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LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS




Cuando por fin volvieron los inspectores, guiaron a la caravana de los Reyes Magos todavía un buen trecho por los contornos de la ciudad, a la que entraron por una puerta cercana al Monte Calvario. Los guiaron a ellos y a sus animales hasta un corral circular rodeado de establos y viviendas que tenía guardias en sus entradas, no lejos del Mercado del Pescado. Llevaron los animales a los establos, y ellos se metieron en unos cobertizos cerca de la fuente del centro del patio, donde abrevaron a los animales. Este corral redondo apoya por un lado en el monte, delante tiene árboles y está despejado por sus otros dos lados. Entonces llegaron más funcionarios de dos en dos y con antorchas para inspeccionar lo que llevaban en sus fardos; creo que eran aduaneros. El palacio de Herodes está en alto, no lejos de este edificio, y vi que el camino estaba iluminado con antorchas y braseros en lo alto de postes. Herodes mandó que bajara un servidor para hacer venir secretamente al castillo a Zeokeno, el rey de más edad; eran más de las 10 de la noche. Un cortesano de Herodes lo recibió en una sala de la planta baja y le preguntó el motivo de su venida. Zeokeno le informó con toda ingenuidad, rogándole que preguntara a Herodes dónde estaba el rey de Judea recién nacido cuya estrella habían visto y seguido para venir a adorarle. Cuando el cortesano le informó de esto, Herodes se quedó muy turbado pero disimuló y mandó que dijeran a Zeokeno que mandaría investigarlo, que ahora fueran a descansar, y que por la mañana temprano ya hablaría con todos para decirles lo que hubiera averiguado. Cuando Zeokeno volvió con sus compañeros no pudo llevarles ningún consuelo especial. Tampoco encontraron sitio donde descansar, así que mandaron cargar algunas cosas que habían descargado. Esta noche no los vi dormir, sino que algunos anduvieron por la ciudad con guías, mirando al cielo como si buscaran su estrella. Jerusalén estaba tranquilo, pero en la guardia de palacio había muchas carreras e interrogatorios. A los Reyes les crecía la sospecha de que Herodes lo sabía todo pero no quería decírselo. Cuando Zeokeno estuvo en el palacio, Herodes tenía una fiesta: las salas estaban iluminadas, había toda clase de hombres de mundo así como unas frescas muy arregladas. Las preguntas de Zeokeno por un rey recién nacido turbaron mucho a Herodes, quien enseguida mandó llamar a todos los sumos sacerdotes y doctores de la Escritura. Poco antes de medianoche los vi llegar a verle con rollos de las Escrituras; vestían trajes sacerdotales, la placa del pecho y el cinturón con letras. Vi por lo menos veinte alrededor de Herodes. Les preguntó dónde debía nacer Cristo y vi que le presentaron los rollos y, señalando con el dedo, contestaron: —En Belén de Judá, pues el profeta Miqueas escribe: Tú, Belén, del país de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá pues de ti saldrá el señor que debe regir mi pueblo Israel». A continuación Herodes paseó con algunos de ellos por la azotea del palacio, esforzándose inútilmente en buscar la estrella que había dicho Zeokeno. Estaba especialmente inquieto, pero los sabios sacerdotes procuraron persuadirle por todos los medios que no había que tomar en serio las palabras de estos Reyes, pues eran un pueblo aventurero que siempre estaba lleno de fantasías con sus estrellas. Si realmente hubiera algo, lo hubieran sabido antes Herodes y ellos en el Templo y en la Ciudad Santa. [De la constelación que vieron. Estado de ánimo de Herodes. Un asesinato. Levantamiento contra Herodes. Rumores acerca del nacimiento de Jesús. Caravana de los Reyes hacia Belén. Descanso en el camino. Llegan a la casa de los impuestos. Campamento junto a la tumba de Maraha. Adoración del Niño Jesús y ofrenda. Culto a las estrellas junto al terebinto.] [Domingo, 23 de diciembre:] Hoy por la mañana muy temprano Herodes mandó traer discretamente a los Reyes a su palacio. Los recibieron bajo un arco y los llevaron a una sala preparada para la bienvenida con ramas verdes, plantas en tiestos y algunos refrescos, donde estuvieron un rato hasta que llegó Herodes. Se inclinaron ante él y enseguida le preguntaron por el rey de los judíos recién nacido. Herodes escondió su inquietud lo mejor que pudo e incluso fingió gran alegría; venían con él algunos doctores. Interrogó a los Reyes sobre lo que habían visto y Mensor le contó el último cuadro que habían visto en las estrellas antes de salir de viaje: una doncella con un niño delante, de cuyo costado derecho brotaba un ramo de luz sobre el cual aparecía una torre con varias puertas. La torre creció hasta convertirse en una gran ciudad y acto seguido apareció el niño sobre la ciudad como rey con corona, espada y cetro. Entonces, los Reyes se habían visto a sí mismos y a los demás reyes del mundo entero inclinarse y adorar al niño, pues tenía un reino que sobrepasaba a todos los demás, y otras cosas parecidas. Herodes les dijo que, efectivamente, en Belén Efratá existía una predicción relativa a ello; que fueran allí enseguida con la mayor discreción y cuando hubieran encontrado y adorado al niño, volvieran a informarle para que también él fuera a adorarlo. Los Reyes, que no habían probado nada de la comida que les habían puesto, se marcharon. Era muy temprano, pues las antorchas todavía ardían delante de palacio. Herodes estuvo con ellos en secreto a causa de las habladurías de la ciudad. Entretanto despuntó el día y los Reyes se dispusieron a partir. Los compañeros de viaje que habían venido con ellos a Jerusalén ya se habían diseminado ayer por la ciudad. [Estado de ánimo de Herodes en este momento. Un asesinato. Peleas en el Templo. Rumores del nacimiento de Cristo. Causa de su proceder.] Herodes estaba estos días lleno de cólera y desánimo. Por la época del nacimiento de Cristo había estado en su castillo junto a Jericó y había cometido un feo asesinato. Había metido gente de su partido en los puestos más altos del Templo que le informaba de todo lo que pasaba allí y denunciaba a los que se oponían a sus designios. Uno de éstos era un alto cargo del Templo, un hombre muy bueno y justo. Herodes lo hizo invitar muy amistosamente a Jericó, pero mandó que en el desierto le asaltaran y asesinaran como si lo hubieran hecho los ladrones. Unos días después, Herodes fue al Templo a celebrar la Fiesta de la Consagración del Templo el 25 Casleu, y allí se metió en asuntos muy desagradables. Quería honrar a los judíos a su manera y darles una alegría; había mandado hacer una figura de cordero (o más bien de cabrito, pues tenía cuernos) y quería que para la fiesta la pusieran en la puerta que va del atrio de las mujeres al de los sacrificios. Lo había pensado bastante y quiso hacerlo totalmente por su cuenta. Los sacerdotes se opusieron y los amenazó con multas; entonces ellos aclararon que pagarían la multa, pero que a tenor de la Ley, nunca aceptarían la imagen. Herodes, enfadado por ello, quiso que pusieran la imagen en secreto, pero cuando la llevaban, un alto cargo lleno de celo la agarró y la tiró al suelo. La estatua se partió por la mitad, se formó un tumulto y Herodes mandó encarcelar a aquel hombre. Estos asuntos lo habían encolerizado tanto que se arrepentía de haber venido a la fiesta, pero sus cortesanos procuraban distraerle por todos los medios. En este estado de ánimo estaba cuando llegaron los rumores del nacimiento de Cristo. En el país de los judíos, había desde mucho tiempo atrás personas piadosas aisladas que alentaban muy vivamente la esperanza de que la venida del Mesías se estaba acercando. Los pastores propagaron ampliamente los acontecimientos ocurridos en el nacimiento de Jesús, pero la gente importante los consideró fábulas y habladurías. Herodes también había oído hablar de ello y por eso mandó investigar en Belén con el mayor secreto. Sus espías estuvieron en la Cueva del Pesebre tres días después del nacimiento de Cristo, pero como hablaron con el pobre San José, informaron como solían hacer los cortesanos: la cosa no vale la pena; allí solo había una familia pobre en una mísera cueva, y no valía la pena hablar de ello». Desde el principio fueron demasiado elegantes para hablar con San José y, más aún, tenían orden de no llamar la atención. Pero entonces a Herodes se le vino encima de repente la gran caravana de los Reyes Magos que le puso en gran temor y turbación, pues éstos venían de muy lejos y eran más que habladurías. Como le preguntaron con tanta precisión por el rey recién nacido, Herodes simuló deseos de venerarle también y los Reyes se alegraron de ello. La ceguera cortesana de los escribas no lograba tranquilizarle; y fue su interés en mantener este acontecimiento tan secreto como fuera posible lo que determinó su conducta. En ese momento no contradijo las manifestaciones de los Reyes, ni tampoco echó mano enseguida a Jesús para que este pueblo, siempre difícil, no encontrara que las expresiones de los Reyes eran verdaderas y no las hicieran aparecer preñadas de consecuencias para el propio Herodes. Por eso pensaba enterarse exactamente por sí mismo del asunto a través de los Reyes, para luego tomar sus medidas. Pero cuando los Reyes, advertidos por Dios, no volvieron a visitarle, mandó publicar que su huida era consecuencia de su engaño o de su decepción. Mandó difundir que estaban avergonzados y temían regresar, como unos que se habían dejado engañar muy groseramente a sí mismos y a otros pues ¿qué otra causa podrían tener para mantener su fuga en secreto, cuando los había recibido tan cordialmente? Así que más adelante dejó dormir todas las habladurías y solo anunció en Belén que no dejasen entrar a aquella familia para no dar lugar a rumores e imaginaciones torcidas. Como la Sagrada Familia se volvió a Nazaret 15 días después, pronto callaron las habladurías sobre este montón de acontecimientos que nunca se aclararon. Los devotos que tenían esperanzas también se callaron. Herodes pensaba quitar de en medio a Jesús cuando todo se hubiera tranquilizado de nuevo, pero se enteró que la familia y el niño habían abandonado Nazaret. Mandó seguir la pista al niño durante mucho tiempo, y cuando se desvanecieron sus esperanzas de encontrarlo, su angustia fue haciéndose cada vez mayor y concibió la medida desesperada de la matanza de niños, pero con tal cautela, que ya antes dispuso todos los movimientos de tropas necesarios para reprimir cualquier levantamiento. Creo que los niños fueron asesinados en siete localidades. La caravana de los Reyes Magos salió por una puerta que estaba a Mediodía; una pequeña muchedumbre los siguió hasta un arroyo que hay delante de la ciudad y luego se volvió. Cuando estuvieron junto al arroyo hicieron un pequeño alto para mirar a su estrella, y al verla prorrumpieron en gritos de júbilo y prosiguieron con dulces cánticos. Pero la estrella no les llevó a Belén por el camino más corto, sino que dio un rodeo en dirección más a Poniente. Pasaron al lado de un pueblecito que me resulta bien conocido, y vi que se pararon detrás de él a rezar en un lugar ameno que hay a Mediodía junto a una aldeílla. Entonces brotó una fuente delante de ellos y se llenaron de alegría; se apearon, cavaron una pila para la fuente y la rodearon de césped, piedras y arena limpia. Entonces acamparon allí unas horas, abrevaron a sus animales, les dieron pienso, y ellos también se repusieron y comieron, pues en Jerusalén no habían tenido sosiego con tantas molestias y preocupaciones. Más adelante he visto que Nuestro Señor se paró en esta misma fuente a predicar varias veces con los discípulos. La estrella, que relumbraba en la noche como una bola de fuego, ahora parecía como la luna de día y no era exactamente redonda sino como dentada; a menudo la ocultaban las nubes. Por el camino que va directo de Belén a Jerusalén pululaban viajeros con burros y fardos, probablemente gente que volvía de Belén del censo o que iba a Jerusalén al Templo o al mercado. Por el camino que tomaron los Reyes todo estaba tranquilo, y Dios seguramente los llevó por allí para que llegaran a Belén por la tarde sin llamar mucho la atención. Sin embargo, vi que volvieron a detenerse cuando el sol ya estaba bastante bajo. Marchaban en el mismo orden en que habían venido: Mensor, el atezado, que era el más joven, iba delante y le seguían el castaño Seir, y Zeokeno, el más blanco y anciano. [Llegada de los Reyes Magos a la casa de los impuestos de Belén. Acampan junto a la Tumba de Maraha. La estrella les indica la Cueva del Pesebre. Adoración del niño y ofrenda. Culto nocturno a las estrellas junto al terebinto.] Hoy, domingo 23 de diciembre al oscurecer vi llegar la caravana de los Reyes Magos al mismo edificio fuera de Belén donde se inscribieron José y María. Era la antigua casa solariega de David, de la que todavía existe algún muro; esta casa había sido también del padre de José. Era una casa grande con otras más pequeñas alrededor; tenía delante un patio cerrado y delante de él una plaza plantada con árboles y una fuente. En esta plaza vi soldados romanos, ya que la Tesorería estaba en este edificio. Cuando la caravana llegó allí, se formó a su alrededor una considerable aglomeración de curiosos. Había desaparecido la estrella y los Reyes estaban un poco inquietos. Se les acercaron unos hombres que les preguntaron. Ellos se apearon y entonces salieron de la casa los jefes y se les acercaron con ramas a ofrecerles un pequeño refresco de frutillas, panecillos y bebida, la bienvenida habitual para los extranjeros de su rango. Mientras tanto vi que abrevaban sus animales en la fuente, bajo los árboles. Pensé: —Éstos son más corteses con ellos que con el pobre José porque éstos reparten muchas pepitas de oro. Les dijeron que el Valle de los Pastores era un buen sitio para acampar, pero tardaron algún tiempo en decidirse. No oí que preguntaran por el rey de los judíos recién nacido. Sabían que éste era el lugar de la profecía, pero tras la conversación con Herodes temían llamar la atención. Pero cuando vieron brillar un resplandor en el cielo a un lado de Belén, como cuando sale la luna, subieron de nuevo en sus monturas y marcharon por la zanja que discurre entre muros caídos y que rodea Belén a Mediodía hasta su parte oriental, y se acercaron al paraje de la Cueva del Pesebre por el lado del campo donde el ángel se apareció a los pastores. Entonces, cuando la caravana llegó a la Tumba de Maraha que está en el valle que hay detrás de la Cueva del Pesebre, los Reyes se apearon de sus animales. Su gente desempacó todo y plantaron una tienda de campaña grande que llevaban consigo y con la ayuda de algunos pastores que les indicaban los sitios tomaron disposiciones para levantar el campamento. Ya estaba parte del campamento instalado cuando la estrella se apareció a los Reyes clara y brillante encima de la colina del pesebre, y la vieron dejar caer verticalmente sobre la loma un chorro de luz torrencial que parecía engrosar al acercarse y que creció hasta convertirse en una masa de luz que me pareció tan grande como una sábana de lino. Al principio la miraban muy asombrados. Ya estaba oscuro y no veían ninguna casa sino solo el contorno de la colina como si fuera una muralla; pero de repente les invadió una gran alegría, pues vieron en el resplandor la figura refulgente de un niño tal como la habían visto antes en la estrella. Entonces todos se descubrieron la cabeza y expresaron su veneración. Los Reyes dieron unos pasos hasta la colina y encontraron la puerta de la cueva. Mensor abrió la puerta y vio la gruta llena de luz celestial, y al fondo la Virgen con el niño, sentada justo tal como ellos la habían visto en sus visiones. Mensor volvió inmediatamente a decírselo a sus compañeros de viaje mientras José salía de la gruta hacia ellos acompañado de un viejo pastor. Los Reyes le dijeron sencillamente que venían a adorar y traer regalos al rey de los judíos recién nacido, cuya estrella habían visto. Jose les dio amistosamente la bienvenida y el viejo pastor los acompañó hasta la caravana y los estuvo ayudando a instalarse. Despejaron para ellos algunos cobertizos de pastores que había por allí. Los Reyes se equiparon para las ceremonias solemnes que se avecinaban. Se pusieron encima unos grandes mantos blancos de cola larga con brillo amarillento como de seda natural; eran sumamente finos y ligeros y flotaban en torno a ellos; siempre los llevaban en las festividades religiosas. Los tres llevaban a la cintura cinturones de los que colgaban bolsas y cadenitas con cajitas doradas que eran como azucarillos con botones encima; por éso los mantos parecían tan anchos. A cada uno de los Reyes le seguían los cuatro acompañantes de su familia, además de unos servidores de Mensor que llevaban una plancha como una bandeja para exponer cosas, un tapiz con borlas y algunas bandas de tela ligera. Después siguieron a San José muy ordenadamente a ponerse bajo el porche de delante de la cueva, recubrieron la plancha con el tapiz de borlas y cada uno de los Reyes puso encima algunas de las cajitas y recipientes dora dos que se quitaron de la cintura, que eran los regalos que hacían en común. Mensor y todos los demás se quitaron las sandalias de los pies. José abrió la puerta de la cueva. Dos jóvenes del séquito de Mensor iban delante extendiendo delante de sus pies una banda de tela por el suelo de la cueva; después retrocedieron. Les seguían muy de cerca otros dos con la bandeja de los regalos. Mensor la tomó al llegar delante de la Virgen, hincó una rodilla y la puso respetuosamente a sus pies encima de un bastidor. Entonces se volvieron los que la habían traído. Detrás de Mensor estaban en pie los cuatro acompañantes de su familia, humildemente inclinados. Seir y Zeokeno estaban más atrás con los suyos, en la entrada y el porche delante de la puerta. Cuando entraron, todos estaban como ebrios de piedad y emoción y como traspasados por la luz que llenaba aquel espacio, que no era sino la Luz del Mundo. María estaba más tendida que sentada, con un brazo apoyado en una alfombra, a la izquierda del Niño Jesús que estaba acostado en una artesa recubierta con un tapiz, puesta sobre un bastidor en el lugar del nacimiento enfrente de la entrada. Pero en el momento de entrar, la Santísima Virgen se incorporó para sentarse erguida, se bajó el velo, tomó al niño Jesús en su regazo y lo puso ante sí dentro de su amplio velo. Cuando Mensor se arrodilló y depositó los regalos con conmovedoras palabras de homenaje, inclinó humildemente su cabeza descubierta y cruzó sus manos sobre su pecho. María desnudó la parte superior del cuerpo del Niño, que estaba envuelto en pañales rojos y blancos y al que se le veía brillar tiernamente detrás de su velo; le sujetaba la cabecita con una mano y lo abrazaba con la otra; el niño tenía sus manitas cruzadas sobre el pecho como si rezara. Relucía amablemente y a veces también hacía de modo encantador como si agarrara algo en torno a sí. —¡Oh, qué espiritualmente rezaban estos queridos hombres del País de la Mañana! Cuando los veía, me decía a mí misma: —¡Oh, cómo son! ¡Qué corazones tan claros y serenos, tan llenos de inocencia y bondad! ¡Son como corazones de niños piadosos! En ellos no hay nada apasionado y sin embargo están llenos de fuego y amor. Estoy muerta, soy un espíritu; de lo contrario no podría verlo, pues esto no es ahora y sin embargo es ahora. Pero esto no pasa en el tiempo; en Dios no hay tiempo, en Dios todo es presente. Estoy muerta, soy un espíritu. Cuando pensaba estas cosas raras, oí que me decían: —¿De qué te preocupas? Mira y alaba al Señor, que es eterno y todo está en Él. Y entonces vi que Mensor sacó de una bolsa que colgaba de su ceñidor, un puñado de bastoncitos relumbrantes, gruesos y pesados, como de un dedo de largo, con punta por arriba y granitos dorados en el medio, y lo puso humildemente como su regalo junto al Niño Jesús en el regazo de la Santísima Virgen. María aceptó el oro, lo agradeció amablemente y lo cubrió con una esquina de su manto. Mensor dio estos crecidos tallitos de oro, porque estaba lleno de amor y fidelidad y buscaba la sagrada verdad con devoción esforzada e inquebrantable. Cuando Mensor se retiró con sus cuatro acompañantes Sair el castaño se acercó con los suyos. Hincó ambas rodillas con gran humildad y ofreció su regalo con emocionadas palabras mientras ponía en la plancha que estaba delante de Jesús una naveta incensario llena de granos de resina verdosos. Daba incienso porque seguía amorosamente la voluntad de Dios y se acomodaba reverentemente a ella. Estuvo arrodillado mucho tiempo con gran recogimiento antes de retirarse. Después se acercó Zeokeno, que era el más blanco y el más anciano. Era muy viejo y pesado y no intentó arrodillarse, pero estuvo de pie profundamente inclinado y depositó sobre la plancha un vaso de oro con fina hierba verde, un arbolito vertical delgadito y verde, que parecía crecer todavía sobre la raíz, con ramitas rizadas en las que había finas florecitas blancas. Era mirra. Zeokeno ofrendó mirra que significa autosacrificio y vencimiento de las pasiones, pues este buen hombre había combatido extraordinarias tentaciones de idolatría, poligamia y violencia. Él y sus acompañantes permanecieron mucho tiempo ante Jesús, muy emocionados, tanto que me daba pena que los otros servidores tuvieran que esperar tanto delante del pesebre para ver al niño. Las palabras de los Reyes y de todo su séquito eran extraordinariamente emotivas e infantiles; mientras se dejaban caer y presentaban los regalos decían poco más o menos: —Hemos visto su estrella y que este niño es el Rey de todos los Reyes, y venimos a adorarle y rendirle tributo con regalos. Estaban como completamente arrobados y con una oración infantil y ebria de amor encomendaron al Niño Jesús los suyos, su país y su gente, su hacienda y sus bienes y todo lo que para ellos tenía valor en la Tierra. Que el rey recién nacido quisiera aceptar sus corazones, sus almas y todos sus pensamientos y obras. Que los iluminara y les enviara todas las virtudes; y a la Tierra, felicidad, paz y amor. Al decirlo resplandecían de humildad y de amor y les rodaban lágrimas de alegría por la barba y las mejillas. Eran completamente felices, creían estar dentro de la estrella que desde milenios habían mirado sus antepasados suspirando con tan fiel anhelo. Tenían toda la alegría de la promesa cumplida después de muchos siglos. La madre de Dios lo aceptó todo con mucha humildad, dando las gracias. Al principio no dijo nada, pero un sencillo movimiento bajo su velo expresó su alegría devota y emocionada. En su manto brillaba el cuerpecito desnudo de su niño, que ella había envuelto con su velo. Al final, la Santísima Virgen dijo algunas palabras humildes y amistosas de agradecimiento a cada uno mientras retiraba un poco su velo. —¡Otra vez he aprendido algo!—me dije —. ¡Cómo acepta y agradece cada presente, tan amable y dulcemente! Ella que nada necesita pues tiene a Jesús, acepta con humildad cada regalo de amor. Pues aquí puedo aprender bien como se tienen que recibir los dones del amor. En el futuro yo también aceptaré todo regalo amable con agradecimiento y total humildad. ¡Ay, qué buenos son María y José; casi no retienen nada para sí y todo lo reparten otra vez a los pobres! Cuando los Reyes abandonaron la cueva con sus acompañantes y fueron a su tienda, entraron por fin los servidores que habían plantado la tienda y descargado a los animales y ordenado todo, que habían estado esperando pacientemente y con mucha humildad delante de la puerta. Serían más de treinta, y con ellos estaba también una turba de mozos que solo estaban vestidos con taparrabos y envueltos en mantos pequeños. Los servidores entraron de cinco en cinco, guiados por uno de los jefes a los que pertenecían. Se arrodillaban alrededor del niño y le adoraban en silencio. Al final entraron también todos los chicos juntos, se arrodillaron alrededor y rezaron a Jesús con alegría e inocencia infantiles. Los servidores no estuvieron mucho tiempo en la Cueva del Pesebre, pues los Reyes volvieron a entrar con toda solemnidad. Se habían cambiado de manto y venían envueltos en otros mantos ligeros y flotantes que flotaban ampliamente en torno a ellos. Llevaban incensarios en sus manos, con los que incensaron con gran respeto al niño, a la Virgen Santísima, San José, y a toda la Cueva del Pesebre. Luego se retiraron inclinándose profundamente; era el rito de adoración de aquel pueblo. Con todas estas cosas, María y José sentían una alegría tan dulce como nunca les había visto y muchas veces corrían por sus mejillas lágrimas de alegría. El reconocimiento y la veneración solemne del Niño Jesús, al que ha bían tenido que albergar tan pobremente, y cuya altísima dignidad reposaba callada en la humildad de sus corazones, los reconfortaba infinitamente. A pesar de todas las cegueras humanas, vieron que, por la previsión de Dios todopoderoso, el Niño de la Promesa recibía la debida adoración de los poderosos y la sacra majestuosidad que ellos no podían darle, pero que estaba preparada desde hacía siglos y ahora llegaba desde muy lejos. ¡Ay, adoraban a Jesús con los Reyes, y sus honras los hacían dichosos! El campamento estaba instalado en el valle que va desde detrás de la Cueva del Pesebre hasta la Tumba de Maraha. Los animales estaban entre cuerdas, en filas junto a unos postes. Junto a la tienda grande que estaba cerca de la colina de la cueva, había también un espacio cubierto con esteras donde guardaron parte del equipaje, pero la mayor parte la llevaron a la Tumba de Maraha, que estaba allí mismo debajo. Cuando salieron el pesebre habían salido las estrellas. Se pusieron en corro junto al terebinto que está sobre la Tumba de Maraha y allí tuvieron su culto a las estrellas con cánticos solemnes. Es indecible lo conmovedores que sonaban sus cantos en el valle silencioso. Sus antepasados habían mirado, rezado y cantado a las estrellas tantos siglos, y hoy se habían cumplido todos sus anhelos. Cantaban ebrios de gratitud y alegría. [Cómo ve la Sagrada Familia los regalos. Espías judíos en la Cueva del pesebre. Herodes prosigue investigando con los doctores.] Mientras tanto, José y un par de pastores ancianos habían preparado una comida ligera en la tienda grande de los Reyes. Llevaron botellas con bálsamo y bandejitas con panes, frutas, panales de miel y cucharitas con hierbas, y lo colocaron todo bien ordenado en una mesita baja encima de una alfombra; todo esto lo había traído José por la mañana para obsequiar a los Reyes, cuya venida le había anunciado anticipadamente la Santísima Virgen. Cuando los Reyes y sus parientes volvieron a la tienda después de sus cantos vespertinos, José los acogió amistosamente y les rogó, en su calidad de anfitrión, que aceptaran esta pequeña cena. Estuvo tumbado en medio de ellos en torno a la mesa baja y así comieron. José no era nada tonto, pero estaba tan contento que lloraba lágrimas de alegría. Al verlo pensé en mi bendito padre, un pobre labrador que tuvo que sentarse a la mesa entre mucha gente importante cuando entré en el convento. Por su humildad y sencillez, a él le daba mucho miedo, pero después se sintió tan contento que lloraba lágrimas de alegría, y sin quererlo, fue el más importante de la fiesta. Después de esta pequeña cena, San José se despidió. Algunos jefes de la caravana fueron a descansar a un albergue de Belén y los demás al campamento que habían preparado en círculos en torno a la tienda grande. Cuando José volvió al pesebre, puso todos los regalos en un rincón de la pared a la derecha del pesebre y lo tapó con un biombo para que no se viera lo que estaba guardado allí. La doncella de Ana que se había quedado al servicio de la Santísima Virgen estuvo durante todo el acto en la pequeña cueva lateral cuya puerta estaba a la entrada de la Cueva del Pesebre. Solo salió de allí cuando todos abandonaron la cueva. Era una chica muy seria y modesta. No vi que la Sagrada Familia ni esta chica contemplasen con placer mundano los regalos de los Reyes. Lo aceptaron todo con humilde gratitud y todo lo volvieron a repartir con ternura. Cuando llegaron los Reyes al anochecer de hoy, vi en Belén algo de tumulto junto a la Tesorería y luego algunas carreras por la ciudad. Los que seguían a la caravana hasta el Valle de los Pastores enseguida estuvieron de vuelta. Más tarde, mientras los Reyes rezaban y adoraban en la cueva, tan dichosos, recogidos, y traspasados de piadosa alegría, vi en el paraje circundante algunos judíos que espiaban y murmuraban, y que iban y venían de Belén con informes de todo. No tuve más remedio que llorar amargamente por esos infelices. Me hacía tanto daño esta mala gente, que entonces como ahora, cuando lo sagrado se acerca a los humanos, espían y murmuran pérfidamente por todas partes y luego difunden mentiras. ¡Cuánto tengo que llorar por esos míseros hombres que tienen la salvación tan cerca y la apartan de sí! En cambio, estos buenos Reyes han venido de tan lejos por fidelidad y fe en la Promesa y han encontrado la salvación. ¡Ay, que compasión me dan esos hombres ciegos y empedernidos! En Jerusalén he visto todo el día de hoy a Herodes y varios doctores de la Escritura que leían en rollos y hablaban sobre lo que dijeron los Reyes. Después, todo se quedó tranquilo como si se quisiera desechar todo el asunto. [Los Reyes visitan una vez más a la Sagrada Familia. Su generosidad con los pastores. Cantos vespertinos junto a la tumba de Maraha. Herodes les tiende un lazo. Un ángel les advierte. Se despiden y se van.] [Lunes 24 de diciembre:] He visto que hoy muy temprano los Reyes y algunos de su séquito visitaron uno tras otro a la Sagrada Familia. Todo el día los vi ocupados en su campamento con sus animales y con toda clase de repartos. Estaban llenos de dicha y alegría y repartían muchos dones, que es lo que siempre pasaba entonces con ocasión de acontecimientos alegres. Los pastores, que habían prestado todos los servicios al séquito de los Reyes, recibieron muchísimos regalos. También los vi hacer regalos a muchos pobres; los vi poner mantos en los hombros de pobres viejecitas que se acercaban despacito completamente inclinadas. Algunos de los servidores del séquito de los Reyes Magos, a los que les había gustado muchísimo el Valle de los Pastores, querían quedarse aquí y emparentar con los pastores. Presentaron su ruego a los Reyes, que les dieron licencia y ricos regalos: mantas, cacharros, pepitas de oro y hasta los asnos en que habían venido. Cuando vi que los Reyes repartían mucho pan, pensé al principio ¿de dónde sacan tantos panes? Pero luego me acordé que varias veces he visto en su campamento que de cuando en cuando sacaban unos moldes de hierro que llevaban consigo y preparaban panecillos planos con su provisión de harina; eran bizcochos que luego guardaban apretados en las ligeras bolsas de cuero que llevaban colgando de los animales. Hoy ha venido también mucha gente de Belén a ver a los Reyes. Se empujaban por toda clase de regalos, algunos husmeaban en sus equipajes y les sacaban tributos con toda clase de codiciosos pretextos. Tanto aquí como en Jerusalén, los Reyes padecieron toda clase de molestias a causa del tamaño de su caravana y de la curiosidad que despertaban y, lo mismo que habían llegado como en una comitiva triunfal porque creían que se iban a encontrar a todos festejando jubilosamente al nuevo rey recién nacido, ahora se sentían movidos por la experiencia a salir en grupitos sin llamar la atención para así poder emprender más deprisa el viaje de vuelta. Por eso despidieron hoy a muchos de su séquito, de los que algunos quedaron diseminados por el Valle de los Pastores, y otros se adelantaron a salir para los diversos puntos de reunión. Por la tarde me quedé admirada de ver cuanto había disminuido ya el número de gente de la caravana. Los Reyes pensaban viajar mañana a Jerusalén para decir a Herodes cómo habían encontrado al niño, pero querían ir discretamente y habían mandado muchos por delante para que el viaje fuera más ligero. Así podrían volver a montar en sus dromedarios enseguida. Por la noche fueron al pesebre a despedirse. Primero entró Mensor a solas; María le puso el niño Jesús en brazos; Mensor lloraba y estaba radiante de alegría. Después de él entraron los otros dos Reyes y se despidieron conlágrimas. Trajeron aun más regalos, muchas piezas de telas distintas, unas de seda cruda e incolora, otras rojas y otras de tejido floreado, y muchas colchas muy finas. También dejaron sus amplios y delicados mantos que eran de color amarillo pálido y como de lana fina, tan ligeros que los agitaba cualquier soplo de brisa. Trajeron también muchas tazas apiladas unas encima de otras, varias cajitas llenas de pepitas de oro y, en una cesta, tiestos con plantitas verdes de finas florecillas blancas. En el centro de cada tiesto estaban plantadas tres plantitas, y podía ponerse otro tiesto encima apoyado en el borde. En la cesta iban los tiestos unos encima de otros. Las plantas eran de mirra. También le dieron a José jaulas largas y estrechas con aves; eran las que habían traído colgadas en los dromedarios para sacrificarlas para comer. Todos lloraron muchísimo al dejar a Jesús y María. Al despedirse, la Santísima Virgen, que estaba de pie con el Niño Jesús en brazos envuelto en su manto, dio unos pasos con los Reyes hacia la puerta de la cueva; allí se paró, y para dejar un recuerdo a aquellos hombres buenos se quitó el gran velo de delicada tela amarilla que envolvía a ella y a Jesús y se lo entregó a Mensor. Ellos recibieron este don con profunda reverencia y sus corazones saltaron de alegría y veneración cuando vieron a la Santísima Virgen de pie ante ellos, sin velo y con el niño en brazos. ¡Qué dulces lágrimas lloraban al salir de la cueva! Desde entonces el velo fue para ellos su posesión más sagrada. La forma en que la Santísima Virgen recibía los regalos era sin alegrarse por las cosas y, sin embargo, agradeciendo verdaderamente al dador con extraordinaria emoción y muchísima humildad. En esta maravillosa visita no tengo la impresión de haber visto nada de egoísmo en la Santísima Virgen, excepto que ella, al principio, por amor al Niño Jesús y compasión por San José, se abandonó ingenuamente a la alegre esperanza de que en adelante tendrían protección en Belén y no serían tan despreciados como lo habían sido a su llegada, pues le habían dado mucha pena las vergüenzas y tribulaciones que había pasado José. Cuando se despidieron los Reyes la lámpara estaba encendida en la cueva, pues ya estaba oscuro. A continuación los Reyes se trasladaron con los suyos al gran terebinto viejo que está encima de la Tumba de Maraha, para tener allí su culto a Dios igual que ayer por la tarde. Encendieron una lámpara bajo el árbol y en cuanto se dejaron ver las estrellas, rezaron y cantaron dulcemente. Las voces de los chicos sonaban extraordinariamente tiernas en el coro. Luego fueron a la tienda, donde José les había preparado otra vez una pequeña cena, tras lo cual, unos volvieron a su albergue en Belén y los demás se metieron a descansar en sus tiendas. A eso de medianoche vi de repente un cuadro: Los Reyes estaban durmiendo en alfombras extendidas junto a los bordes de su tienda cuando vi que un joven luminoso se apareció entre ellos. Tenían la lámpara encendida y se levantaron adormilados, pero la aparición era un ángel que los despertó y les dijo que emprendieran camino inmediatamente y deprisa; pero que no fueran por Jerusalén, sino por el desierto, bordeando el Mar Muerto. Saltaron del lecho rápidamente; unos fueron corriendo a llamar al séquito, y otro fue a la cueva y despertó a San José, que se apresuró a ir a Belén para llamar a los que se encontraban en el albergue, pero al poco rato se los encontró que ya venían por el camino porque habían tenido la misma aparición. Desmontaron la tienda con maravillosa presteza y levantaron y enfardaron el resto del campamento. Mientras los Reyes tenían otra conmovedora despedida con José delante del Pesebre, su séquito se apresuraba ya en caravanas separadas para ir más rápidamente hacia el sur por el desierto de Engadí que está a lo largo del Mar Muerto. Los Reyes suplicaron a la Sagrada Familia que huyera con ellos, porque estaban seguros de que estaba en peligro, y luego rogaron a María que se escondiera con el niño, para que no se metieran con ella por su culpa. Lloraban como niños, abrazaron a José y hablaron muy conmovedoramente. Luego subieron a sus dromedarios, que ahora iban poco cargados, y se apresuraron a internarse en el desierto. Fuera, en el campo, vi con ellos el ángel que les mostraba la dirección del camino. De repente fue como si hubieran desaparecido; iban por caminos separados, cada uno a cosa de un cuarto de hora al costado del otro, primero una hora a oriente y a continuación hacia el sur por el interior del desierto. Al regresar fueron por la comarca por la que Jesús volvió de Egipto el tercer año de su predicación. [José, llamado a declarar, hace regalos. Mandato de la policía. Prohibido ir a la Cueva del Pesebre. Zacarías de Juta visita a la Sagrada Familia.] [Martes, 25 de diciembre:] El ángel había avisado oportunamente a los Reyes, pues las autoridades de Belén, no sé si por orden secreta de Herodes, aunque creo que por propio celo en el servicio, se disponían hoy a apresar a los Reyes que dormían en el albergue de Belén y a encerrarlos debajo de la sinagoga, que tenía hondas mazmorras, para acusarlos de alborotadores ante Herodes. Pero hoy por la mañana, cuando se supo que se habían ido de Belén, los Reyes ya estaban en Engadí, y el valle donde habían estado acampados estaba perfectamente tranquilo y solitario como antes, excepto algunos postes de tienda y las huellas de la hierba pisada. Todo este tiempo, la aparición de la caravana había llamado mucho la atención en Belén. Mucha gente se arrepentía de no haber dado albergue a José, otros hablaban mal de los Reyes diciendo que eran unos aventureros exaltados y milagreros, y otros ponían su llegada en relación con las habladurías sobre la aparición a los pastores. Por eso los presidentes del lugar, no sé si por aviso de Herodes, creyeron necesario tomar precauciones. Entonces, en una plaza despejada en el centro de Belén donde está la fuente rodeada de árboles, vi una casa grande junto al sitio donde se sube por escaleras a la sinagoga. Convocaron a todos los habitantes a la plaza delante de esta casa, y desde lo alto de las escaleras pregonaron esta orden o advertencia: Debían suspender todas esas opiniones erróneas y rumores supersticiosos, y en adelante cesarían todas las idas y venidas a la vivienda de los forasteros que había dado pretexto a tales conversaciones. Después que se dispersó el pueblo congregado, vi que dos hombres fueron a llamar a San José a esta misma casa, donde unos judíos ancianos le tomaron declaración. Lo vi volver al pesebre y regresar otra vez a la casa del juzgado y cuando volvió por segunda vez llevaba consigo algo del oro de los regalos de los Reyes; se lo dio y le dejaron irse tranquilo. Todo el interrogatorio me pareció una estafa, al menos en parte. También vi que las autoridades barrearon con un árbol caído el camino que iba por una colina o muralla al paraje del pesebre, no el de la puerta [de la ciudad], sino el que sale de la plaza donde María estuvo esperando debajo del árbol grande a su llegada a Belén. Pusieron nada menos que una garita de centinela junto al árbol, y tendieron en el camino cuerdas que terminaban en una campanilla en la garita, para detener a quien quisiera pasar por ese camino. Por la noche habló con José un pelotón de 16 soldados de Herodes; probablemente los habían enviado a causa de los Reyes, a quienes se había culpado del alboroto, pero como encontraron todo silencioso y tranquilo, y en la cueva la familia pobre a la que tenían orden de no hacer ningún caso, se volvieron tranquilos e informaron de lo que habían encontrado. José lo había escondido todo, los regalos de los Reyes y lo demás que habían dejado, parte en la Cueva de la Tumba de Maraha y parte en algunas cuevas escondidas de la colina del pesebre que conocía desde su juventud, pues con frecuencia se había escondido allí de sus hermanos. Estas oquedades separadas databan del patriarca Jacob, que había plantado sus tiendas aquí en la colina del Pesebre, cuando solo había un par de chozas en el sitio donde ahora estaba Belén. Hoy por la tarde vi que Zacarías vino de Hebrón por primera vez a ver a la Sagrada Familia. María estaba todavía en la cueva. Zacarías lloró de alegría, tuvo al niño Jesús en brazos y dijo en parte, o algo cambiado, el mismo himno de alabanza que había pronunciado cuando la circuncisión de Juan. [Eliud, segundo marido de Ana. Cuidados al niño Jesús. Ana estaba con Mara, sobrina de Isabel y madre del novio de Caná. Ana envía a su casa a Eliud con parte de los regalos. Funcionarios de Herodes buscan un hijo de rey que acaba de nacer. José esconde a la Santísima Virgen con el niño en la Tumba de Maraha.] [Miércoles, 26 de diciembre:] Hoy Zacarías se volvió a su casa, pero Ana y sus hijas mayores, su segundo marido y la doncella regresaron con la Sagrada Familia. La hija mayor de Ana es más alta y parece casi mayor que su madre. El segundo marido de Ana es mayor y más alto que lo fue Joaquín; se llama Eliud y tiene un cargo en el Templo en la inspección de animales para el sacrificio. Ana tuvo con él una hija que también se llamó María, que cuando el nacimiento de Cristo debía tener 6 u 8 años. Eliud murió pronto, y Ana, por voluntad de Dios tuvo que casarse por tercera vez, de cuyo matrimonio nació un hijo al que también llamaban hermano de Cristo. La doncella que Ana trajo de Nazaret hace ocho días todavía está con la Santísima Virgen, y cuando todavía vivía en la Cueva del Pesebre estaba en la cuevecita lateral, pero ahora que María vivía en la cueva al lado de la del pesebre, la doncella dormía debajo de un tejadillo que José la había preparado delante de la cueva. Ana y sus acompañantes durmieron en la Cueva del Pesebre. La Sagrada Familia tiene ahora mucha alegría. ¡Ana es tan dichosa! María le pone muchas veces el niñito Jesús en brazos y le deja que lo cuide; no he visto que lo hiciera con nadie más. Me conmovió mucho ver que el pelo del Niñito, que era amarillo y rizado, terminaba en finos rayos de luz resplandecientes. Creo que ellas le rizaban el pelo, pues creo que le frotaban la cabecita al lavarlo cuando le ponían un albornoz pequeño. Siempre veo en la Sagrada Familia un emocionante respeto piadoso al Niño Jesús, pero todo es muy sencillo y humano, como lo es entre los elegidos, los seres humanos santos. El niño tenía un amor y una forma de volverse a su madre como no he visto nunca en niños tan pequeños. María le contó todo a su madre sobre la visita de los Reyes Magos, y Ana se quedó emocionadísima de que el Señor Dios los hubiera llamado desde tan lejos a conocer al Niño de la Promesa. Contempló con gran humildad, emoción y palabras de adoración, los regalos de los Reyes que allí estaban escondidos en un arca de mimbre oculta en una oquedad de la pared, y ayudó a regalar muchas cosas y a empaquetar y ordenar lo demás. Ahora este paraje está tranquilo; las autoridades han barreado los caminos que llegan aquí sin pasar por la puerta de la ciudad. José ya no va a buscar a Belén lo que necesita, sino que se lo traen los pastores. La pariente en cuya casa ha estado Ana en la tribu de Benjamín es Mara, hija de Roda, hermana de Isabel1 . Mara es pobre y tuvo varios hijos que más adelante fueron discípulos. Uno de ellos se llamaba Natanael y andando el tiempo fue el novio de la boda de Caná. Esta Mara estuvo también en el tránsito de la Virgen en Éfeso2 . Hoy Ana envió ya de vuelta a casa a su marido Eliud con un asno cargado y con la doncella emparentada con ella, que también iba muy cargada con un paquete a la espalda y otro al pecho. Eran parte de los regalos de los Reyes, telas de toda clase y vasos dorados que más adelante utilizaron los cristianos en sus primeros cultos. Ahora se lo llevan todo a escondidas, pues por aquí siempre hay algo de espionaje. Parece que estas cosas solo las llevarán a un sitio del camino de Nazaret, donde las recogerá un criado, pues otros años he vuelto a ver a Eliud en Belén cuando Ana emprenda el viaje, que será pronto. En la cueva de al lado ahora solo está Ana con María, que tejen o bordan juntas una gran colcha. La Cueva del Pesebre ya está despejada por dentro. El asno de José está escondido detrás de unos tabiques de cañizo. Hoy han estado otra vez en varias casas de Belén funcionarios de Herodes para investigar los niños recién nacidos. Hoy en Belén había soldados que andaban buscando por las casas un hijo de rey recién nacido. Estuvieron especialmente pesados haciendo preguntas a una judía de buena familia que hace poco ha dado a luz a un niño. A la Cueva del Pesebre no vinieron nunca porque ya antes solo habían encontrado allí una familia pobre que supusieron que no podía ser de la que se trataba. Dos hombres mayores (pienso que de los primeros pastores que vinieron a adorar), vinieron a ver a José para advertirle de las pesquisas. Por eso la Sagrada Familia, Ana y el Niño Jesús huyeron a la Cueva de la Tumba de Maraha; en la Cueva del Pesebre no quedó nada que pudiera traicionar que allí se había vivido; por dentro parecía abandonada. Los vi alejarse de noche por el valle con una luz medio tapada. Ana llevaba en brazos al Niño Jesús, María y José iban a sus lados, y los pastores los guiaban llevando las colchas y otros enseres para el descanso de las santas mujeres y el Niño Jesús. En esto tuve una visión que no sé si la Sagrada Familia vería también. En torno al Niño Jesús, delante del pecho de Santa Ana, vi una gloria con siete figuras angélicas entrelazadas y superpuestas una encima de otra. En esta gloria aparecieron todavía muchas más figuras angélicas, y al lado de Ana, José y María aún vi más figuras de luz como si los llevaran entre sus brazos. Cuando entraron en el zaguán de la cueva, cerraron la puerta y entraron hasta el fondo de la Cueva de la Tumba de Maraha, donde se instalaron para descansar. [A causa del peligro, José separa al Niño Jesús de María durante unas horas. La angustiada madre exprime la leche de su pecho. Origen de un milagro que se cita hasta en nuestros tiempos. Fiesta de las nupcias de José y María.] [Jueves, 27 de diciembre:]3 La Santísima Virgen contó a su madre Ana todo lo relativo a los Reyes Magos y ambas contemplaron todo lo que los Reyes dejaron aquí en la Cueva de la Tumba de Maraha. Llegaron dos pastores a avisar a la Santísima Virgen que venían agentes de la autoridad haciendo averiguaciones sobre su niño. María estaba muy preocupada, y enseguida vi entrar a San José que tomó al Niño Jesús en brazos, lo envolvió en un manto y se lo llevó, ya no me acuerdo adónde. Entonces vi que la Santísima Virgen pasó más de medio día sola en la cueva, sin el Niño Jesús, esperando con mucha inquietud y angustia maternal. Cuando se acercó la hora de alimentar al niño en su pecho, hizo lo que suelen hacer las buenas madres después de pasar miedo o sobresaltos parecidos: antes de dar de mamar el niño, exprimió de su pecho la leche contaminada por el miedo en una pequeña oquedad del blanco banco de piedra de la cueva. Se lo dijo a uno de los pastores, un hombre serio y piadoso que vino a buscarla (probablemente para llevarla donde el niño), y este pastor, plena y profundamente convencido de la santidad de la madre del Salvador, sacó después cuidadosamente con una especie de cuchara la leche virginal que estaba como en ebullición en la blanca oquedad de piedra, y se la llevó con creyente sencillez a su mujer, que daba de mamar a una criatura y no la conseguía callar. La buena mujer gustó el sagrado alimento con respetuosa confianza, e inmediatamente su fe fue bendecida de tal modo que pudo alimentar abundantemente a su criatura. Desde este acontecimiento, la piedra blanca de esta cueva recibió la misma fuerza curativa, y yo he visto que hasta en nuestros tiempos se sirven de ella incluso los infieles mahometanos para remedio de ésta y otras dolencias corporales. José no se quedó escondido en la Cueva de la Tumba de Maraha; sino que con dos pastores hizo todo género de arreglos en la Cueva del Pesebre. Los pastores trajeron varias coronas de ramas y flores, al principio no sabía para qué, pero luego vi que eran los preparativos para una fiesta entrañable en la que estuvieron el segundo marido de Ana, Eliud, y la criada, que habían traído dos asnos y que probablemente solo habían salido un trecho del camino a encontrarse con los criados de Ana que venían de Nazaret con los animales; los criados se volvieron a Nazaret con los bultos, y ellos se trajeron los animales a Belén. Cuando los vi venir, durante un rato pensé que sería gente del albergue de Jerusalén donde más adelante vi alojarse a la Sagrada Familia. José aprovechó la ausencia de la Santísima Virgen de la Cueva de la Tumba de Maraha, para adornar con los pastores la Cueva del Pesebre para festejar el aniversario de sus esponsales. Ordenaron todo, y él fue a buscar a la Santísima Virgen con el Niño Jesús y su madre Ana y los llevó a la Cueva del Pesebre, que estaba engalanada, donde ya estaban reunidos Eliud y la criada y los tres pastores ancianos. ¡Qué emocionante fue la alegría de todos cuando la Santísima Virgen entró en la cueva llevando al niño! Del techo y las paredes de la cueva colgaban multitud de coronas de flores y en el centro estaba preparada la mesa para comer. Algunas mantas bonitas de los Reyes Magos estaban por el suelo, sobre el que se había levantado una pirámide de ramas y flores hasta una abertura en el techo, en cuya punta extrema estaba sentada una paloma en una rama, creo que también artificial. Toda la cueva la vi llena de luz y de brillo. Habían puesto al Niño Jesús en su moisés, sentado en una sillita en posición vertical. María y José estaban a sus lados adornados con coronas y bebieron de una jarra. Además de los parientes estaban presentes los pastores. Se cantaron salmos y tuvieron una comida pequeña, pero alegre. En la cueva se aparecieron coros de ángeles y toda clase de influencias celestiales. Todos estaban muy emocionados y enternecidos. Después de esta fiesta, la Santísima Virgen junto con el Niño Jesús y su madre Ana volvieron a la Cueva de la Tumba de Maraha. [María lleva dos veces al Niño por la noche a la Cueva del Pesebre y reza en ella. La madre Ana parte después del sabbat. Observaciones personales. Reconocimiento de las reliquias de tela que fueron propiedad de los Reyes Magos.] [Viernes, 28 de octubre a domingo 30:] En los últimos días, y hoy también, he visto que San José hacía muchas cosas para sacar pronto de Belén a la Sagrada Familia. Cada día hacía menos compra. Todos los tabiques ligeros de zarzo, biombos y demás cosas que había puesto en la cueva para hacerla más cómoda se los dio a los pastores, que se los llevaron a sus casas. Hoy por la tarde, volvió a la Cueva del Pesebre mucha gente que iba al sabbat a Belén, pero como se la encontraron abandonada siguieron su camino. Después del sabbat, Ana viajará otra vez a Nazaret, pero hoy todavía está ordenando y empaquetándolo todo. Santa Ana llevará consigo en dos burros muchos regalos de los Reyes Magos, sobre todo alfombras, mantas y telas. Hoy por la tarde tuvieron el sabbat en la Cueva de Maraha. [Sábado 29 de diciembre:] La Sagrada Familia prosiguió la fiesta del sabbat; había tranquilidad en el paraje. Al concluir lo prepararon todo para la salida para Nazaret de Ana, Eliud y su séquito. Ya he visto antes, y hoy también por segunda vez, que después de oscurecer la Santísima Virgen llevó al niño Jesús de la Cueva de la Tumba de Maraha a la del Pesebre, lo puso sobre una alfombra en el sitio donde nació, y se arrodilló a rezar a su lado. Mientras rezaba, vi toda la cueva llena de luz celestial como a la hora del nacimiento del Señor. Creo que mi querida Madre de Dios también tiene que haber visto. [Domingo 30 de diciembre:] A primera hora de la mañana vi salir para Nazaret a la madre Ana con su marido y el séquito, después de despedirse tiernamente de la Sagrada Familia y de los tres pastores mayores. La doncella de Ana también se fue con ellos y de nuevo me sorprendió su extraña gorra, que parecía un nido de cuco», que es como los niños de pueblo llaman en mi tierra a las gorras puntiagudas que tejen con juncos para jugar. Quiero explicar ahora aquí que durante una temporada he creído que la gente de Ana que vino a Belén con los dos burros eran del albergue de Jerusalén, porque pernoctaron en él y los vi tener trato con ellos. Cargaron en sus animales todo lo que quedaba de los regalos de los Reyes, y mientras cargaban me quedé maravillada de que se llevaran también un paquetito que me pertenecía. Yo sentía que el paquetito estaba allí, y no podía comprender cómo la madre Ana se atrevía a llevarse algo de mi propiedad5 . [Personal: Ana Catalina sabe que tiene en su poder y cerca de sí varias reliquias de las telas que los Reyes Magos regalaron a la Sagrada Familia. Poco después de extrañarse de que Ana se llevara de Belén algo que era suyo, se produjo la siguiente conversación entre el Escritor y ella, que se encontraba en un elevado estado de contemplación:] Ana se ha llevado consigo al marcharse muchos de los regalos, sobre todo las telas de los Reyes, algunas de las cuales se utilizaron de diversos modos en la Iglesia primitiva de las que han quedado restos hasta nuestros días. Entre mis reliquias tengo un pedacito del tapete de la mesita donde los Reyes ponían los regalos y también un pedacito de su manto. [Sobre la expresión mis reliquias», el Escritor añade: En todos los tiempos, muchos bienaventurados de la Iglesia Católica tuvieron el don de sentirse excitados benéficamente con los huesos de los santos y todo lo que estuviera bendecido y consagrado, pero probablemente nadie tuvo nunca este don en tan gran medida y tan continuamente presente como Ana Catalina, que era capaz de distinguir de cualquier otra sustancia natural parecida, no solo el Santísimo Sacramento, sino todo lo que hubiera estado santificado y bendecido por la Iglesia con sacramentos y actos sacramentales, y especialmente los huesos de los santos y todo lo que la Iglesia entiende en el concepto de reliquias. Los distinguía sobre todo por su luz y, dentro de ella, también por el color de la luz. También podía decir de quién eran los huesos o las telas, y a menudo sabía también su historia hasta los menores detalles, de lo cual teníamos en su entorno experiencias diarias con testimonios tan abrumadores, que uno de sus amigos la había dado, no sin razón, el nombre de sacrómetro». El Escritor se propone contar gran número de estas experiencias en la biografía detallada de Ana Catalina. Ignoramos por qué, los superiores espirituales de Ana Catalina, hasta donde puede saberse, nunca tomaron nota exhaustiva y fortificada con todas las evidencias de un fenómeno tan provechoso para la vida espiritual, pero estamos firmemente convencidos que, de todas las gracias que tuvo, éste era el don más digno de atención y de ser observado. Como prueba de su capacidad de reconocer reliquias y otras cosas sagradas, sus amigos, y en particular el Escritor, pusieron cerca de Ana Catalina gran cantidad de objetos parecidos, pues a causa de la destrucción actual de tantas iglesias y monasterios, y de la languidez y en ocasiones también, desgraciadamente, la muerte total del sentido fiel y profundo de lo sagrado, es tremendo saber que objetos que nuestros antepasados fieles a la tradición estimaron santos o venerables, y sobre los que quizá en otros tiempos edificaron grandes iglesias, son ahora de propiedad privada y se malbaratan hasta en las traperías. Procurábamos darle a Ana Catalina muchos de estos huesos santos, que ella misma explicaba. Por bondad del reverendo Regens Overberg, que era su director espiritual extraordinario, recibió también dos importantes relicarios con reliquias de los primeros tiempos, hallados en una vieja iglesia destruida. Como algunas de estas reliquias estaban en un armarito junto al lecho de la enferma, mientras que otras estaban en la morada del Escritor, éste preguntó:] —¿Esta reliquia de tela está aquí cerca? —No; está aquí en la casa. —¿Conmigo? —No, en casa de ese hombre, el Peregrino (así llamaba usualmente Ana Catalina al Escritor). Está en una casita pequeña; el pedacito del manto es pálido. ¡Es increíble, y sin embargo es verdad y lo tengo ante mis ojos! Un allegado del Peregrino seguro que no lo cree; ése querría destruir todo lo que escribe el Peregrino, pero su cuñado A. que me visita, ése tiene el corazón como el castaño Rey Seir. ¡Es tan dulce, tan dócil y tan fiel! Un verdadero corazón cristiano. ¡Ay!, si este hombre estuviera dentro de la Iglesia tendría el Cielo en la Tierra! [Cuando el Escritor la trajo la que podía llamarse casita de las reliquias», que guardaba en su cuarto, Ana Catalina la abrió enseguida e identificó que habían sido de los Reyes unos pequeños restos de seda de color rojo oscuro y de lana amarilla que se encontraban allí, pero sin dar una explicación más concreta. A continuación dijo:] Yo misma debo tener también un pedacito de tela de los Reyes. Tenían varios mantos, uno fuerte y grueso para la intemperie, otro amarillo y otro rojo de lana fina y ligera. Los mantos ondeaban al viento al moverse. Pero en las festividades llevaban sus mantos de seda cruda que brillaba, bordados en oro en sus bordes y con una cola larga que les llevaban otros. Creo que uno de estos mantos tiene que estar cerca porque ya antes, y también esta noche pasada, estuve otra vez con cuadros que todavía recuerdo acerca de la cría y el tejido de la seda donde los Reyes. En una comarca de oriente, entre el país de Zeokeno y el de Sair, tienen árboles llenos de gusanos con un pequeño alcorque con agua alrededor de cada árbol para que los gusanos no puedan escapar. A veces echaban hojas de bajo de los árboles, y de los árboles colgaban cajitas de las que sacaban unas cosas redondas de más de un dedo de largo. Primero pensé que eran unos pájaros raros, pero enseguida vi que eran los capullos de los gusanos, que se habían envuelto en ellos. La gente los desenrollaba y sacaba de ellos un hilo fino como de una tela de araña; se ponían cierta cantidad de capullos delante del pecho y los desenrollaban para hilar hilo fino y arrollaban algo en la mano. Tenían telares entre los árboles; parecían muy blancos y muy sencillos; la pieza de tela era tan ancha como mi sábana. [Describió entonces un telar muy sencillo, aunque sin mucha precisión por falta de tiempo para decirlo todo. Al cabo de unos días dijo:] Mi médico me pregunta muchas veces por un pedacito de tela de seda muy curioso. En los últimos tiempos vi también uno de ésos a mi lado que ahora no sé dónde habrá ido a parar. Pero ahora me he acordado de él y he caído en la cuenta que en aquella ocasión tuve el cuadro de las tejedoras de seda; era en un país más a Oriente que los Reyes Magos, un país donde también estuvo Santo Tomás. Me he equivocado al narrarlo, porque esto no tiene que ver con las telas de los Reyes Magos; el Peregrino tiene que tacharlo. Me lo dieron cuando me hicieron unas pruebas incomprensibles, sin preocuparse en qué estaba ocupada interiormente y por eso ahora pueden venir equívocos, cosa que me aflige. He visto otra vez las reliquias de tela y ahora se donde están. Hace varios años, antes de su último parto, le di a mi cuñada que vive en Flamske un paquetito que estaba cosido como un botón. Me había pedido algo sagrado para tener fortaleza y entonces le di la casita, a la que yo veía relucir, y que una vez vi que estuvo en contacto con la Madre de Dios. Ahora ya no me acuerdo si entonces contemplé bien todo el contenido, pero consoló mucho a la buena mujer. Hoy por la noche la he visto otra vez; lo tiene todavía y está cosido muy fuertemente. Es un cachito de tapete de color rojo oscuro que tiene dentro dos pedacitos de tejido fino como gasa del color de la seda cruda, y algo como cretona verde, y también un pedacito de madera y un par de esquirlas de piedra blanca. He mandado decir a mi cuñada que me lo traiga otra vez. [Al cabo de unos días vino su cuñada a visitarla y trajo el paquetito. El Escritor lo abrió cuidadosamente en su casa; era del tamaño de una nuez grande. Separó unos de otros los restos de tela, que allí se encontraban apretujados, los estiró y los apretó bien lisos en un libro. El contenido del paquetito consistía en un pedazo de dos pulgadas cuadradas [unos 12 centímetros cuadrados] de tejido grueso de algodón color pardo rojizo oscuro, muy gastado, que en algunas lugares parecía rojo-violeta oscuro, así como tiras de dos dedos de largo y ancho de un tejido ligero y suelto como la muselina, color seda cruda, además de un trocito de madera y un par de esquirlas de piedrecita. Por la tarde, el Escritor mantuvo los pedazos de tela, envueltos en papel, ante los ojos de Ana Catalina, que no podía saber qué era, y que lo primero que dijo fue:] —¿Qué debo hacer con este sobrecito? [Pero enseguida, en el mismo instante en que tomó el sobrecito en su mano, dijo:] Tienes que guardarlo muy bien y no perder ni un hilito. El tejido grueso que ahora parece marrón, en otros tiempos era rojo fuerte, una colcha poco más o menos tan grande como mi cuarto. Los servidores de los Reyes la extendieron en la Cueva del Pesebre y María se sentó encima con el Niño Jesús cuando los Reyes los incensaron. Después, la Santísima Virgen la tuvo siempre en la Cueva y también encima del burro cuando fueron al Templo a hacer la ofrenda. El tejido ligero como de gasa es parte de un manto corto que consistía en tres franjas separadas, sujetas a un cuello, que flotaban y volaban por los hombros y la espalda; los Reyes los llevaban en las ceremonias como si fueran una estola. En los bordes tenían flecos y borlas. Los pedacitos de madera y las piedrecitas los han traído de la Tierra Prometida en época reciente. [Estos días, en el curso de la serie de visiones sobre la predicación itinerante de Jesús, el 27 de enero del último trimestre de la vida de Jesús Ana Catalina vio que el Señor estaba con 17 discípulos en un albergue cerca de Bezorón, camino de Betania:] Estaba enseñándoles su oficio. Celebraron el sabbat con él; y la lámpara estuvo encendida todo el día. Entre los discípulos hay uno nuevo que los acompaña desde Sicar; lo vi muy claramente porque uno de sus huesos tiene que estar entre mis reliquias; una escamita blanca y delgadita; su nombre suena como Silán o Filán; dentro tiene estas letras. [Finalmente logró decir Silvanus», y al cabo de un rato dijo:] He visto otra vez los pedacitos de tela que tengo de los Reyes Magos. Tiene que estar también allí una casita en la que hay, entre otras cosas, un poco de un manto del rey Mensor, un pedacito de colcha de seda roja que ponían en tiempos antiguos encima del Santo Sepulcro, y un pedacito de estola roja y blanca de un santo. Dentro veo también astillitas del discípulo Silvano. [Después de una pausa en la que su espíritu se apartó de allí, Ana Catalina dijo:] Ahora veo dónde está el paquetito, hace año y medio se lo di aquí a una mujer para que se lo colgara; lo lleva todavía. Quiero que le digan que por favor me lo devuelva. Se lo di a una mujer para que se lo pusiera para consolarla durante mi detención. ¡Tomó tanto interés por mí! Entonces no sabía exactamente su contenido; solo vi que relucía, que era sagrado y que había estado en contacto con la Madre de Dios. Pero ahora que veo tan exactamente todo lo de los Reyes Magos, distingo bien todo lo que está cerca de mí que haya tenido relación con ellos, y por tanto también esas reliquias de tela. Pero he vuelto a olvidar dónde se encuentran muchas cosas. [Unos días después, cuando la devolvieron la casita, Ana Catalina, que estaba enferma, se la dio al Escritor para que la abriera. En la habitación que hace de gabinete del dormitorio de Ana Catalina, el Escritor abrió el viejo paquetito, fuertemente cosido desde mucho tiempo atrás, y encontró dentro los siguientes objetos firmemente envueltos unos con otros: 1. Una cinta estrecha (como un dobladillo arrollado) de tejido de lana animal finísima, color natural, que al intentar extenderla se reveló quebradiza y delgadísima. 2. Dos pedacitos de tejido de algodón rizado, bastante fuerte, color azul Mahón, como de un dedo de largo por otro de ancho. 3. Una pulgada cuadrada de seda carmesí con dibujos. 4. Un cuarto de pulgada cuadrada de seda blanca y amarilla de uso litúrgico. 5. Una muestra pequeña de seda verde y marrón. 6. En el centro de todo, un papel estrujado con una piedrecita blanca del tamaño de un guisante. El Escritor separó todos estos objetos en papeles sueltos excepto el número 6, que dejó en su antiguo papel. Cuando se acercó a ella, Ana Catalina, que no parecía estar en visión, estaba despierta, tosía y se quejaba de violentos dolores, pero dijo enseguida:] —¿Qué tienes en estos sobres que están brillando, qué tesoros tenemos que valen más que un reino? [Entonces tomó en su mano los distintos sobrecitos cerrados, cuyo contenido no podía saber, los palpó uno tras otro, guardó silencio unos instantes como en contemplación interior, y al devolverlos uno a uno dijo lo siguiente sobre su contenido sin equivocarse ni en uno solo, pues el Escritor los comprobaba enseguida abriendo cada sobrecito, que eran todos de la misma forma. 1. Esto es de un caftán de Mensor; es lana finísima. Este caftán solo tenía sisas, pero no mangas. De los hombros cuelga hasta medio brazo una franja de tela como si fuera media manga abierta. [Describió además exactamente la forma, tela y color de la reliquia]. 2. Esto es un pedacito de manto que dejaron los Reyes. [También describió el estado de la reliquia.] 3. Este es un pedacito de una colcha gruesa de seda roja que en otros tiempos estuvo extendida en el suelo del Santo Sepulcro cuando los cristianos aún no poseían Jerusalén. Cuando los turcos conquistaron Jerusalén todavía estaba como nueva, y como los caballeros se lo repartían todo, se la repartieron y cada uno obtuvo un pedacito de recuerdo. 4. Esto es de una estola de un sacerdote santísimo; era de Alejo, un capuchino que rezaba siempre junto al Santo Sepulcro. Los turcos le maltrataban mucho, metían los caballos en la iglesia y le pusieron una vieja turca delante del Santo Sepulcro donde rezaba, pero él no se dejó molestar. Finalmente le emparedaron allí y la mujer tenía que darle pan y agua por un agujero. Esto es lo que todavía se de lo mucho que he visto hace poco, cuando vi el paquetito y su contenido sin saber exactamente donde se encontraba. 5. Esto no es nada sagrado, pero sin embargo es muy venerable; está tomado de los bancos y asientos donde se sentaban los príncipes y caballeros en círculos en la iglesia del Santo Sepulcro. También se lo repartieron. 6. Aquí dentro hay una piedrecita de la capilla del Santo Sepulcro y aquí está también la astillita del discípulo Silvano de Sicar. [Cuando el Escritor dijo que allí dentro no había ninguna astillita, ella le replicó:] —Ve y búscala dentro. [El Escritor fue enseguida por luz a la habitación contigua, abrió cuidadosamente el papel estrujado y encontró en un pliegue una astillita de hueso blanca y fina, de forma irregular y del grueso de media moneda de plata. Era exactamente tal como Ana Catalina la había descrito, y ella la reconoció enseguida. Todo esto pasó por la tarde en su cuarto, que estaba a oscuras, pues la luz estaba en la habitación de al lado.]