el entierro siguieron además otras costumbres, pues solían poner a los muertos
toda clase de cosas: monedas, piedrecitas y creo que también comida; ya no lo sé
exactamente. La Sagrada Familia llegó al anochecer a la casa donde vive Ana, a cosa de media
hora de Nazaret en dirección al Valle de Zabulón, y allí celebraron una pequeña fiesta de
familia del estilo de la despedida de María para ir al Templo. La lámpara ardía sobre la
mesa. Joaquín no vivía ya, y el amo de casa era el segundo marido de Ana. La hija mayor
de Ana, María de Helí, había venido de visita.
Descargaron el asno pues querían quedarse aquí una temporada. Todos estaban
contentísimos con el Niño Jesús, pero era una alegría íntima y tranquila; a toda esta gente
nunca la he visto mucha pasión. También estaban presentes algunos sacerdotes ancianos.
Tuvieron una pequeña comida, pero como siempre, las mujeres comieron separadas de los
hombres.
[Unos días después:]
Vi que la Sagrada Familia todavía estaba en casa de Ana. Allí hay varias mujeres: la
hija mayor de Ana, María de Helí, junto con su hija María Cleofás; una mujer de la aldea de
Isabel, y la criada que estuvo con María en Belén. Después de la muerte de su marido, que
no había sido bueno, esta criada ya no quiso volverse a casar y se fue con Isabel a Juta y allí
la conoció María cuando fue a visitar a Isabel antes del nacimiento de Juan. Desde allí esta
viuda se ha venido con Ana.
Hoy he visto que José empacaba muchas cosas en casa de Ana, las cargaba y echaba
a andar con la criada hacia Nazaret, seguido de dos o tres burros. De lo que vi hoy en casa de Santa Ana me acuerdo de todo pero no en detalle, pero
tengo que haberme sentido intensamente allí, pues hice unas oraciones que quizá ahora ya
no entienda del todo. Antes de llegar a casa de Ana, estuve en espíritu con una matrimonio
joven que alimentaba a su anciana madre, ahora están enfermos los dos y si no se ponen
buenos otra vez, su madre decaerá totalmente. Conozco a esta pobre familia pero hace
mucho que no he oído de ellos. En estos casos de necesidad desesperada llamo a la Santa
Madre [Ana] y como hoy estaba en un cuadro en su casa, vi que aunque ya están cayendo
las hojas de los árboles del jardín, todavía tenían muchas peras, ciruelas y otras frutas. De
camino pude recogerlas y se las llevé al matrimonio enfermo, que se curó con ellas.
Después tuve que dar a muchas pobres ánimas de aquí, conocidas y desconocidas,
para que se refrescaran con ellas. Estas frutas probablemente significaban gracias por
intercesión de Santa Ana. Temo que para mí estas frutas vuelvan a significarme muchos
dolores y padecimientos, pues en estos cuadros en que recojo frutas en el jardín de un santo
siempre he comprobado que luego tengo que pagarlas. No sé exactamente por qué recogí
estos frutos del jardín de Santa Ana; tal vez porque estas almas y estos seres humanos sean
ahijados de Santa Ana y tenga que ganar para ellos los frutos de gracia de su jardín, o tal
vez porque Santa Ana es la santa protectora de las circunstancias desesperadas, como
siempre he reconocido después de esto. [A la pregunta de cómo veía el tiempo en Palestina en esta época del año, replicó:]
Siempre me olvido de decirlo porque lo noto de modo tan natural que siempre
pienso que tiene que saberlo todo el mundo. Veo muchas nieblas y lluvias y de vez en
cuando un poco de nieve que, sin embargo, se funde enseguida.
Muchas veces veo árboles sin hojas de los que todavía cuelgan frutas. Veo varias
cosechas al año; ellos ya están cosechando cuando nosotros todavía estamos en primavera.
Ahora en invierno veo que la gente va envuelta por el camino y llevan el manto por encima
de la cabeza.
[A las 6:]
Hoy después de mediodía vi a la Santísima Virgen acompañada de su madre que
llevaba al niñito Jesús, de la casa de Ana a la de José en Nazaret. El camino es muy
agradable, una media hora entre colinas y huertos. Desde su vivienda, Ana envía los víveres
a María y José en Nazaret. ¡Qué conmovedora es la Sagrada Familia! María es como una
madre, y al mismo tiempo la criada más subordinada del santo niño y la sirvienta de San
José. José es para ella el más fiel amigo y el servidor más humilde. ¡Es tan emocionante
cuando la Santísima Virgen le da la vuelta o cambia al niñito Jesús como a un niño
desvalido! Cuando luego veo que Jesús es el Dios misericordioso que ha creado el Universo
y que por amor se deja volver y cambiar ¡qué horrible resulta el ánimo duro y terco de las
personas frías, disimuladas e hipócritas! La fiesta de la Candelaria se me mostró con una gran representación difícil de
explicar y que no soy capaz de volver a narrar por completo, pero lo que todavía se de ella
lo he visto pasar en este cuadro.
Vi una fiesta en esa iglesia transparente que flota sobre la Tierra, que es como en
general me presentan la Iglesia Católica cuando debo contemplar la Iglesia en cuanto
Iglesia y no ésta o aquélla iglesia local; y la vi llena de coros de ángeles que rodeaban a la
Santísima Trinidad. Entonces vi a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en cuanto
hombre, hecho Niño Jesús, que debía ser ofrecido y rescatado en el Templo, pero lo vi a la
vez presente en la Santísima Trinidad. Así me había pasado hace poco, que yo creía que el
Niño Jesús estaba sentado conmigo y me consolaba, y a la vez lo veía en la Santísima
Trinidad.
Lo que vi propiamente fue la aparición de la Palabra hecha hombre, el mismo Niño
Jesús junto a mí, unido como por una vía de luz al cuadro de la Santísima Trinidad, y no
puedo decir que no estaba allí sino junto a mí, pero tampoco puedo decir que no estuviera a
mi lado, porque estaba allí. Pero con todo, en el instante en que sentí vivamente al Niño
Jesús junto a mí, vi la metáfora bajo la cual me mostraban la Santísima Trinidad de forma
distinta a como luego me la presentaron en el cuadro de costumbre de la Divinidad.
Vi aparecer un altar en medio de la iglesia. No era un altar como en nuestras iglesias
de ahora, sino un altar en general, y encima de él un arbolito con anchas hojas colgantes de
la misma especie que el árbol del pecado original del Paraíso.
A continuación vi como si delante del altar saliera de la Tierra la Santísima Virgen
con el Niño Jesús en brazos, y ante ella, el árbol del altar se inclinó, cayó y se marchitó.
Y entonces vi que se acercó a María un ángel grande con traje sacerdotal que solo
tenía un anillo en torno a la cabeza. Ella le dio el niño, él lo puso en el altar, y en ese mismo
instante vi que el niño ofrecido pasaba al cuadro de la Santísima Trinidad, que ahora vi
ahora en su forma habitual.
El ángel le dio a la Madre de Dios una bola pequeña y clara encima de la cual estaba
una figura como de un niño envuelto en pañales; y con este don, María flotaba sobre el altar
y entonces vi que de todas partes vinieron a ella muchos pobres con luces, y ella daba todas
las luces al niño que estaba encima de la bola, en la que entraron inmediatamente todas las
luces. Y entonces las vi convertirse en una gran luz que todo lo iluminaba, vi una gloria
sobre María y el Niño.
María había tendido su amplio manto sobre la Tierra. Y entonces el cuadro entró en
una festividad.
Creo que lo de marchitarse el Árbol del Conocimiento con la aparición de María, y
el traslado a la Santísima Trinidad del niño ofrendado sobre el altar sería un símbolo de la
reunificación con Dios de los seres humanos. Por eso vi también que todas las lucecillas
dispersas se entregaban a la Madre de Dios y que ésta se las pasaba al Niño Jesús, que es la
luz que ilumina a todos los hombres y que rehace con las luces dispersas una sola luz que
ilumina el mundo, simbolizado tanto por la bola como por el globo imperial. Las luces
ofrecidas designaban la consagración de la luz en la fiesta de hoy.